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Unabomber, el encierro eterno del terrorista ermitaño

Los atentados de Texas recuerdan la figura de Theodore Kaczynski, quien cumple ocho cadenas perpetuas en una cárcel de máxima seguridad

FOTO: Theodore Kaczynski es conducido por agentes del FBI a un tribunal federal al día siguiente de su detención. / VÍDEO: Tráiler de 'Making a Murderer'.Vídeo: nick lammers (AP) / NETFLIX
Pablo de Llano Neira

El caso de Mark Conditt, el joven de 23 años que ha aterrorizado a EE UU con cinco bombas que mataron a dos personas e hirieron a otras cinco para finalmente hacerse estallar en su coche ante el cerco policial, ha devuelto a la memoria el recuerdo de otro histórico criminal: Theodore John Kaczynski, Unabomber, el científico-terrorista que mandaba cartas bomba. Detenido en 1996, hace mucho que su nombre se había dejado de escuchar, pero ha vuelto a resonar desde el estreno el año pasado de una serie de Netflix sobre su vida y ahora con los atentados de Conditt. Mientras, Kaczynski, de 75 años, cumple ocho cadenas perpetuas en la prisión de máxima seguridad de Florence (Colorado).

Entre 1978 y 1995, Kaczynski envió 16 cartas bomba, muchas contra universidades, que dejaron tres muertos y 23 heridos. Adolescente superdotado, había emprendido una carrera brillante como matemático, graduándose en Harvard, doctorándose en la Universidad de Michigan y llegando a ser profesor asistente en Berkeley.

A finales de los sesenta, sin embargo, dejó de forma abrupta la academia y en 1971 decidió apartarse de la sociedad para vivir en una cabaña sin agua corriente ni electricidad en un bosque de Lincoln (Montana). Se especula que su ruptura con el mundo moderno pudo tener sus raíces en el supuesto trauma que le causó someterse en Harvard a un experimento psicológico de la CIA para desarrollar técnicas de control mental.

En 1978, inició su actividad terrorista y en los ochenta ya era la obsesión del FBI. En 1995, The Washington Post y The New York Times aceptaron a petición del Gobierno difundir un manifiesto de Unabomber a cambio de que, como prometía, dejase de atentar. El texto era un alegato contra la tecnología que arrancaba así: “La revolución industrial y sus consecuencias han sido un desastre para la raza humana. Han aumentado la esperanza de vida de los que vivimos en países avanzados, pero han desestabilizado la sociedad y han condenado a los seres humanos a la indignidad”.

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Kaczynski, cuya imagen de ermitaño barbudo caminando esposado entre policías dio la vuelta al mundo tras su detención, se prendió sin mesura de la idea utópica del noble salvaje, del hombre puro sobre el que escribió Rousseau en el siglo XVIII y que el anarquismo cultivó en el XIX y a inicios del XX, con influencia hasta nuestros días. Su necesidad de difundir sus proclamas antitecnológicas, tras más de tres décadas encerrado en su mundo y sin apenas contacto humano, se convirtió en su propia trampa. Fue su hermano menor David quien, al leer el manifiesto, titulado La sociedad industrial y su futuro, apreció el rastro de Theodore, el genio anacoreta, en expresiones y giros gramaticales. Tras sopesar el dilema de denunciar a su hermano, optó por avisar a las autoridades.

El operativo se puso en marcha y, tras semanas de vigilancia, un 3 de abril de 1996 la larga y misteriosa historia de Unabomber, la investigación a la que el FBI había destinado más fondos y personal hasta entonces, terminó de la manera más simple. Un agente llamó a la puerta de la cabaña y dijo: “Ted, tenemos que hablar contigo”.

El terrorista de la montaña pasó de su cabaña de nueve metros cuadrados a una celda de ocho. Su vida en la cárcel de Florence, que alberga a los presos más peligrosos, ha transcurrido las dos últimas décadas bajo un régimen de estricta vigilancia. Durante un tiempo, forjó cierta amistad, dentro de los estrechos límites que tenían para hablar, con Ramzy Yousef, cerebro del atentado de 1993 contra las Torres Gemelas, y Timothy McVeigh, autor en 1995 del atentado de Oklahoma (168 muertos), ejecutado en 2001.

"Siempre me mantengo ocupado"

Sus pasatiempos han sido la lectura, la escritura y un nutrido intercambio epistolar con cientos de personas. Las cartas, que va archivando la Universidad de Michigan, dan testimonio de su vida entre rejas. “Considero que estoy en una situación (relativamente) afortunada”, escribía en 2000. “El lugar está bien administrado. Es limpio, la comida es buena y es tranquilo. Puedo dormir, pensar y escribir sin ser distraído”. En 2002, se quejaba de que la habían servido una hamburguesa muy poco hecha que podría transmitirle, decía, enfermedades como la salmonela.

Kaczynski ha mantenido sus intereses intelectuales. Ha estudiado ruso, alemán e italiano, realizado cursos de psicología y escucha música clásica al acostarse. Para una mente solipsista e intensa como la suya, el aislamiento de una prisión de máxima seguridad no parece tan tormentoso como sería para el común de los mortales. “La vida debe de ser aburrida y monótona para la mayoría de los presos en una cárcel como esta, pero no para mí, porque siempre tengo cosas que me mantienen ocupado”, escribía en 2009.

En 2013, altos funcionarios, ejecutivos, intelectuales, científicos y ases de las finanzas se reunieron en Harvard para celebrar el 50º aniversario de su promoción. Uno no pudo asistir, pero envió una carta indicando su ocupación (“preso”), la dirección de su cárcel y su número de interno (04475-046). Era Ted Kaczynski.

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