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LOS GRANDES SUCESOS DEL ARCHIVO DE EL PAÍS

“Papá, si no pagas, estoy muerta”

El secuestro de la niña Melodie Nakachian el 9 de noviembre de 1987 conmocionó a España con una historia de exotismo, lujo, sombra de ojos y amor de padre

Gabriela Cañas
Melodie Nakachian, con sus padres, tras su liberación.
Melodie Nakachian, con sus padres, tras su liberación. Pablo Juliá

Este caso sedujo a un público acostumbrado a secuestros sin re­solver y coches-bomba porque reunió todos los ingredientes: drama, suspense, publicidad, exotismo y, sobre todo y por encima de todo ello, un final feliz. Estoy hablando del secuestro de la niña Melodie Nakachian en la Costa del Sol.

Los sucesos de EL PAÍS

Los reportajes y ensayos de esta veraniega serie han sido extraídos del libro Los sucesos de EL PAÍS, publicado en 1996 como parte de la conmemoración de los 20 años del diario, lanzado el 4 de mayo de 1976. Históricas firmas del periódico, como Rosa Montero, Juan José Millás o Jesús Duva desmenuzan algunos de los crímenes que han marcado la reciente Historia de España, de la matanza de Atocha al crimen de los Marqueses de Urquijo.

De su exotismo da muestra el hecho de que, por ejemplo, el padre de la pequeña fuera un financiero libanés que había hecho dinero en Inglaterra y Francia y la madre, una joven cantante coreana de la que quizá nadie recuerde sus canciones, pero sí sus exagerados ma­quillajes. Son difíciles de olvidar. Otro detalle: los secuestradores lle­garon en yate y algunos incluso frecuentaron a la familia Nakachian en un bien urdido golpe que intentaba culminar con un botín de 1.300 millones de pesetas en billetes de 50 dólares. Y, por último, allí irrumpieron hasta los geos, ese espectacular cuerpo policial que cuen­ta con la rara por unánime admiración de la ciudadanía y que, en es­ta ocasión y para mayor gloria de su historia, salvó sana y salva a Melodie, una auténtica muñeca de larguísimo pelo rubio, atributo que jugó, por cierto, un gran protagonismo. Pero vayamos por par­tes.

El crimen

Todo comenzó en la mañana de un lunes, 9 de noviembre de 1987. Aquel fue el año del atentado de Hipercor. Mario Conde ga­naba dinero a espuertas convirtiéndose en un personaje popular. Hubo un terrible crash en las bolsas mundiales y Ronald Reagan fir­maba con Mijaíl Gorbachov el primer tratado para destruir armas nucleares. De pronto, en noviembre, y de entre toda esa maraña de información de interés megaestratégico, se abrió paso un bello re­trato de una niña de cinco años: Melodie. El periódico de mayor di­fusión, El País, lo llevó a su primera página: Secuestrada la hija de la cantante Kimera.

Kimera era, hasta entonces, una completa desconocida. Aún más su esposo Raymond Nakachian, el adinerado financiero libanés ca­sado con ella en segundas nupcias. Pero el aterrizaje forzoso de am­bos en la prensa nacional prometió drama y exotismo desde el pri­mer momento. Aquella mañana, el hijo mayor de Nakachian —de nombre también Raymond— se ocupó, como casi todos los días, de llevar a su propia hija y a su hermanastra, Melodie, al colegio. Él y su esposa, Deborah Kallenbach, salieron con las dos niñas a bordo de un flamante BMW rojo matriculado en los Países Bajos de la ca­sa de los Nakachian, situada en la urbanización Atalaya Alta, de Es­tepona. Eran poco más de las nueve de la mañana.

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El coche ya había abandonado la urbanización cuando una fur­goneta blanca le interceptó el paso. Nakachian hijo no pudo evitar el choque. Fue entonces cuando cuatro encapuchados bajaron de la furgoneta. Dos de ellos llevaban escopetas. Un tercero empuñaba una pistola y el cuarto, un aerosol de gas.

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En un primer momento, Raymond y Deborah intentaron resistir­se, pero uno de los secuestradores cargó su escopeta produciendo ese chasquido propio de un arma de corredera que, apuntándole a uno, debe producir escalofrío. No había nada que hacer y, a partir de ahí, todo fue muy rápido. La furgoneta blanca desapareció de su vista con Melodie dentro. Le seguía otro coche rojo con matrícula de Gi­braltar que durante la operación había estado estratégicamente si­tuado tras el automóvil de los Nakachian.

