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La ‘pistolera’ que puso voz al fin de ETA

La elección de Soledad Iparraguirre, Anboto, como la persona que ha leído en euskera el comunicado de disolución de la banda tiene un cargado simbolismo por su sangriento historial

Óscar López-Fonseca
Anboto, junto a Kantauri en 1999, en la única foto que le pudo tomar la Guardia Civil durante los años de clandestinidad en Francia (Imagento tomada del libro 'Historia de un desafío')
Anboto, junto a Kantauri en 1999, en la única foto que le pudo tomar la Guardia Civil durante los años de clandestinidad en Francia (Imagento tomada del libro 'Historia de un desafío')

La elección de Soledad Iparraguirre Genetxea, Anboto (Eskoriatza-Guipúzcoa, 1961), como la etarra elegida para leer en euskera el comunicado con el que este jueves ETA formalizaba su disolución tiene una importante carga simbólica, según los expertos de la lucha antiterrorista. Su condición de mujer y de madre (tiene un hijo en común con el también dirigente terrorista Mikel Albizu, Mikel Antza) y, sobre todo, su sangriento historial (está acusada de 14 asesinatos) reflejan la decisión de la organización de pasar definitivamente la página de la violencia, según estas fuentes. “Ella, junto a Mikel Antza, fueron los dos últimos grandes dirigentes de la banda. Tras la detención de ambos en Francia en 2004, la organización quedó en manos de personajes menores. Era casi obligado que ella o Antza tuvieran algún tipo de participación porque, seguramente, también han estado detrás del proceso que ha vivido ETA en estos últimos años”, añaden. Su condición de reclusa —en la actualidad está en la prisión de Reau Sud Francilien, cerca de París— no ha sido impedimento para que asumiera este protagonismo.

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Anboto fue, literalmente, acunada por la organización terrorista. Criada en un caserío en los montes guipuzcoanos, sus padres convirtieron la vivienda en escondite recurrente para los integrantes de los comandos etarras que entraban en España para matar. Uno de estos terroristas, Jose Aristimuño, Pana, terminó convirtiéndose en el novio de la que entonces era una estudiante de Magisterio de 20 años. Cuando la Policía descubrió en 1981 lo que se ocultaba en aquel edificio, en una operación en la que resultó muerto Pana y detenido otro etarra, toda la familia, incluida a ella, fue arrestada. Solo el padre consiguió escapar al sur de Francia. Cuando Anboto fue puesta en libertad poco después, siguió sus pasos.

Cuatro años después volvía a España, pero en esta ocasión de manera clandestina y como integrante del comando Araba, junto a José Javier Arizkuren, Kantauri, otro de los históricos pistoleros de la organización terrorista y con el que también coincidiría en el comando Madrid años después. Hasta 1987, Anboto y sus compañeros desarrollaron una intensa actividad terrorista en Álava. Su comando cometió once atentados con un resultado de cuatro personas muertas y tres heridas. Una sangrienta carrera que se vio interrumpida en octubre de aquel año al ser detenido en el sur de Francia Santiago Arróspide, Santi Potros, máximo responsable de los comandos. Su caída llevó a Iparraguirre y sus compañeros a cruzar la frontera para refugiarse en Francia.

A partir de ese momento, y durante años, los expertos en la lucha antiterrorista perdieron su rastro. No lo recuperaron hasta 1992, cuando fue detectada como integrante del comando Madrid, de nuevo con Kantauri como compañero. Entonces, sus huellas dactilares fueron encontradas en un coche bomba que había hecho estallar en la capital al paso de una patrulla policial. La Policía cree que Anboto estuvo en Madrid desde comienzos de 1991 hasta finales del año siguiente, periodo en el que ETA perpetró en la capital varios atentados con coches bomba que costaron la vida a diez personas. El último, el que costó la vida al subteniente jubilado Miguel Miranda el 30 de noviembre de 1992 en Madrid. Dos días más tarde, el Ministerio del Interior difundió su fotografía y el comando decidía ocultarse de nuevo en Francia.

En esta ocasión lo hizo para integrarse en la dirección de la organización terrorista. En primer lugar, como lugarteniente de Kepa Pikabea, entonces máximo responsable de los comandos legales –integrados por etarras no fichados-. Tras el arresto de este en 1994, ya como máxima responsable de estos. Lo hacía adoptando un nuevo alias, el de Anboto. Se había convertido así en la segunda mujer en ocupar un puesto en la cúpula de ETA, tras Dolores González Catarain, Yoyes, a la que sus excompañeros asesinaron por reinsertarse. A partir de aquel momento, buena parte de los etarras que fueron detenidos la señalaban como la mujer que los adiestraba y señalaba los objetivos para los atentados, a la vez que les facilitaba dinero y armas.

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La policía la consideraba ya entonces una activista escurridiza y discreta, a la que era prácticamente imposible seguir los pasos. De hecho, en 1998 su rastro desaparecía por completo -al parecer, se trasladó a Cuba, donde residió un tiempo y dio a luz a su hijo- y no se volvió a recuperar hasta un año después, cuando la Guardia Civil logró hacerle la única foto “operativa” de ella que se consiguió durante los casi 25 años que estuvo en la clandestinidad. Fue en los alrededores de un templo del sur de Francia cuando caminaba junto a su antiguo compañero de comando Kantauri. Para hacerla, un agente del Instituto armado tuvo que disfrazarse de sacerdote. Durante años, aquella imagen se convirtió en un preciado tesoro para los agentes de la lucha antiterrorista en su intento por capturarla.

Esto no se consiguió hasta octubre de 2004 en la bautizada Operación Santuario, un operativo de la Guardia Civil y la Policía francesa que concluyó con el arresto de 28 personas a un lado y otro de la frontera, así como con el desmantelamiento de cinco depósitos de armas con más de 1.100 kilos explosivos y dos misiles tierra-aire, además de subfusiles, pistolas, revólveres, munición y detonadores. La operación se había iniciado cuatro años antes, durante los seguimientos a Ignacio Gracia Arregi, Iñaki de Rentería, un veterano dirigente de la organización al que se le vio acudir dos días seguidos a una vivienda aislada en la localidad de Salies de Bearn, al sur de Francia. La casa fue sometida a vigilancias esporádicas durante esos años, sin que se pudiera averiguar quiénes eran sus moradores. Pese a ello, los agentes la incluyeron entre los lugares a registrar en el operativo. Al entrar descubrieron que allí se ocultaban Mikel Antza y Anboto, con el hijo de ambos, que entonces contaba siete años.

Ambos eran considerados ya entonces los máximos dirigentes del aparato político de la banda. Sin embargo, el análisis de la abundante documentación que se intervino —buena parte en un pendrive que estaba oculto bajo un escalón de la vivienda— permitió concretar cuál era el papel de cada uno de los miembros de la pareja. Antza era el responsable político, el responsable de los comunicados. Anboto estaba centrada en las finanzas de la organización. La caída de ambos fue el principio del fin de ETA, en cuyo epílogo Anboto ha asumido un papel protagonista al poner voz en euskera al mensaje de disolución.

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Sobre la firma

Óscar López-Fonseca
Redactor especializado en temas del Ministerio del Interior y Tribunales. En sus ratos libres escribe en El Viajero y en Gastro. Llegó a EL PAÍS en marzo de 2017 tras una trayectoria profesional de más de 30 años en Ya, OTR/Press, Época, El Confidencial, Público y Vozpópuli. Es licenciado en Periodismo por la Universidad Complutense de Madrid.

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