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Dejar que la humedad se coma todas estas piedras

El escritor visita la basílica. Le embarga un sentimiento de pena y subdesarrollo moral. Todo es dolor aquí, escribe. Pisa la tumba de Franco, el causante de miles de muertos

La tumba de Francisco Franco en la parte central del crucero y frente al altar de la Basílica del Valle de los Caídos. / Vídeo: Cómo sacar a Franco del Valle de los Caídos.Vídeo: SAMUEL SÁNCHEZ
Manuel Vilas
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Nunca había estado tan cerca de Francisco Franco, eso pensé cuando entré en el Valle de los Caídos. Antes vi la explanada que está delante de la Basílica y contemplé la cruz de 150 metros de altura. No es normal, para un español, venir aquí. Mi padre nunca estuvo aquí y me alegro de que nunca tuviera que venir. Veo la gente que me rodea por la explanada y son todos turistas. A mi lado, hay dos chicas latinoamericanas. Vienen desde la ciudad mexicana de Guadalajara. Les encanta esta cruz, me dicen, para mi asombro, porque a mí me parece patética. Les gusta lo que ven porque son turistas. Si eres un turista, todo te gusta.

Entro en la basílica y la primera sensación que tengo es de alivio del calor. Caen más de 30 grados sobre la explanada. Dentro se está fresco. Hay ángeles metidos en hornacinas, con aspecto terrible y con espadas. Más que miedo, no sé por qué, me dan pena. En general, me embarga un sentimiento de pena, y de subdesarrollo moral. Paseo por la basílica con pena, una pena patética. Voy a las tumbas de los dos difuntos ilustres de este sitio. No se pueden hacer fotos. Todo está bastante oscuro. La tumba de Francisco Franco es aquí el centro gravitatorio de todo este montón de piedra. La mezcla de cristianismo y fascismo es un delirio bochornoso. Me topo con la tumba de José Antonio Primo de Rivera. Las dos tumbas tienen flores recientes. ¿Pero esto es un monumento fascista? Puede que lo fuera hace 60 años. Ahora parece todo demasiado kitsch. Tras el paso del tiempo, la basílica gana un toque psicodélico, absurdo. Podría sonar la guitarra de Jimi Hendrix dentro de la basílica y no desentonaría. El paso del tiempo nos aparta siempre de la tragedia y nos encierra en la comedia.

De repente, aparecen un grupo de orientales. Están tristones porque no pueden hacer fotos. Tampoco saben muy bien qué mirar. Es muy socorrido, en esos casos, contemplar la cúpula. Siempre está Jesucristo en esos sitios. Todo es tétrico aquí. Todo está tomado por el mal gusto. Hasta los orientales se dan cuenta de que aunque les dejaran hacer fotos no sabrían muy bien qué fotografiar. Todo este conjunto monumental está edificado en la sierra, rodeado de árboles maravillosos. Y yo dentro de la cripta estoy rodeado de 33.847 cadáveres de combatientes que fueron depositados aquí. Los huesos siempre se resisten a desaparecer.

¿Dónde están los restos humanos? Me gustaría ver los 33.847 cadáveres uno por uno. Saber quiénes fueron. Devolverles un poco de dignidad, de reparación, de justicia. Parece que es imposible saber quiénes fueron. Imposible volver a oír sus voces. Todo es dolor aquí. Dicen que la humedad y la piedra, junto con los restos orgánicos, han formado un solo cuerpo. Es verdad: toda la cripta está llena de humedad. Frente a una capilla han colocado una palangana para recoger el agua de una tenaz gotera. La humedad representa a la naturaleza pidiendo que le devuelvan la entraña de la piedra. Igual ese sería un buen destino para este mausoleo: dejar que la humedad se comiera todas estas piedras.

Vuelvo a la tumba de Franco y la piso. A ver si me dicen algo, si alguien me llama la atención. Que alguien me diga: “oiga, no pise usted al Caudillo”. Nada. No me dicen nada. Voy a la de José Antonio y la piso. Tampoco me dicen nada. Me tienta robarles las flores. Pero para qué quiero yo esas flores. Son las flores más tristes del mundo. Flores encima de la tumba de Franco, encima de un asesino que aquí descansa tranquilo, como si fuese un santo, como si simbolizara la ejemplaridad a través de la solemne piedra.

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Me acerco a un funcionario de Patrimonio Nacional y le pregunto por las flores. Me contesta con incomodidad. Me dice que esas flores las pone la Fundación Francisco Franco y no Patrimonio Nacional. Parece dolido. Me explica que está cansado de que la gente afirme que las flores de Franco las pagan todos los españoles. Yo le digo que tampoco serán muy caras. Me refuta. Dice que son flores de calidad. Entramos en un debate sobre qué es una flor de calidad. El funcionario me dice que depende del florista. Que hay floristas que ofertan flores de mayor calidad que otros. En eso estamos, cuando un curioso se nos acerca. Y pregunta al funcionario, interrumpiendo nuestra charla, que si es verdad que se van a llevar los restos del dictador. El funcionario dice que a él eso no le incumbe, que eso es política. El curioso se explica: “yo lo digo porque aquí el artista es el Caudillo, o lo que queda de él, porque el día que se lo lleven, aquí no vendrá ni Dios”. Y yo le confirmo: “pues aproveche usted porque el Gobierno acaba de confirmar que en cuestión de días serán exhumados los restos de Franco, el artista”.

Vuelvo a mirar las flores de calidad que hay esparcidas sobre la tumba del artista. Está bien eso de llamar el artista a Franco, tiene su punto catastrófico, su punto de desesperación posmoderna. ¿Porque qué hacer con este grotesco patrimonio sino cambiarlo, metamorfosearlo hasta que brote agua de la piedra? Tal vez lo único que esté vivo aquí sea la humedad. Vuelvo a la tumba de Franco y la piso con convicción. Debajo de mis pies está el horror, el crimen, la miseria, la humillación. Piso y piso con más fuerza. Debajo de mis pies está la nada. Debajo de mis pies está también el causante del dolor de miles y miles de muertos que yacen aquí por su retorcida voluntad. Sigo pisando la tumba. Me gustaría llegar con mis pies hasta su cráneo y hacerlo estallar en cuarenta y seis millones de gotas de agua.

En la tienda de souvenirs me encuentro con dos chicas australianas. Les pregunto en inglés su opinión del Valle de los Caídos. Me dicen que están fascinadas, que es maravilloso. Les pregunto si conocen el significado político de este lugar. Me dicen que todos los países tienen sus vergüenzas. Una manada de canguros falangistas cruza de repente por mi imaginación. Y sonríen las chicas australianas porque están de vacaciones y les gusta todo esto. Y se compran un abanico y una baraja de cartas y un imán para la nevera. Miro los souvenirs. Otra vez me invade la pena, la catástrofe.

Salgo a la explanada, todo es pétreo aquí. Este sitio necesita una piscina gigantesca: agua, mucha agua, para compensar tanta piedra y tanta mentira. Este sitio reclamaba desde hace tiempo la retirada de los restos del dictador, y donde estuvieron esos restos, habría que construir ahora una fuente, una hermosa fuente con agua limpia, allí donde estuvo la sucia muerte.

Manuel Vilas es escritor.

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