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Elsa Artadi, hada madrina del procés

Apuntaló la campaña de Puigdemont el pasado diciembre y ahora podría reemplazarle

Costhanzo

Si Puigdemont es el rey, Elsa Artadi sería la torre. Por su posición de fortaleza en el dique soberanista. Y porque el colapso de la investidura podría resolverse con la maniobra ajedrecística de un enroque. Artadi asumiría el cargo de presidenta de la Generalitat, aunque el movimiento sobre el damero contemplaría un ejercicio de lealtad y de subordinación al monarca desterrado.

Puigdemont ungiría a su heredera. Y le reclamaría, a cambio, un ejercicio de memoria, como hizo Medvédev con Putin, aunque los antecedentes edípicos al respecto —Mas que ejecuta a Pujol, Puigdemont que apuñala a Mas— contradicen la expectativa de una sucesión tan armoniosa.

Sería la de Artadi una manera accidental de convertirse en la primera mujer que accede al Gobierno catalán. Soraya Sáenz de Santamaría lo desempeña desde la alquimia política del 155, pero Artadi lo conseguiría con la legitimación de los diputados. Nunca hubo un presidente o presidenta tan joven —41 años—, como tampoco se habían producido jamás tantos vaivenes en la carrera hacia la presidencia. El puesto de tronista se antoja más efímero del que se disputan los concursantes de Mujeres y hombres, y viceversa, un contexto darwinista en el que Oriol Junqueras proponía esta semana la idoneidad de Marta Rovira, consciente de reivindicar un modelo antagonista al que representa Artadi, una contrafigura de manual.

No porque una sea morena y otra sea rubia, o porque discrepen en la indumentaria y en el concepto del gafapastismo, sino porque la aspirante de ERC, militante desde el uso de razón, representa el nacionalismo del terruño, del tractor, del campo, de la espadaña, de la épica agrícola, mientras que Artadi, una advenediza de la política, una tecnócrata, arribista, representa el independentismo urbano y cosmopolita. Artadi nació en Barcelona, estudió Económicas en la Universidad Pompeu Fabra, y se doctoró con nota en Harvard.

El éxito en el templo de Massachusetts se pondera más que ningún otro pormenor en las hagiografías que predisponen la hora de su eventual victoria. Artadi aporta al oscurantismo supremacista honores académicos tan elocuentes como su experiencia de profesora en la Universidad Bocconi de Milán. Está suscrita a The New Yorker. Practica yoga. Le gusta la música de Manel y se desenvuelve con soltura en inglés, italiano, catalán y español.

Semejante perfil "aperturista" parece contradecir el ensimismamiento independentista del que se ha convertido en torre y almena, pero Artadi, cómplice necesaria de la trama del 1-O, tal como denunciaba la Guardia Civil el jueves, forma parte de los políticos catalanes —Santi Vila, por ejemplo— que aspiran más a la conquista de una patria nueva, que a la reivindicación de una patria antigua y al entusiasmo de los símbolos fundacionales. Es una de las razones por las que los rivales-aliados de Esquerra la observan como una diletante del soberanismo, aunque las reservas a su candidatura también las comparten los aliados-rivales del PDeCAT. Artadi se avino a integrarse en la refundación de Convergència en 2016. Y lo hizo apadrinada por la autoridad patriarcal de Artur Mas, pero se desvinculó del neopartido en cuanto asumió la responsabilidad de organizar la campaña de Puigdemont en los comicios del 21-D.

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La victoria del expatriado en la lista de Junts per Catalunya ha proporcionado a Artadi una reputación visionaria. Y curiosamente ha supuesto su mejor trampolín para postularse al cargo de su mentor, haciendo valer la capacidad de negociación que le atribuyen hasta sus detractores.

El propio Gobierno central la percibe con interés político y antropológico. No ya porque Artadi sería una presidenta homologable, desprovista de conflictos judiciales, incluso idónea para ahuyentar la anomalía que implican las cadenas fantasma de Puigdemont, sino porque transigió con la aplicación del 155 desde su puesto de directora de la Coordinación Interdepartamental de la Generalitat, un centro neurálgico de la Administración catalana —presupuestos, competencias, criterios de cooperación— obligado a una relación armoniosa con la ocupación de Madrid. Podía conservar el sueldo (82.000 euros anuales) tanto como se exponía al escarmiento y hasta al oprobio de "colaboracionista", aunque su "investidura" como diputada en la sesión del pasado 19 de enero puso fin al conflicto de intereses y de responsabilidades.

Ha sido fértil la carrera política de Artadi. La fichó en 2011 el conseller Andreu Mas-Colell como asesora de la Consejería de Economía, una iniciación en las entrañas del régimen convergente que impulsó su nombramiento como directora general de Tributos y Juego. Parece un sarcasmo burocrático —tributos y juego—, pero el despacho en cuestión permitió a Elsa Artadi desafiar a los madrileñísimos niños de San Ildefonso, precisamente porque opuso al rito hispano-hispánico de la Lotería de Navidad la invención alternativa de la Grossa de Cap d'Any en 2013.

Apreció el soberanismo la iniciativa ludópata como una proeza de la construcción identitaria. Y permitió a la promotora avanzar en su cursus honorum, hasta convertirse en secretaria de Hacienda y llamar la atención de Carles Puigdemont en su círculo de confianza. La lealtad al president ha sido tan evidente como el éxito de la misión en el exilio. La campaña de victimismo parecía haberla diseñado un libretista de opereta ebrio —exclusión de los periodistas "españoles", entrevistas bucólicas en los bosques, afinidades con los líderes xenófobos, escarnio de la prensa internacional—, pero los resultados del prófugo demuestran, en cambio, que Artadi ha convertido a Puigdemont en Pigmalión. Y que le ha dado una vida mediática y una salud política a la que ahora corresponde, acaso, aplicar la emergencia de una eutanasia.

El expresident persevera en su propia candidatura con más obstinación que convencimiento. Puede recurrir al chantaje de unas elecciones anticipadas. O puede avenirse a abdicar en Elsa Artadi: el rey cambia su posición con la torre. Y espera que la maniobra sobre el tablero no degenere en un parricidio.

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