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El efecto ‘¡qué demonios!’

Dejarse llevar por las trampas es contagioso, desde las descargas ilegales hasta los sobornos y las artimañas en el mercado financiero

Cristina Galindo
Sr. García

Una persona honesta puede hacer cosas deshonestas con más facilidad de la que muchos imaginarían. El engaño es contagioso, según los expertos, y es habitual aceptar como normales las trampas que vemos en nuestro círculo social. Descargas ilegales en Internet, trampillas en un juego, llevarse a casa un sobre con dinero encontrado en la calle ante la certeza de que nadie mira… Ejemplos cotidianos en los que se pone a prueba la ética del comportamiento humano.

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Los experimentos sobre la corrupción de Dan Ariely, catedrático de psicología y economía conductual de la Universidad de Duke (EE UU) y un referente en este tipo de estudios, son esclarecedores. En uno de ellos se propone a unos jóvenes que elijan entre dos actividades cualesquiera. Por una ganarán 4 euros y por la otra 40 euros. Para determinar cuál realizarán tienen que tirar una moneda. Si sale cara, se quedan con la peor pagada, si sale cruz, con la mejor. A los que han sacado cara, el organizador del estudio les ofrece hacer la vista gorda a cambio de dos euros. El 86% de ellos pagaron el soborno. Y, en las siguientes pruebas, hicieron más trampas que los que no lo pagaron. El sistema volvió corruptos a jóvenes que hasta ese momento no lo eran. Según sus investigaciones, el engaño es contagioso y en un sistema en el que proliferan las trampas es muy fácil caer en la tentación —Ariely lo llama el efecto qué demonios—, sobre todo si se hacen desde la cúpula.

Pruebas como esta indagan en los mecanismos psicológicos de nuestro sentido ético. Ariely, autor de varios libros sobre el comportamiento humano, sostiene que las personas que hacen trampas suelen racionalizar lo que hacen para que algunas acciones que son claramente deshonestas no lo parezcan. Pone como ejemplo las descargas ilegales de libros o discos. Se intentan justificar alegando, entre otras cosas, que sus precios son muy elevados y que lo que el creador quiere es ser leído o escuchado. Pero a nadie se le ocurriría pensar que irse sin pagar de un restaurante —porque es muy caro o porque lo que el chef quiere es que disfrutemos de su comida— es una práctica aceptable.

Comportamientos así pueden explicar desde las trampas más insignificantes hasta los desmanes de la industria financiera —que contribuyeron a hacer saltar por los aires los mercados en 2008— y la corrupción política. “Si no todos, por lo menos la gran mayoría de la gente se puede corromper. Para enriquecerse, por cuestiones ideológicas (considera que debe pagar menos impuestos), por sus creencias (por ejemplo, casi todo vale con tal de que otros crean lo que yo creo)”, explica Luis Fernández Ríos, profesor de psicología de la Universidad de Santiago de Compostela y autor de Psicología de la corrupción y los corruptos.

La corrupción solo puede generar más prácticas corruptas: “Es, sencillamente, el aprendizaje por imitación. Si todos, o una mayoría, lo hacen, yo también. Es un mecanismo de comparación social comprensible y fácil de explicar en el ámbito psicológico. Este es uno de los graves problemas políticos en España. Esta cultura de la corrupción o del pelotazo se transforma en un marco cognitivo común para la mayoría de la sociedad. Ya se pueden hacer las leyes que se quiera, siempre se buscará una forma de saltárselas o de estar en sus aledaños”, opina.

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No existe un perfil psicológico del corrupto… hasta que se convierte en un tramposo con mayúsculas. “Una vez que una persona se adentra en una carrera corrupta, como por ejemplo los que se apropian del dinero de una ONG, puede comenzar una patología ascendente que tiene como características el maquiavelismo, el narcisismo y la psicopatía”, explica Fernández Ríos.

¿Qué hace que unos países sean más corruptos que otros? “Siempre se ha relacionado la gran corrupción con los Estados en desarrollo, pero cada vez más vemos esta idea con mayor escepticismo”, explica Elizabeth David-Barrett, investigadora del Centro para el Estudio de la Corrupción de la Universidad de Sussex (Reino Unido). “Es mejor hablar de diferentes tipos de corrupción. En los países desarrollados hay que fijarse en la financiación de los partidos, la ética en las compañías, los grupos de presión…”, añade. Pero si hay algo que parece unir a todos los países, más o menos corruptos, es cómo se comportan sus líderes. “Ellos marcan el tono”, afirma David-Barrett. Ya sea en la cúpula de una formación política o en un banco de inversión, la consigna haz lo que sea para conseguir tal cosa suele resultar arriesgada.

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Sobre la firma

Cristina Galindo
Es periodista de la sección de Economía. Ha trabajado anteriormente en Internacional y los suplementos Domingo e Ideas.

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