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Desafío independentista en Cataluña
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Help the ‘jordis’

La parodia de su martirio político atrae la solidaridad de Iglesias, pero no contradice el peligro de su eficacia movilizadora

Jordi Cuixart y Jordi Sànchez llegan a la Audiencia Nacional el pasado lunes.
Jordi Cuixart y Jordi Sànchez llegan a la Audiencia Nacional el pasado lunes. JAVIER BARBANCHO (REUTERS)

Los Jordis han proporcionado al movimiento indepe un mito fundacional, mártires de la represión española que se llaman igual, se parecen mucho físicamente, custodian el dogma soberanista, comparten penitenciaría y aspiran a convertirse en los Dioscuros de la cosmogonía catalana, aunque su tosquedad recuerde más a Hernández y Fernández que a Cástor y Pólux.

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Ya era una señal inequívoca el linaje sagrado del patrón de Cataluña. Jordi & Jordi, clonados en la kriptonita victimista, luchan contra el feroz dragón de España y aspiran a sojuzgarlo, no ya con la capacidad movilizadora de sus movimientos sincronizados —ANC y Òmnium—, sino con la propaganda de su tormento carcelario en las dependencias VIP de Soto del Real. Otegi se comparaba con Mandela. Los Jordis pueden hacerlo con Marcos y Marceliano, gemelos de la Iglesia primitiva que prefirieron la lanza en sus carnes antes que la sumisión al paganismo.

Engendran ambos su propia caricatura con la aquiescencia y connivencia de la credulidad ciudadana. El movimiento indepe domina las artes de la comunicación y de la propaganda frente a la indolencia y mojigatería del Gobierno español, pero tiende igualmente a la autoparodia. De otro modo, no se habrían convertido los Jordis en la bufonada de presos políticos ni se habría denunciado su cautiverio con lazos amarillos y velas encendidas en el paseo de Gracia.

Pablo Iglesias iluminó la suya cursi, solidaria y simbólicamente. Y lo hizo adhiriéndose a la teoría de la persecución desde una posición tan confortable como la propia inmunidad de su púlpito. Si hubiera presos políticos en España, Pablo Iglesias no estaría en la calle. Ni se jactaría de su nostalgia franquista. Ni perseveraría en el socorro de cada contrariedad legal o política que sacude al soberanismo. Iglesias, como Ada Colau, está esforzándose en la abnegada tarea de banalizar el fascismo, homologar las fechorías separatistas —el referéndum, el discurso de independencia— y deslegitimar, al mismo tiempo, las actuaciones ortodoxas del Estado.

S desenvuelve Iglesias con el celo de los conversos paleocristianos. Es el cuerpo extraño de la familia estelada, a semejanza de Tom Hagen entre los Corleone, pero tiene acceso a los conciliábulos. Y se ha propuesto difundir la parábola del Estado opresor, una coreografía de poderes, una conspiración de fuerzas marianistas, cuya gran ambición es la resurrección ecuestre del caudillo y cuya última expresión consiste en el encarcelamiento de los Jordis, no sólo degradante respecto a los méritos del heroísmo callejero, sino humillante porque Soto representa la prisión del submundo en la que transitaron Bárcenas, Blesa, Mario Conde y Villar, y en la que ahora también está otro Jordi, Pujol Ferrusola, como enganche de los nuevos homónimos inquilinos.

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Los Jordis no son delincuentes comunes, ni corruptos, ni despiadados capitalistas. Han sido canonizados en vida con plegarias lastimeras, velas y lacitos. Dejaron grabado incluso un ridículo vídeo "póstumo" donde exponían obscenamente las llagas de la persecución, aunque su verdadera fuerza no concierne a las lágrimas ni a la cursilería de las vigilias de candelabros, sino a la capacidad de calentar las calles y promover la subversión desde el teléfono móvil.

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