Te mentiría si te digo la verdad
La reacción inmediata a su discurso fue que la CUP no aplaudió y Junqueras lo hizo por debajo de la mesa. O no entendieron nada o lo entendieron todo
A las 17.04 Carles Puigdemont estaba metido en unas puertas giratorias. Literalmente, como todo lo que le ocurre a Puigdemont, cuya extraña virtud es que con él no existen las metáforas: si alguna vez está en Babia, hay que ir a buscarlo a Babia. Así que una fila de escoltas entró a la carrera por el lateral y el president se encontró metido dentro de esas puertas. Tenía que tomar una decisión, la más importante de todas: entrar en el Parlament o volver por dónde había venido, silbando a ser posible. Como cualquiera de las dos decisiones comportaba un escándalo, la opción más natural era quedarse dando vueltas hasta que la gente se olvidase del asunto. Al fin y al cabo Cataluña lleva tres semanas viviendo en aquella frase del Lord Henry Wotton de Óscar Wilde: “¡Ah, esta mañana! He vivido mucho desde entonces”.
Para entonces ya estaba todo el mundo sudado, algunos de manera frenética, como si se hubiesen bajado de un bólido: camisas chorreando, cabezas brillantes y empapadas. Nadie sabía si era por la Historia o por el cambio climático. Se concluyó que era por el exceso de público, amontonado en todas partes, rodeando televisores y altavoces. Puigdemont subió las escaleras en un momento parecido al de Robin Williams desenfocado en aquel rodaje de una película de Woody Allen, cuando todos creían que lo que no funcionaba era la cámara.
De estampa oscura como el Rey, el president hizo un ejercicio tan disparatado que consiguió enfadar a todo el mundo; los argentinos en Passeig de Lluís Companys frente a la pantalla gigante revivieron el gol de Higuaín en la final del Mundial: gente fabricada para ilustrar un tiempo imaginario en el que las cosas dejan de suceder cuando empiezan a hacerlo. La reacción inmediata a su discurso fue que la CUP no aplaudió y Junqueras lo hizo por debajo de la mesa. O no entendieron nada o lo entendieron todo. Puigdemont hizo una declaración de independencia como la hubiese hecho Ozores. En las tribunas tuvo un efecto demoledor: la cafetería se llenó rápidamente de asesores, periodistas y diputados que trataban de explicarse unos a otros sus teorías sobre el final de Perdidos.
El Parlament de Cataluña fue hace siglos un polvorín, parte de una fortificación militar en tiempos de Felipe V; sobre ese polvorín se construyó años después la cámara. No quedan metáforas ya en este edificio, que exhibe en uno de sus pasillos los muebles recuperados, y su disposición, del despacho de la presidencia entre 1932 y 1939. Todo imita lo real y lo real imita cualquier cosa. "Estamos haciendo el ridículo", estalló un diputado de la CUP. “En política se puede hacer de todo, menos el ridículo”, respondió desde otro tiempo Tarradellas. El anuncio final del Govern es una independencia fantasma sometida a las interpretaciones del consumidor. Sin que el consumidor esté por la labor.