Vehículos de Gibraltar y Países Bajos, una niña nacida en Estados Unidos, una madre coreana cantante de ópera rock... El olor a ma­fias internacionales, tan temidas siempre en el paraíso de la Costa del Sol, se colaba por entre las letras de imprenta y las comisarías. Era mentar al diablo en aquella época en la que diversas informaciones periodísticas se referían a la posibilidad de que las urbanizaciones nacidas al calor del sol y del dinero se hubieran convertido en un re­fugio de financieros desaprensivos, narcotraficantes y delincuentes de cuello blanco.

La extorsión mediante el secuestro de una criatura de cinco años podía ser la confirmación de todo ello, así que policías, periodistas, guardias civiles, oportunistas y curiosos se movilizaron al unísono. Casi desde el primer día, una media de cien periodistas hicieron guardia día y noche ante la casa de los Nakachian y hay quien cifra en 1.500 los funcionarios de policía y Guardia Civil que participaron en el asunto. La familia asegura que fue el propio ministro del Inte­rior, José Barrionuevo, el que se empeñó personalmente en la reso­lución del caso, consciente de lo que estaba en juego.

La extorsión

En la casa de los Nakachian —llamada Villa Melodie, para más se­ñas—, la tortura había comenzado. Dos interminables días sin noti­cias de la niña hicieron temer lo peor. Ni una llamada, ningún indi­cio, nada que hacer. La policía encontró el martes la furgoneta blanca. Era robada y los secuestradores le habían cambiado la ma­trícula. O sea, nada de nada. La opinión pública, eso sí, empezaba a familiarizarse con el estrambótico maquillaje de Kimera —uno de los policías que siguió el caso asegura no haberla visto jamás duran­te aquellos días de locura con la cara lavada— y con el recio aspecto de su marido, un hombre completamente calvo, cinturón negro de judo con músculos de acero. Su figura fue tomando protagonismo en la medida que eclipsaba a la de su esposa. Esa imagen de hombre duro e implacable, unida a su fortuna en negocios poco conocidos hasta ese momento, fomentó la tesis de la vendetta, del ajuste de cuentas, lo que, por otra parte, siempre es motivo de tranquilidad para la ciudadanía, una vez descartada la hipótesis de que a cual­quiera le puede suceder algo así en la vida.

Pero los secuestradores dieron señales de vida al tercer día y, pa­ra entonces, ya había comenzado el espectáculo. Porque, fuera del drama que se vivía en la casa de los Nakachian, donde Kimera ape­nas si podía conciliar el sueño, la imaginación de observadores y pe­riodistas convirtieron aquel terrible suceso en un rapto casi de ope­reta.

Un primer indicio peliculero surgió cuando el portavoz de la fa­milia, el abogado Jaime Torrabadella, dijo en rueda de prensa: "Pe­dimos a los secuestradores que traten a Melodie con afecto y deli­cadeza y que no olviden que a ella le gustan los álbumes de dibujos animados". Nadie dudó de que era un mensaje dirigido a los se­cuestradores que, probablemente, encerraba un significado bien dis­tinto. Y la evidencia de que había tales mensajes en clave fue total cuando la propia Kimera leyó ante las pantallas de televisión otro mensaje en el que, además de rogar por la libertad de su hija, pedía a los secuestradores que le lavaran el pelo y la peinaran todos los días.

Aun con el alma encogida por la suerte de la niña, el relato por entregas era apasionante. La estricta realidad era más dura. Los in­vestigadores estaban perdidos. Un hombre español con fuerte acen­to francés era el portavoz de la banda de los encapuchados. Pedía 13 millones de dólares en billetes de 50 y parecía ir muy en serio. Ray­mond Nakachian sufrió el peor momento de su vida al darse cuenta de que había perdido por completo el control de la vida de su hija. Salvarla ahora era una aventura del todo incierta. No sólo había que considerar la solvencia de los secuestradores, sino la imposibilidad de reunir el dinero. La cantidad era desorbitante y, además, en aquella época el Gobierno español, decidido a impedir los pagos de rescate, había prohibido a los bancos despachar grandes cantidades de billetes en una sola entrega.

