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Conveniente pero no imprescindible

El margen de la reforma constitucional se ha reducido considerablemente si queremos seguir perteneciendo a la Unión Europea

La vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría y el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy.
La vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría y el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy. Uly Martin
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Antes de plantear una reforma de la Constitución deben tenerse en cuenta tres notas previas.

En primer lugar, como la mayoría de las Constituciones actuales, se trata de una norma que encabeza jerárquicamente todo el ordenamiento jurídico, es decir, contiene, con mayor o menor alcance, principios y reglas sobre las materias que después serán desarrolladas por leyes y reglamentos, estatales y autonómicos, así como aplicadas de conformidad con la Constitución por las Administraciones Públicas, magistrados y jueces. Por ello, una de las virtudes de toda Constitución es su estabilidad; solo se debe proceder a su reforma cuando ello sea jurídicamente necesario y políticamente conveniente.

En segundo lugar, el margen de la reforma se ha reducido considerablemente si queremos seguir perteneciendo a la Unión Europea y formando parte de la comunidad internacional. Según la Constitución, el poder constituyente reside en el pueblo español y, de acuerdo con el procedimiento establecido, las posibilidades de reforma son ilimitadas. Pero la razón nos dice que no sería sensato efectuar reformas contrarias a las normas europeas o a tratados que afecten a derechos humanos, ya que quedaríamos situados al margen de la UE y de la comunidad internacional.

Y, en tercer lugar, uno de los grandes méritos de la actual Constitución fue su aprobación por consenso, es decir, por un acuerdo mayoritario, casi total, de las fuerzas políticas y del voto popular. Este consenso se ha ido renovando hasta que el independentismo catalán ha optado por la desobediencia al Derecho y el partido Podemos por la necesidad de iniciar un nuevo proceso constituyente. El consenso amplio no ha desaparecido, pero asoman en él peligrosas grietas.

Sentadas estas premisas, antes de proceder a cualquier reforma hay que tener claros sus objetivos empezando por responder a la pregunta: ¿cuáles son los problemas que exigen ineludiblemente una reforma de la Constitución? Solo tras llegar a un acuerdo en concretar estos problemas podemos pasar a plantear las diversas soluciones. Ello exige tiempo, estudio, conocimientos técnicos, inteligencia política y prudencia estratégica. De momento, entre las fuerzas políticas, al contrario que en la academia, el avance ha sido escaso.

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Los grandes problemas, según mi criterio, son dos: primero, el deficiente funcionamiento institucional debido a la vulneración de la división de poderes por causa de haber degenerado la democracia de partidos en partitocracia; segundo, la necesidad de revisar la organización territorial autonómica recogiendo la experiencia de casi 40 años. Para solucionar el primero quizás habría que modificar, entre otras cuestiones menores, el sistema electoral; y para el segundo, tratar de cerrar el modelo autonómico, delimitar con más claridad las competencias e integrar mejor las comunidades autónomas en el conjunto del Estado. Para proceder a la reforma es preciso que las fuerzas políticas actúen con lealtad constitucional. Separatistas y populistas, como hemos visto, carecen de ella. Así pues, para llegar a un consenso las dificultades políticas son grandes.

Ahora bien, la reforma es conveniente pero no imprescindible. La actual Constitución aún permite un amplio margen de interpretación y desarrollo que, mediante medidas legislativas y una práctica institucional distinta, disminuyan sensiblemente los perjuicios que origina la partitocracia y mejoren el funcionamiento autonómico. A la espera de una reforma constitucional políticamente muy difícil, quizás habría que olvidarse de ella y ensayar, sin más dilaciones, esa segunda vía, menos vistosa y definitiva, pero con más posibilidades inmediatas.

Francesc de Carreras es profesor de Derecho Constitucional.

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