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El duque que se dedicaba a lo que se dedicaba

Urdangarin mostró en el juicio falsa ingenuidad y trató de ampararse en una impunidad real

Íñigo Domínguez
Una viñeta de Iñaki Urdangarin.
Una viñeta de Iñaki Urdangarin.Sciammarella

“Yo me dedicaba a lo que me dedicaba”, respondió Iñaki Urdangarin en el juicio, aturdido, demacrado, con voz quebrada y un mechón blanco en el pelo, como la marca de una desgracia. Era un hombre caído desde lo más alto y aún no se lo explicaba. El fiscal le había preguntado cuál era su trabajo en el instituto Nóos, y de sus respuestas emergía la vaga sensación de que no estaba muy claro, o no era nada en absoluto, más que aparecer en congresos y reuniones y que bastara su sola presencia. Ser quien era. A cambio entraba dinero.

Este burdo uso del título aristocrático, del pedigrí real, era la piedra angular sobre la que descansaba el instituto Nóos. Urdangarin cobraba 15.000 euros al mes de Motorpress Ibérica SL por “analizar tendencias en el mundo del motor”. Hacía informes para un ente llamado Confederación Andina de Fomento. El caso puso la guinda real, en lo más alto, a una época obscena en España con el deporte como negocio, los congresos como tinglado, la élite como saqueo.

Esa desenvoltura de Urdangarin, ese moverse por la vida con la vida resuelta, que le llovieran miles de euros como si fueran con el cargo, fue lo más destructivo entonces para la imagen de la Familia Real. Más aún porque el escándalo estalló en noviembre de 2011, en lo más profundo de la crisis. Pero fue aún peor el juicio, en 2016, porque Urdangarin y la infanta Cristina, tras cortar la comunicación con la Casa del Rey y sentirse abandonados, siguieron una estrategia exculpatoria que arrastraba a la institución. Su defensa era, más o menos: en Zarzuela lo sabían todo. Por tanto, concluían, no había nada malo o ni se les ocurrió, que no se sabe qué es peor. Sensación de impunidad, se llama. Urdangarin la convirtió en el juicio en desvalimiento e ingenuidad, como si nunca hubiera previsto en el guion rendir cuentas a nadie. La sentencia de ayer, tras un reguero de destrozos en los mecanismos del sistema, corrige esa percepción.

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Lo asombroso de los exduques de Palma es cómo llevaron hasta el final, hasta la catástrofe, su idea de que aquello era normal. “Estoy plenamente convencida de su inocencia”, declaró la Infanta en el juicio sobre su marido. Una de las preguntas que deja el proceso es en qué momento les desengañaron y por qué se han sentido engañados, pues arrojaban la sospecha de que siempre se había funcionado así.

El primer toque de atención de la entonces Casa Real habría sido ya en 2005, tras uno de los primeros eventos de Nóos, el Illes Balears Forum. Un asesor de Zarzuela, José Manuel Romero, conde de Fontao, se reunió con Urdangarin y le aconsejó acabar con eso. En 2012, ultimátum radical: o se separaban o ella, sexta en la línea dinástica, renunciaba a sus derechos de sucesión. Según fuentes de Zarzuela, Cristina montó en cólera: “¡Yo nací Infanta y moriré Infanta!”. A partir de entonces se quedaron solos, y es la triste imagen que dieron en el juicio, como dos apestados de la nobleza arrojados entre la plebe.

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Expuesta durante horas

En un austero edificio de un polígono industrial de Palma, era insólita aquella silla azul reservada con un papelito que parecía una equivocación: “Cristina de Borbón y Grecia”. Los periodistas tenían delante a la Infanta, a dos metros, obligada, expuesta durante horas a su mirada. Felipe VI estaba en el juicio, pero en fotografía. En un cuadro delante de su hermana y su cuñado, sobre el tribunal, vestido con una toga y el gran collar de la Justicia. Menos mal que para entonces se había producido un corte con el pasado, a diferencia de lo ocurrido a otros, y era él quien presidía la sala, y no Juan Carlos I. El rey emérito, su época, cómo fue posible aquello, por qué se toleró, flotaba en el juicio. Fue con aquellas escenas, esos interrogatorios, cuando se rompió algo en la relación de los españoles con la Monarquía, algo en España dejó de ser como era.

En su declaración, Diego Torres recordaba que tenía más de 300 correos y documentos de la Casa Real, igual que en su libro contaba que él y Urdangarin compraron el anillo de pedida de Felipe VI a su esposa en una joyería de Barcelona. En el juicio habló en algún momento de “la señora Corinna” como de pasada. Cada vez que Torres o algún testigo bordeaba el núcleo del asunto, lo sobreentendido, aquello en lo que estaba pensando toda España, la tensión en la sala se disparaba, como si se estuviera a punto de hacer historia. Como cuando le preguntaron a Torres si Juan Carlos I estaba al corriente de lo que pasaba en Nóos. El habilidoso profesor cayó presa del pánico: “¡No voy a entrar en esos juegos!”. Fue entonces cuando la presidenta del tribunal aclaró que aquello no era un juego y dijo, sin que nadie se lo preguntara: “¡El tribunal va a blindar su independencia!”. Las tres juezas vivieron la vista como si allí estuviera en juego, bajo examen, la justicia española, y realmente así fue.

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Sobre la firma

Íñigo Domínguez
Es periodista en EL PAÍS desde 2015. Antes fue corresponsal en Roma para El Correo y Vocento durante casi 15 años. Es autor de Crónicas de la Mafia; su segunda parte, Paletos Salvajes; y otros dos libros de viajes y reportajes.

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