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El arte de intimidar

El insulto de los matones digitales sirve de instrumento de intimidación para acallar las voces discordantes

Lluís Bassets
Un ciudadano con una bandera estelada colgada del cuello cruza la plaza Sant Jaume junto a otras personas que portan banderas españolas, en Barcelona.
Un ciudadano con una bandera estelada colgada del cuello cruza la plaza Sant Jaume junto a otras personas que portan banderas españolas, en Barcelona.ALBERT GARCÍA

El artista solo puede serlo cuando la materia es noble. El asesino y el violador, el estafador profesional y el cajero de un partido corrupto o de una lavadora de dinero negro como el Palau de la Música necesitan conocimiento, habilidades e incluso una inteligencia especializada para realizar con éxito su actividad criminal. Solo en sentido irónico diremos que Osama bin Laden, Harvey Weinstein, Jordi Pujol Ferrusola, Luis Bárcenas o Fèlix Millet son unos artistas.

No es posible parafrasear a Thomas de Quincey para concebir el insulto como una de las bellas artes. Solo los mentecatos obnubilados por el sonajero de las palabras pueden llegar a pensar que la habilidad en el manejo del léxico tenga algo que ver con la literatura y con las virtudes artísticas. Con una dosis suficiente de resentimiento y un buen diccionario basta y sobra para colmar cualquier expectativa en este supuesto arte del insulto.

Insultar también es violencia. La única sonrisa de los revolucionarios que insultan es la propia de las hienas

El insulto, a diferencia de la blasfemia, cuya diana son mitos o entidades metafísicas, se dirige a personas concretas, a seres humanos a los que se quiere herir personalmente y denigrar en público, y atentar por tanto a sus derechos individuales. Antaño abría un litigio que se resolvía a espada o pistola en mano, de forma que algo hemos avanzado con la existencia de unos tribunales que permitan dirimir pacíficamente estos asuntos en los que alguien, por la razón que sea, se empeña en escupir sus vocablos ofensivos sobre otro.

Pretender que la respuesta adecuada al insulto sea la conformación resignada del silencio o la devolución con la misma moneda de más insultos es una pretensión abusiva para la dignidad de la gente y para las buenas formas de la vida pública. De no ser por la actuación de la justicia nos acercaríamos peligrosamente a un tipo de sociedad en el que una secta de matones impondría su ley particular sobre el resto de los ciudadanos. ¿Qué es si no una repugnante superioridad inmoral la que se asignan quienes pretenden instalarse en el pedestal de una impunidad permisiva con la denigración y la humillación de los otros?

Esto es particularmente soez cuando se mezclan en el cóctel ideas o proyectos de pretensiones políticas y particularmente peligroso cuando se usan los actuales medios de comunicación y especialmente las redes sociales. Gentuza capaz de amedrentar y abusar de su disposición natural a la agresión reciben entonces el patrocinio y la subvención de los poderosos interesados en limitar la capacidad de la sociedad para criticar sus ideas y actitudes o controlar sus desmanes.

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Insultar no es una actividad que se pueda acoger a las libertades de expresión o artísticas. Quien pretendiera erigirse en artista del insulto, en buena sintonía con una tradición literaria como la de Thomas de Quincey ('Del asesinato considerado como una de las bellas artes') o Jonathan Swift ('Una modesta proposición', que propone asar y comerse a los niños irlandeses para resolver el problema del hambre en las isla) debiera empezar consigo mismo.

La ironía unidireccional, ciega ante las propias limitaciones y lúcida con los defectos reales o pretendidos de los otros, es una muestra de imbecilidad moral extrema, especialmente peligrosa cuando tiene la oportunidad de traducirse en hechos. Sucede en la realidad lo contrario de lo que nos dice De Quincey en su obra magistral: "Cuando alguien se deja tentar por el asesinato, luego piensa que un robo no tiene importancia, y del robo pasa a la bebida y a no respetar el descanso semanal, y de eso a la negligencia en las normas de educación y al abandono de todos los deberes".

En momentos como los actuales de particular excitación política y de división de las sociedades, estos artistas de la intimidación son especialmente apreciados y reclutados como fuerza de choque digital. Por eso el insulto que practican los matones intimidadores tiene que ver muy directamente con la libertad de expresión, puesto que es un instrumento para limitarla y evitar que la ejerzan libremente y sin autocensuras quienes profesionalmente se dedican a informar y criticar los poderes públicos para los que trabaja la jauría insultadora. Conducirles ante la justicia, en reclamación legítima de derechos inviolables de la persona humana, el del honor y el de la propia imagen, no es tan solo la única respuesta civilizada que tiene a mano el insultado, sino que es un servicio a la causa de una libertad de expresión que el insultador ataca y mancilla con la pretensión de que solo a él le pertenece.

Insultar también es violencia. La única sonrisa de los revolucionarios que insultan es la propia de las hienas. En una sociedad libre, es decir, con todas las libertades plenamente vigentes, incluida la libertad de expresión, los matones no debieran encontrar ni la acogida ni el aplauso de los medios de comunicación públicos o de los privados concertados ni debieran encontrar eco alguno entre los políticos y los periodistas decentes, como está sucediendo de forma alarmante entre nosotros.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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