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En el monte y en el cargo

La Generalitat se instala en la desobediencia a la Constitución mientras recurre a todos los instrumentos constitucionales

Junqueras, Puigdemont y Forcadell, con alcaldes independentistas el 16 de septiembre.
Junqueras, Puigdemont y Forcadell, con alcaldes independentistas el 16 de septiembre.JOSEP LAGO (AFP)

El 9 de noviembre de 2015 el Parlamento de Cataluña aprobó una resolución de inicio del proceso de ruptura con el resto de España en la que, entre otras cosas, instaba a la Generalitat a desobedecer a partir de ese momento a las “instituciones del Estado español” y en especial al Tribunal Constitucional, al que se consideraba “deslegitimado y sin competencia”. Apenas ocho días más tarde, la Generalitat recurría cuatro leyes de ámbito nacional relacionadas con otros asuntos —por considerar que invadían competencias autonómicas— ante el Constitucional, el mismo tribunal al que los partidos que integran el Gobierno catalán acababan de negar toda legitimidad y competencia.

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Esa ha sido la tónica durante los cinco años de procés: los dirigentes independentistas han utilizado todos los instrumentos y garantías legales que les ofrecía el Estado al tiempo que trabajaban para desmontarlo. En los últimos días han vuelto a hacerlo, impugnando ante el Tribunal Supremo la intervención de las cuentas catalanas por parte del Ministerio de Hacienda y recurriendo la suspensión de la reforma del reglamento de la Cámara y la de las leyes del referéndum y de transición jurídica. Ayer, el consejero catalán de Interior, Joaquim Forn, anunció que estudia impugnar la orden de la fiscalía que pone a los Mossos bajo la coordinación de un mando de la Guardia Civil; porque eso vulnera, dijo, “el marco jurídico”. Un marco jurídico que la Generalitat no reconoce, según sus leyes de ruptura.

Esa contradicción permanente deriva de la gran paradoja original: la Generalitat y el Parlamento de Cataluña son instituciones del Estado; las autoridades catalanas ocupan cargos que se sustentan en la Constitución; pero, utilizando el poder y el presupuesto público que esos cargos les dan y sin renunciar a ellos, avanzan en la ejecución de un plan que implica dinamitar el orden constitucional.

¿Tiene el Estado de derecho fórmulas para evitar ese doble juego? ¿Debe hacerlo? Cinco catedráticos de Derecho Constitucional consultados por EL PAÍS ofrecen sus respuestas.

Primero, el diagnóstico. “Esto no es una rebelión social, es una rebelión institucional. Algo insólito en la Europa moderna”, afirma Roberto Blanco, de la Universidad de Santiago. “En Europa ha habido grupos terroristas, rebeliones sociales como la de 1968... pero esto es otra cosa: una institución del Estado que se rebela abiertamente contra el Estado. Quienes lo están acometiendo no son unos sans culottes. Van al trabajo en coche oficial y están liderando un proceso de rebelión contra la institución que ocupan”, subraya Blanco, que concluye: “Una cosa es echarse al monte, pelear contra el sistema desde fuera. Lo que no puede ser es que por la mañana te eches al monte y por la noche bajes al llano a recurrir ante los tribunales y a ejercer el poder que te confiere tu cargo”.

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De la misma opinión es Teresa Freixes, catedrática en la Universidad Autónoma de Barcelona y miembro de la entidad antiindependentista Concordia Cívica. “El presidente de la Generalitat es el máximo representante del Estado en Cataluña, así se define su cargo”, subraya Freixes. Y añade: “Todo lo que está sucediendo encaja en lo que Curzio Malaparte, en su obra Técnicas de un golpe de Estado (1931), señala como elementos constitutivos de tal acción: operación ilícita, ejecutada desde instituciones de poder, contra el poder legítimo, dirigida a alterar la estructura del Estado. No se necesita mucha gente. Según Malaparte, basta con que unos mil técnicos bloqueen las capacidades del Estado y hagan creer a la mayoría de la población que debe mantenerse neutral”.

Incoherencia

“Es evidente la incoherencia entre el plan de ruptura y el uso de los recursos que les ofrece el mismo Estado del que se quieren separar”, señala Xavier Arbós, de la Universidad de Barcelona. “El independentismo ha jugado siempre a eso. Como cuando decía: ‘No os preocupéis, que la nacionalidad para permanecer en la UE seguirá siendo la española”.

¿Cuál debe ser la respuesta? Arbós cree que “no hay manera de salir de esa paradoja”, porque el Estado no puede dejar de reconocer a la Generalitat y al Parlament como instituciones “con todos sus derechos”. “No puede caer en la misma excepcionalidad en la que incurre el independentismo”, señala. Eduardo Vírgala, catedrático en la Universidad del País Vasco, coincide: “La contradicción es evidente, pero implica una valoración política que no voy a hacer. Ningún cargo catalán ha sido suspendido en sus funciones, por tanto están plenamente legitimados para usar todos los cauces que ofrece el Estado de derecho”. Roberto Blanco aboga, en todo caso, por aplicar ya el artículo 155 de la Constitución —que faculta al Gobierno a dar instrucciones a las autoridades autonómicas para obligarles a cumplir la ley— porque, “si el Estado cede en este momento, desaparece”.

Mercè Barceló, catedrática en la Universidad Autónoma de Barcelona, disiente de sus colegas, aunque su principal argumento se aparta del ámbito jurídico. Admite que “la vía unilateral adoptada por la Generalitat no cabe en la Constitución”, pero resta importancia a esa “anomalía” y subraya: “El Estado también se ha situado fuera del ordenamiento jurídico, optando por la vía de la represión ante una Generalitat que está defendiendo a sus ciudadanos”.

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