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El medio es el poder

Con el Scha, como con Puigdemont, todo hubiera sido diferente si no hubiera logrado la expulsión del clérigo de Irak a Francia

Antonio Elorza
El expresidente Carles Puigdemont.
El expresidente Carles Puigdemont.THIERRY ROGE (AFP)

La afortunada campaña de Puigdemont desde el país de las moules, los bombones y la kriek, tiene un antecedente histórico y con similares efectos positivos. Fue el ayatolá Jomeini en 1978, quien desde su exilio en los alrededores de París rompió su incomunicación con la sociedad iraní, bombardeando al Sha con miles de cassetes. En este juego de artillería, los medios del Sha fueron literalmente barridos. Entonces como ahora, todo hubiera sido diferente si el Sha no hubiera logrado la expulsión del clérigo de Irak a Francia. Irak estaba más cerca, pero allí Jomeini carecía de la libertad absoluta de expresión que le proporcionó Giscard d'Estaing.

Ni Jomeini hubiera derrocado al Sha en cuestión de meses, ni un Puigdemont en obligado silencio estaría ahora al frente de la política separatista desde Bélgica. Es un juego olvidado del papel ejercido en la historia por el control de los medios. Bélgica tiene una extraña ejecutoria de comportamientos anómalos. Ellos en el último siglo como siempre presididos por una prestancia formal en la política y en la justicia. Por la mente de la mayoría de los belgas, no pasa el recuerdo de un siglo de genocidios en el Congo-colonia y con Mobutu-neocolonia, traducidos en grandes monumentos de piedra hecha de sangre. El Museo de Historia Colonial esconde en su reforma lo esencial, e, incluso, la imborrable estatua de la coartada ideológica del crimen-el soldado belga que protege a la madre negra del feroz musulmán- tiene prohibida la fotografía. Las cortinas de humo no desaparecen sobre el 40-45 en que brillaron hombres como René Magritte. Solo faltaba el caos derivado de la existencia de un partido flamenco filonazi para explicar el tolerantismo con Puigdemont. Los belgas francófonos no quieren ni mirar el engendro, que tienen introducido en el propio gobierno. En la gran librería del pasaje, en Bruselas, no hay ni un solo estudio riguroso en francés sobre el tema.

Y desde el caos al campo libre para las estrategias jurídicas torticeras. Pero no se deja en claro que la definición española de rebelión enlaza con la condena de treinta años que en el código belga adscribe a quienes atenten para destruir la forma de gobierno. Y hay más. El auto judicial de 5 de noviembre, dejando libre el catalán se quedó en los requisitos formales y si hubo otros- por algo Puigdemont dejó de dar ruedas de prensa-, dejaron abierta la puerta a la insostenible actuación sediciosa, pública y cotidiana, de Puigdemont en su guerra protegida contra la democracia española. Cabe preguntarse si en algún otro estado de la UE hubiera podido ponerse en marcha un exitoso programa semejante de descalificación y agresión contra otro socio europeo.

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