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Seis meses después de los atentados de Cataluña
Columna
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Rambla arriba

"Hoy hace seis meses que a uno de mis recorridos cotidianos se le añadió una capa emocional que no puedo, ni quiero, olvidar"

Viandantes paseando por el mosaico de Joan Miró en La Rambla (Barcelona).
Viandantes paseando por el mosaico de Joan Miró en La Rambla (Barcelona).

Nuestros recuerdos colorean las calles de pueblos y ciudades. Podríamos trazar mapas emocionales personalizados de esquinas, placitas, parques, paseos, fuentes, comercios o restaurantes, y analizar nuestros pasos, según queramos eludir o rememorar. Hoy hace seis meses que a uno de mis recorridos cotidianos se le añadió una capa emocional que no puedo, ni quiero, olvidar. Recorro las ramblas a menudo: de mañana en sentido ascendente; descendente, al finalizar la jornada. Me deleito en el frescor de sus árboles y sus flores, y, aunque ya casi no me encuentro con caras conocidas, me fascina su variedad humana.

Me uno a la corriente en el Pla de l’Os, final del recorrido de la camioneta, y me pregunto ¿alguien se acuerda? El aire preprimaveral acompaña bien un aparente deseo público de pasar página. Canta una alondra mientras las personas sin hogar levantan sus camas efímeras. Llego al inicio del recorrido de la camioneta sin hallar ni un mero recordatorio provisional. El silencio de un duelo no consumado cubre las aceras. Uno más en un país acostumbrado a que el malestar de los muertos mal enterrados perviva de generación en generación. A mis pies descubro una paloma muerta. De la estación de plaza Catalunya brotan gentes enzarzadas en sus batallas cotidianas para defender estudios, trabajos e impuestos ante los corruptos. En el andén, una pareja de emigrantes latinoamericanos comenta el bien que les hace el café de la mañana. Me pregunto si habrán desayunado algo más. En el vagón, seis mujeres leen. Yo escribo. Entre Cambrils y Barcelona, unos chicos de Ripoll mataron a personas de treinta y cinco países diferentes, pero, a las dos semanas, un acontecimiento de gran trascendencia internacional y local quedó totalmente sepultado bajo la controversia España/Cataluña.

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Estos días se celebran las fiestas de santa Eulalia, la copatrona de la ciudad de Barcelona, con un bellísimo Festival de Luz. Cuerpos y espacios urbanos mudan bajo el poder transformador de intervenciones luminiscentes, activadas por artistas también provenientes de todas partes del mundo. Eulalia, la bien hablada, fue torturada a los trece años por defender con su elocuencia la libertad de fe. De eso hace ya más de diecisiete siglos, pero en España todavía callamos o violentamos los debates. ¿Cuándo aprenderemos a dialogar? Las callejuelas del Gótico están imbuidas de la terrible historia de Laia y sus restos todavía reposan bajo el altar mayor de la catedral, a ella dedicada. Creo que Eulalia estimaría nuestro actual pluralismo identitario, étnico y religioso como un valioso patrimonio y fomentaría los muchos valores que nos unen.

Pronto llegará una risueña primavera más y, tras ella, el tórrido verano. Es hora de pensar bien qué deseamos: ¿agitación y unilateralidad o diálogo y concordia? Para construir un futuro digno, no necesitamos ni redención, ni autoritarismo, sino la voluntad de ejercer una diplomacia cultural interna genuina, no condicionada a las tácticas de los partidos. Se buscan gobernantes con la grandeza, sentido de la proporción, estima por el bien común, responsabilidad y empatía que el momento requiere. Nos jugamos mucho. Cuando la memoria del dolor persiste, nadie reposa en paz.

Patricia Soley Beltrán es socióloga y escritora, premio Anagrama de Ensayo. Reside en la Rambla de Barcelona.

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