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(Con)viviendo con nacionalistas

El salto al abismo en Cataluña marca un fin de etapa en España y en Europa

Carlos Yárnoz
Bandera española y estelada independentista en un edificio de Barcelona.
Bandera española y estelada independentista en un edificio de Barcelona.Carles Ribas

El sistemático trato de favor a los nacionalismos regionales en España durante 40 años no ha evitado que esos patriotismos alumbraran el terrorismo y el independentismo, los dos mayores problemas para la estabilidad del país en ese periodo. Lo ocurrido ahora en Cataluña marca el anunciado fin abrupto de esa etapa. A nivel nacional, porque el objetivo clave de la prevista nueva Constitución será que el nacionalismo deje de ser una amenaza para la convivencia. Y a nivel internacional, porque una asustada Europa exige a España una solución estable para un problema que puede encender un dramático contagio.

La injustamente vilipendiada transición española tuvo algún pecado de origen que no se suele mencionar porque es una prueba inicial de esa mano blanda con los nacionalismos. Consistió en distinguir en la Constitución del 78 entre regiones y/o nacionalidades de segunda y de primera, como las dos que tenían derecho a la autonomía fiscal, además de Cataluña, que la desechó.

El germen del agravio se amplió después en dirección opuesta con el café para todos autonómico, inadmisible para quienes exigen a diario el reconocimiento oficial del “hecho diferencial”. Es decir, la plasmación de que todos los ciudadanos son iguales ante la ley, pero algunos más iguales que otros, entre los que destacan los inquisidores de ancestrales cuentas pendientes.

La historia de agravios no ha dejado de crecer. Gracias al peso electoral clave que han tenido en varias legislaturas, los presidentes Aznar y Rajoy han regalado a vascos y catalanes miles de millones de euros a cambio de su apoyo en el Parlamento. Solo por el del PNV a los Presupuestos de este año, Euskadi se ahorró 1.400 millones del cupo y recibió 4.000 millones para infraestructuras.

“El nacionalismo es la guerra”, proclamó el entonces presidente Hollande

Esta clase de generosos regalos no ha frenado a los nacionalistas radicales catalanes. Tampoco a los vascos, pese a que ahora los sentimientos y emociones en los que se basan los nacionalismos -no en leyes o derechos- estén adormecidos en esa comunidad gracias a la inteligencia y pragmatismo de sus actuales líderes.

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La tramposa y diferida declaración de independencia en Cataluña cierra opciones de arreglo -nuevas concesiones- que hasta ahora eran suficientes para aliviar temporalmente el problema. Dar la autonomía fiscal a Cataluña quizás hubiera sido suficiente hace tres años, pero no ahora. La solución ya no pasa por “encajar” a Cataluña en España, sino por encajar sin agravios y en difícil armonía a los nacionalistas y a los no nacionalistas.

Es lo que exige Europa, donde los patriotismos exacerbados provocaron las peores matanzas de la humanidad. Hoy vuelven a primer plano y no es casual que el independentismo catalán haya recibido el tóxico apoyo de rancias extremas derechas como la eurófoba británica.

El exprimer ministro belga Guy Verhofstadt, líder de los liberales europeos entre los que se incluye PDeCAT, avisa de “la locura” a la que puede arrastrar una Cataluña independiente. “Si continuamos así, habrá una Unión Europea de 75 Estados”. Tantos como denominaciones de origen de quesos y vinos, bromea Charlie Hebdo en el número con portada insultante para los catalanes, “más tontos que los corsos”.

Bajo esa posición oficial europea de que la crisis catalana es un problema interno español, se esconde una estrecha vigilancia, una alerta permanente. Hace dos años, lo dejaron claro François Hollande y Angela Merkel en una histórica comparecencia conjunta en la Eurocámara. “El nacionalismo es la guerra”, proclamó el entonces presidente francés y lo reitera ahora su sucesor Macron en referencia a Le Pen. “No podemos volver a los nacionalismos. Necesitamos más Europa, no menos”, agregó la canciller.

Esa Europa se creó para eliminar fronteras, no para crear nuevas. Para unir, no para separar. Unida en la diversidad, como se define, esa Europa fomenta la unión de Estados y ciudadanos, de comunidades con culturas y lenguas diferentes, no de pueblos con irredentas identidades excluyentes e insolidarias. Y menos de pueblos que buscan redefinirse sobre el desprecio y el odio al vecino. Esas técnicas sacan a la luz lo peor de cada comunidad, de cada ciudadano. España lo está comprobando estas semanas.

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Sobre la firma

Carlos Yárnoz
Llegó a EL PAÍS en 1983 y ha sido jefe de Política, subdirector, corresponsal en Bruselas y París y Defensor del lector entre 2019 y 2023. El periodismo y Europa son sus prioridades. Como es periodista, siempre ha defendido a los lectores.

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