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Siempre hay un camino a la derecha

¿El eje político lo marcan los conservadores? La victoria de Pablo Casado en el PP entra en sintonía con el escoramiento de los partidos más tradicionalistas

Íñigo Domínguez
Pablo Casado al ser elegido líder del PP en el congreso del 22 de julio.
Pablo Casado al ser elegido líder del PP en el congreso del 22 de julio. Carlos Rosillo

La victoria de Pablo Casado me lleva a pensar en una película escrita por el maestro Rafael Azcona, dirigida por José Luis García Sánchez en 1997. Se titulaba así, Siempre hay un camino a la derecha. Las tuvo mejores y apenas recuerdo nada, pero la idea de esta era muy sagaz: trataba de un concurso de televisión, con ese nombre, en el que se repasaba la vida de los concursantes, dos desgraciados, y se les hacía ver cómo en los lances decisivos de la vida, ante la duda y las adversidades, siempre hay una opción de derechas, un valor seguro que nunca falla. Seguir la tradición, dejarse de locuras, plegarse a la familia, hacer caso a los curas, obedecer al jefe, hacer dinero o conformarse, casarse. En fin, el camino recto y conocido, hollado desde tiempo inmemorial, al que siempre puede volver la oveja descarriada. El de la izquierda supone abrir otro, meterse campo a través. Ser de izquierdas es una movida, redistribuir la riqueza, hacer la revolución, hay que sacar tiempo. La única revolución conservadora, cuando ha tenido ese nombre (Thatcher, Reagan), es precisamente para volver a dejar todo como estaba antes de que la izquierda lo cambiara, poner orden.

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Desde la creación, admitámoslo, el mundo salió de derechas. De ahí la ley natural, lo que está clarísimo para uno de derechas y no necesita explicación. Pero también, aun considerando el azar del Big Bang, salió igual: la evolución de las especies, el dominio del fuerte por el débil. La izquierda es un poco contra natura, vamos a decir. Ser de izquierdas es una lata y en España además hay engorros éticos y estéticos, como los problemas con las chaquetas. Siempre pensando cuál se puede poner uno sin parecer pijo, que tenga pinta de barata.

Como apuntaba Rafael Azcona en su guion, siempre está la opción de dejarse de locuras

En Francia o Italia la gauche y la sinistra estas cosas ni se las plantean, igual que tener muchos hijos, que solo en España es de derechas. En cambio, la derecha para vestir es casual, te puedes vestir como quieras y sigues siendo de derechas. También está muy diagnosticada la mala conciencia del individuo de izquierdas cuando sabe que no lo es suficientemente. Es una traición a los principios e ideales, una crisis íntima. Te compras un chalé en Galapagar y te miran mal. En la derecha, si no eres facha, como mucho te tachan de blando, de no tener pelotas, como a Rajoy, que visto ahora es casi la izquierda de su partido. Se puede interpretar benévolamente como una debilidad, una cana al aire o que uno es un buenazo.

En fin, desde hace tiempo Europa se ha ido deslizando bastante lejos hacia la derecha como quien no quiere la cosa. Vivimos un hábitat y una mentalidad de sociedades ricas, con el consumo, el mercado y el máximo beneficio como valores supremos. No solo para la derecha la vida es así, y lo normal es que haya pobres —es más, si lo son, es porque en cierto modo se lo merecen—, es que así se les presenta ya a las nuevas generaciones: esto es lo que hay.

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Desde los noventa, en el mundo se ha ido moviendo el centro del eje ideológico hacia la derecha, hasta hacernos familiares elementos antes inimaginables, e impresentables, que ya alegran la vida de todos nosotros. Lo imposible ya no solo es posible, sino que mueve más allá el próximo reto de lo factible. El concurso ese ya no debería consistir en recordar que siempre hay un camino a la derecha, nadie busca otro, sino en reabrir los de la derecha que parecían cerrados.

En la Guerra Fría la izquierda era una opción o un riesgo serio, y la derecha hizo concesiones

¿Recuerdan los del Tea Party? Parecían un grupo de chalados, pero una década después, al lado de Trump son como la parte intelectual de la extrema derecha. Por ese lado siempre hay un más allá que sigue estirando la cuerda. En cambio, ¿dónde acabaron su antítesis de la época, los de Occupy Wall Street? Es cansadísimo estar todo el día ocupando Wall Street, y cualquier cosa, por otra parte. Su hombre contra Trump venía a ser Bernie Sanders, pero ni le ganó las primarias a Hillary Clinton, que se suponía que era lo más de izquierdas con algo de posibilidades.

La izquierda, sin ser ya extrema, tiende a ser marginal, la utopía que no nos podemos permitir porque tampoco hay que exagerar. El desplazamiento hacia la derecha convierte al centro, o como mucho a una especie de centro-izquierda, en la opción más pragmática, con una ventaja nada desdeñable: hace cada vez más fácil a más gente ser de izquierdas, o creer que lo es, porque ser de derechas sigue siendo para muchos algo que nunca se confesarían a sí mismos. Ya con estar en el centro vale. El centro es la nueva izquierda.