Los investigadores disponían de pocos recursos aquellos primeros días. Sólo tenían la voz de un hombre, una furgoneta robada y cien­tos de llamadas. Videntes e iluminados de todo pelaje comunicaban con la familia dando detalles tan precisos como falsos sobre el para­dero de Melodie.

La gente quería salvar a la niña y se movilizó generosamente. En Villa Melodie se empezaron a recibir donativos. Si el problema resi­día sólo en el dinero, los ciudadanos tenían la oportunidad de hacer una aportación sin precedentes para una familia afligida. Esta reac­ción conmovió de tal manera a Raymond Nakachian que decidió na­cionalizarse español y aún ahora sólo tiene palabras de agradeci­miento para con este país. El gesto más espectacular, no obstante, partió de un belga, lejanamente conocido de la familia, que transfi­rió a la cuenta de Nakachian nada menos que un millón de dólares. Todo fue devuelto después a sus remitentes. En la zona, un grupo de cinco empresarios ofreció una recompensa de diez millones de pese­tas a quien aportara una pista segura sobre Melodie. Los padres de la niña añadieron otros cinco millones más.

El despliegue

Casi cuatro días sin pistas seguras empezaron a preocupar seria­mente en Madrid, donde Barrionuevo mantenía un contacto diario con el abogado Torrabadella. El Ministerio del Interior quiso poner toda la carne en el asador y el secretario de Estado para la Seguri­dad, Rafael Vera, envió a Estepona a un número uno de la policía española para que tomara las riendas de la investigación. Pedro Ro­dríguez Nicolás, entonces comisario general de la Policía Judicial, un joven pero experimentado agente en la lucha contra el narcotráfico, voló en helicóptero hasta Estepona y allí tomó la pequeña comisaría de la ciudad como centro de operaciones. Él y el comisario Ricardo Ruiz Coll contaron para su misión con un mínimo de cien investiga­dores. Pero, de entrada, lo único que pudieron investigar era si en­tre tantas visiones de gente bienintencionada había alguna pista real.

Tiempo atrás, la policía había despreciado la información apor­tada por un iluminado que daba detalles sobre el paradero de Sa­turnino Orbegozo, secuestrado por ETA. Después pudo comprobar con perplejidad que aquel hombre acertaba en sus visiones: había detallado el lugar exacto en el que la banda terrorista mantuvo al empresario.

Aquellos primeros días fueron la locura. La policía dando palos de ciego y la casa de los Nakachian como el metro en hora punta. La primera decisión de Rodríguez Nicolás fue la de poner orden en Vi­lla Melodie, convertida en un centro de atracción nacional. Cual­quiera, desde un empleado del servicio hasta un supuesto periodista de los que merodeaban por allí, era sospechoso de haber participa­do en el crimen. La prensa hablaba ya de bandas mafiosas y posi­bles terroristas chiíes: capos, en fin, capaces de comprar a cualquie­ra para obtener su colaboración en la extorsión y el chantaje de los multimillonarios árabes residentes en la zona.

Y de multimillonario se trataba ya a Raymond Nakachian, un nieto de armenios de origen ruso, hijo de madre griega ortodoxa que había vivido en Arabia Saudí, en Londres, en París y Estados Uni­dos. Hizo dinero sobre todo en Inglaterra, donde montó una importante cadena de discotecas, y ello a pesar de que rechazó en una de ellas a cuatro chavales que cantaban bajo el nombre de los Beatles. A Nakachian le pareció un auténtico exceso el precio que pedían —600 libras a la semana—, así que los despidió augurándoles que nunca tendrían éxito. La existencia de un mafioso libanés apellida­do Nash que había hecho fortuna en ese mismo país movió a la pren­sa a una confusión que dolió profundamente a Raymond Nakachian, un hombre que, por otra parte, nunca ocultó haber introducido oro ilegalmente en Japón.

