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¿Qué hacemos con el independentista accidental?

No fue a votar el 1-O pero quiere un referéndum legal y pactado, y ahora no quiere la DUI sino elecciones

Lluís Bassets
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Tengo un amigo independentista que no fue a votar el 1-O. Me lo confesó a los pocos días. No fue por una cuestión moral. Es jurista de profesión y le repugna la idea de que un Gobierno legalmente constituido vulnere la legalidad y la Constitución. Mi amigo quisiera poder votar en un referéndum legal y pactado, pero no es seguro ni siquiera que en tal referéndum votara por la independencia. ¡Ah! Entonces no es independentista, me dirán los que fueron a votar el 1-0 y los que siempre votarán independencia en cualquier referéndum en que se les formule la pregunta sobre la cuestión.

Tienen razón. Mi amigo no es un independentista de verdad. Y él, que lo sabe, asegura que su independentismo es instrumental. Es decir, reivindica la independencia para conseguir mayor y mejor autogobierno para Cataluña. ¡Ah! Entonces es un independentista, me dirán otros amigos que tengo en Madrid, que consideran cualquier cambio en el actual estatus quo una concesión a la deslealtad independentista.

Puede ser. En todo caso, el independentista accidental, que no fue a votar el 1-O, merece alguna consideración, porque me temo que en la parte de la población catalana que se encuentra en esta posición, quizás entre un 20% o un 30%, está la clave de las mayorías actuales y futuras. Ante todo porque acredita algo que no todos los independentistas pueden acreditar. Es demócrata y liberal, partidario del Estado de derecho y del respeto a la Constitución, europeísta de verdad. Si todos los independentistas fueran accidentales, el procés habría tomado otros derroteros y no se habría convertido en la trituradora de partidos, instituciones, relaciones y personas que es ahora.

El independentista accidental considera que lo más importante son las personas. Las personas antes que la independencia. No puede estar de acuerdo, por tanto, en el uso perverso del lenguaje que han utilizado los dirigentes del procés para separar la sociedad catalana entre un nosotros y un vosotros excluyentes y divisivos que conducen directamente al conflicto civil. Tampoco puede estar de acuerdo en convertir a la gente en la única garantía de la celebración de un referéndum sin cobertura legal que no tenía garantía alguna. Menos todavía puede estar de acuerdo con que a la gente que fue a votar pensando que tenía garantías se la trate como si fueran delincuentes porque pretendían introducir una papeleta en una urna.

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El independentista accidental también considera que los valores democráticos son más importantes que la independencia. Ni se le ocurriría, como sí es el caso de otros independentistas que yo me sé, imaginar una independencia autoritaria, sea de derechas o de izquierdas, sea como la que quería Estat Català en los años 30, próxima a los fascismos, sea como la que quiere la CUP en el siglo XXI, próxima a la Venezuela de Maduro.

Lo que mejor resume la posición del independentista accidental es que sitúa a Cataluña por encima de la independencia. Todo es cuestión de jerarquía de ideas, y una cosa y otra son al fin y al cabo meras ideas. Para el independentista accidental, la Cataluña real que hay que hacer independiente son los catalanes y su futuro, mientras que para el independentista digamos fundamentalista la Cataluña real está formada por la mitad de los catalanes que participan de la comunidad imaginaria representada en la historia, es decir, los catalanes muertos y sus descendientes vivos de hoy.

El independentista auténtico, fundamentalista, radical, prefiere una Cataluña inventada, imaginada e imaginaria, pero independiente, antes que la Cataluña real, posible, viva que tenemos actualmente. Para que su sueño se haga realidad, tendrá que poner a Cataluña y a los catalanes, la democracia y las libertades, al servicio exclusivo de la independencia y esto solo se consigue con métodos ciertamente desagradables.

El independentista accidental pone la independencia al servicio de Cataluña, no Cataluña al servicio de la independencia. De ahí que sea muy escasa la diferencia que separa al independentista accidental del autonomista accidental. Esta línea es fácil de cruzar y la hemos cruzado muchas veces en la historia de Cataluña, y especialmente en los últimos 40 años. Eso es lo que quiere hacer ahora el independentista accidental, encontrar el acuerdo con el conjunto de los españoles que permita poner el autogobierno catalán constitucional al servicio de Cataluña, de los catalanes; es decir, convertirse en autonomista accidental y a ser posible en autonomista definitivo, porque al fin Cataluña ha conseguido establecer una relación estable y satisfactoria con el conjunto de España.

No es fácil. No le ayudarán ni el independentismo fundamentalista ni el unionismo fundamentalista. Los fundamentalistas no ayudan nunca, porque son los que ponen su idea nacional, independencia catalana, unidad española, por encima de los valores democráticos y de las personas. Ahora el peligro es claro, la alarma está sonando. Los fundamentalistas cabalgan. Quieren destruir el autogobierno de Cataluña y el Estatut, quieren cargarse la democracia española –unos por democracia, otros por española y los peores de todos por ambas cosas--, quieren derogar la mejor Constitución que hemos tenido los catalanes y los españoles en toda nuestra historia, y están dispuestos a que lo paguen las personas, la gente, el pueblo, dicen.

Si nadie pone remedio, la semana próxima pueden triunfar. Unos quieren una dictadura desatada que al fin justifique su cabalgada ciega y otros quieren una dictadura ciega que permita terminar con la desleal cabalgada. Debiéramos impedírselo y no hay mejor manera de hacerlo que dejar de lado la DUI y celebrar unas elecciones anticipadas para votar masivamente, no entre un sí y un no, sino entre todas las opciones políticas que se presenten. Señor Puigdemont, disuelva, por favor, y váyase.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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