En Francia la respuesta más a la izquierda posible para parar a Le Pen ha sido un exbanquero de inversiones, Emmanuel Macron. En Alemania, Angela Merkel parece progre como dique de contención de sus aliados bávaros, guiados por el ministro de Interior, Construcción y Patria (sic). En Italia, el eje está tan hundido a la derecha con Matteo Salvini, un tarugo racista, que Silvio Berlusconi parece la derecha civilizada, y la izquierda ya ni se divisa en el horizonte.

Se ha ido moviendo el rasero hasta hacer familiares ideas antes inimaginables

Norberto Bobbio ya explicó que izquierda y derecha son términos relativos: “Izquierda y derecha son dos conceptos espaciales, no ontológicos (…) El hecho de que representen una oposición quiere decir simplemente que no se puede ser las dos cosas a la vez, pero no dice nada del contenido de las dos partes contrapuestas. La oposición permanece, pero los contenidos de ambas partes pueden cambiar”. Es decir, se van moviendo con el tiempo. Lenin quizá fusilaría a Noam Chomsky o a Varoufakis como burgueses reac­cionarios, pero, ejem, a lo mejor Hitler daría un abrazo a algunos líderes actuales. Izquierda y derecha, como dos equipos que tiran de una cuerda, se desplazan por referencia a su contrario, según quien tire más en cada momento. En la Guerra Fría la izquierda era una opción, o un riesgo, serio, y la derecha hizo concesiones. El bienestar y eso.

Ahora es al revés. El malestar y eso. En 2005 los partidos de extrema derecha en Europa solo sumaban 9 millones de votos, hoy son 28 millones. Solo el 5% del total europeo, sí, pero tiran hacia su lado. En Hungría y Polonia gobiernan, superan el 40%. En Suiza es el primer partido. Están ya en los Parlamentos de 18 países y en Alemania una formación ultraderechista ha entrado en el Bundestag por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, con 92 escaños, de 709. Es el tipo de cosa inimaginable hace unos años a la que me refería.

En España hay ganas, se ha visto en el congreso del PP, y veremos qué pasa. Como decía, no hay señal más clara de deriva a la derecha que el hecho de que cada vez baste menos para ser de izquierdas, o parecerlo. Si me apuras, con ponerte una camiseta vale, y ya te quedas tan tranquilo. Te apuntas a defender el medio ambiente, la bici, la mujer, el colectivo LGTBI o eres vegano y ya está. Pero más allá, con cosas raras, como subir los impuestos a los que más tienen, regular el casino financiero, aumentar el gasto en sanidad o educación, y no digamos la renta básica o recuperar compañías públicas privatizadas, hay que tener cuidado porque te haces radical en un pispás. En cambio, del otro lado, se niega cada vez con más desparpajo que algunas barbaridades — dejar ahogarse personas en el mar, por ejemplo— sean de extrema derecha, porque empiezan a ser normales, no están mal vistas. De tanto llamar fascista a todo el mundo ya nadie acepta que lo sea. Y es verdad que muchos lo son y no lo saben, los pobres, de Reino Unido a Cataluña, y eso que están obsesionados con la identidad.

Para ser de izquierda basta ya pelear por cosas normales, que al menos dejen respirar. Ya parece un sueño un sueldo fijo que no sea de miseria, dejar de compartir piso y endeudarse en una hipoteca, un coche a plazos, un mes de vacaciones. Firmarías donde sea. También sin hacer nada, solo deshaciendo lo que ha hecho la derecha, ya eres de izquierdas: derogar la ley mordaza o cambiar el presidente de RTVE, aunque es verdad que eso empezaba a parecerse a la toma de la Bastilla.

Volviendo a Bobbio, escribió su conocido ensayo sobre la diferencia entre derecha e izquierda en 1994, en un momento en que se decía que ya no existían y tal. Como brújula en un mundo y también en un país, el suyo, desorientado. En Italia se vivió a partir de 1992 un fenómeno que, salvando distancias, puede interesar a España: descubrió que emergía por primera vez una auténtica derecha, tras décadas en que la oposición a la izquierda era el centro, porque la derecha era un límite, por el tabú y el temor que dejó el fascismo. El cambio de fase fue posible por la caída del muro, la corrupción y un nuevo líder desacomplejado, Silvio Berlusconi, aliado con posfascistas y xenófobos. Pues bien, Bobbio concluyó que, en caso de dudas, lo que distingue a izquierda y derecha, en esencia, es su postura ante la desigualdad, si su prioridad es garantizarla o hacer más iguales a los desiguales. Es la prueba del algodón. ¿Han oído últimamente algo sobre esto por ahí?

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Íñigo Domínguez
Es periodista en EL PAÍS desde 2015. Antes fue corresponsal en Roma para El Correo y Vocento durante casi 15 años. Es autor de Crónicas de la Mafia; su segunda parte, Paletos Salvajes; y otros dos libros de viajes y reportajes.

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