Su feliz estancia en la Costa del Sol, donde se había asentado con su esposa Kimera y sus hijos, sufría con el secuestro un vuelco im­previsible. La aparición de Kimera en las pantallas de televisión des­hecha en lágrimas pidiendo clemencia para su hija sobrecogió a los telespectadores y los periodistas sintieron un nudo en la garganta cuando vieron llorar al propio Nakachian el día que contó que su hi­jo pequeño Amir, de tres años, se salvó del secuestro porque aquel lunes estaba resfriado y no fue al colegio con su hermana. Toda la corpulencia de Nakachian parecía derrumbarse mientras daba estos detalles a la prensa y meditaba que quizá los extorsionadores no buscaban dinero, sino la venganza en su persona. En los negocios, ya se sabe, uno siempre hace enemigos.

Pero para entonces, cuando los Nakachian ya habían abierto una especie de subasta pública con los secuestradores para lograr un me­jor precio por el rescate, las cosas en la cocina habían empezado a ir moderadamente bien. Y ellos secretamente también lo sabían.

La investigación

El acento del portavoz de la banda y la memoria de Rodríguez Nicolás obraron el milagro. El jefe de la operación recordó la carta recibida en las oficinas centrales de Madrid unos meses antes. La carta, procedente de la policía francesa, hacía referencia a conversaciones escuchadas en la cárcel de Toulouse. En ella se daba cuen­ta de la reunión de un grupo de delincuentes, entre los que había un español, en la que se habló de la posibilidad de dar un golpe en Es­paña. Mandó buscar el documento y en él aparecía el nombre del primer sospechoso: Ángel García Menéndez. Natural de León, pero nacionalizado francés. Ángel era un pied-noir, o sea, un francés que había vivido largos años en una antigua colonia del norte de África, probablemente Argelia. Su acento le había delatado desde el primer momento. Ahora estaba casado con una francesa, tenía un niño re­cién nacido y la posibilidad entre sus manos de dar el golpe de su vida.

Pero su participación en el secuestro le salió cara a este hombre que se hacía llamar Oscar en sus llamadas. Para la policía fue el hi­lo definitivo del que tirar para desenredar la madeja. El primer ha­llazgo fue el de su casa, un chalé alquilado a su nombre a 40 kiló­metros de Madrid en cuyo jardín quedaban rastros de haberse instalado un campo de tiro.

Las huellas dejadas por estos delincuentes evidenciaban un po­derío económico incuestionable. El chalé de Madrid era una cara mansión situada en una urbanización del noroeste de la capital que, además, escondía un impecable Alfa Romeo. El dinero entre estos delincuentes galos corría en gruesos fajos. Luego se supo que, como ya dije antes, algunos arribaron a la Costa del Sol a bordo de un ya­te y que su infraestructura en la zona consistía en varios aparta­mentos y otros tantos coches. Sólo para custodiar a la niña durante el encierro, un contratado a tal efecto cobraba nada menos que 100.000 francos franceses al día, o sea, dos millones de pesetas apro­ximadamente cada 24 horas.

El rescate pedido —1.300 millones— recompensaría tanto gasto y tanto desvelo. Sin embargo, los secuestradores —ya no había duda de que se trataba de una banda francesa— accedieron al regateo pro­puesto por los Nakachian. Estos, asesorados en todo momento por la  policía, intentaban ganar tiempo. Alargaban en lo posible las con­versaciones con Ángel/Oscar, aseguraban no tener dinero suficiente para pagar e intentaban negociar lo innegociable, porque la amena­za más utilizada por los secuestradores era la de dejar de alimentar a la pequeña. Pero siempre queda el truco de la incredulidad. Jugar a que el extorsionado no se cree una palabra y pedir pruebas de que la persona secuestrada está realmente en manos del extorsionador. Había que ponerles nerviosos y, mientras tanto, seguir investigando.

Fue entonces cuando el pelo de Melodie volvió al primer plano de la actualidad. Un mechón de su cabello fue la prueba enviada por los secuestradores, que a esas alturas ya habían aceptado una consi­derable rebaja: 5 millones de dólares (unos 600 millones de pesetas) a cambio de la liberación de la niña. La familia recibió también una fotografía que se distribuyó a la prensa. Melodie Nakachian apare­ció en todos los periódicos con el pelo recogido en un par de largas coletas, la misma ropa que vestía el día del secuestro y cara de sus­to tremendo. Entre las manos sostenía un Diario 16 con fecha del viernes 13 de noviembre.

