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Fiebre amarilla

Los símbolos no debieran ofender, sobre todo cuando expresan únicamente unas ideas, unos sentimientos, incluso una intensa pasión. Y menos si lo hacen como fruto de una pulsión individual

Lluís Bassets
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La estelada o el lazo amarillo no pueden ofender. Incluso habría que agradecer a quienes los llevan la franqueza de su expresión, el regalo que hacen a sus conciudadanos por la libre exposición de sus deseos y sus pensamientos. El vecino que cuelga la estelada lo hace porque es independentista y el otro, que se pone el lazo amarillo en la solapa y dice que no lo es, piensa, y tiene toda la razón, que no se volverá a hacer política como es debido en Cataluña hasta que no haya ni un solo político en la cárcel o huido de casa para evitar la orden de detención judicial

Hasta aquí muy bien. Hay un uso individual de los símbolos no solo legítimo, sino incluso necesario, para que la pluralidad social se exprese en toda su libre transparencia. Gente libre en una sociedad libre. Expresión democrática en una sociedad plenamente democrática.

Un problema de orden diferente lo tenemos en el uso, cada vez más frecuente, de la imaginería simbólica para expresar otra cosa más dura y, digámoslo claramente, peligrosa, como es la propiedad en exclusiva del país. Es decir, los símbolos como marcadores del territorio, como hitos que señalan quién es el propietario.

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Cuando las esteladas se instalan en los espacios públicos y los edificios oficiales, cuando los lazos amarillos invaden los espacios urbanos y son exhibidos incluso en balcones y ventanas de las consejerías, se está produciendo un abuso que no tiene nada ver con la libertad de expresión de los independentistas y mucho en cambio con la apropiación del país por una parte y en detrimento del conjunto.

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El espacio público es de todos. Como son de todos los edificios oficiales, los Ayuntamientos y las escuelas, las calles y las plazas. Ahí no hay lugar para las esteladas ni lazos amarillos y, cuando las hay, forman parte de una política abiertamente intimidatoria que convierte lo que es de todos en propiedad exclusiva y excluyente de unos pocos, por muchos que sean.

Por más cánticos que entonen los chicos de la CUP, las calles no son suyas, como no eran de Fraga. Las calles son de todos. El Barça es de todos. Los bomberos son de todos. Los castellers son de todos. Sant Jordi es de todos, mucho más todavía. ¿No se dan cuenta los que dicen lo contrario que reivindican una sociedad con ciudadanos de primera y ciudadanos de segunda?

Una sociedad que marca y hace escraches a quienes no piensan correctamente, que utiliza un color como el amarillo para señalar las casas de los que no son parte del proyecto independentista, está rozando la frontera que limita con el peor peligro para la ciudadanía.

Los símbolos no ofenden, pero la fiebre amarilla constituye la expresión burda del control del territorio y de las comunicaciones que el independentismo no supo poner en marcha una vez declarada unilateralmente la independencia. Ahora se quiere hacer pagar su fallo y su debilidad a todos los ciudadanos con un acoso ideológico que se impone como un castigo de la mitad de Cataluña a la otra mitad.

La fiebre amarilla, además de ofender, no lleva a ninguna parte, o peor, lleva a mantener y profundizar la división y los agravios entre catalanes. Quien quiera coser y rehacer el diálogo entre catalanes, lo primero que tiene que hacer es limitar el lazo amarillo y la estelada al espacio de su solapa o de su balcón y dejar de intimidar con pintadas, banderas y lazos en los espacios públicos a quienes no piensan como ellos.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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