Uno de los primeros mensajes de los secuestradores —quizá el pri­mero de todos— advertía a los Nakachian que no debían avisar a la policía. Sin embargo, desde el primer momento, el de Melodie fue uno de los secuestros más aireados de la reciente historia de España. Al día siguiente de haberse producido, los medios de comunicación ya daban cuenta del suceso y de la movilización policial. Y en días posteriores, no sólo se celebraban ruedas de prensa y había compa­recencias televisivas. Incluso la negociación económica se hizo a bombo y platillo. La aceptación por parte de la banda de una reba­ja del rescate a 5 millones de dólares se hizo saber a través de una llamada telefónica al periódico Abc. A este país, acostumbrado a la opacidad de los secuestros de ETA, se le permitía ahora compartir la angustia de unos padres torturados en toda su extensión y detalle.

"Buenas noches. Les llamé a ustedes ayer", decía la voz con acen­to extranjero al otro lado del hilo telefónico en la redacción de Abc. "Soy el del mechón. Ya sabe a qué me refiero. Rebajamos la canti­dad a cinco millones. Sabemos que sólo la casa vale ocho millones de dólares. Si no paga es porque no quiere. Ésta es la última comunicación".

No fue la última, sin embargo, aunque al cabo del tiempo es di­fícil reconstruir fielmente lo sucedido y en orden cronológico. En realidad, muchos detalles carecen por completo de coincidencia. ¿Por qué los secuestradores llamaban a los periódicos si, paralela­mente, la comunicación era constante con Villa Melodie, donde in­cluso el entonces inspector Javier Fernández, un especialista en ma­fias internacionales, atendía a veces las llamadas? ¿Por qué, si era así, Raymond Nakachian insistía, tiempo después, en que hubo mensajes en clave a través de los medios, a los que agradecía su co­laboración? ¿De dónde obtuvo la banda tanto dinero para desenvol­verse?

Algunas fuentes aseguran que el último mensaje recibido en la casa de los Nakachian fue una cinta grabada con la voz de la niña. Sólo la oyeron el inspector Fernández, el comisario Rodríguez Nico­lás y el propio Raymond Nakachian. Utilizaron el estudio de graba­ción de Kimera en Villa Melodie, pero la cantante no fue invitada a la dramática audición. La niña lloraba desconsolada. Sus palabras figuran en los sumarios judiciales. "Papá, yo quiero ver a mamá y a mi hermanito chico. Papá, ¿por qué no pagas? Estoy muy triste, quiero verte [ ... ]. Si tú no pagas yo después estaré muerta. Si tú no pagas yo estoy muy triste [ ... ] quiero verte la cara muy pronto. Es­toy muy triste. Te quiero ver, papá, papá. Estoy muy triste...".

Aquella audición desató las iras de Raymond Nakachian, que la emprendió a puñetazos con la mesa ante la impotencia de los poli­cías para calmarle.

La caza

El consuelo de la familia seguía siendo por aquellos días las muestras de solidaridad ciudadana. Una conocida de la familia, Na­dine Etienne, madre de una compañera de colegio de Melodie, orga­nizó una colecta en el centro escolar para ayudar a los Nakachian. Visitó y consoló a la afligida madre de Melodie y encabezó una ma­nifestación de protesta.

Pero el auténtico aliento llegaba de las laboriosas y discretas pes­quisas policiales. Y eso que era completamente imposible mantener en secreto algunas cosas, como el despliegue policial. Los investiga­dores peinaron toda la Costa del Sol, registraron pisos y haciendas, interceptaron llamadas, detuvieron a tres británicos en una opera­ción fallida y pusieron en marcha a la Interpol. De todo ello daban cuenta los periodistas, que no pudieron contar en su momento, sin embargo, el hallazgo de la pieza principal del rompecabezas.

Un cura había entregado a la policía una cartera que un hombre en chándal había perdido en la calle. Era una cartera con francos franceses y una nota manuscrita en francés que recogía frases como "la paciencia tiene un límite", "es muy fácil raptar a un niño" y "matar a Melodie". El jefe de la banda, como luego se supo, era el hombre que corría en chándal por las calles de Benalmádena para mantenerse en forma mientras Melodie sufría el cruel encierro. Un jefe sin duda algo descuidado.

La voz de Oscar, la reunión en la cárcel francesa de Toulouse, el chalé de Madrid y la nota escondida en la cartera estrechaban el cÍr­culo en torno a la banda. Una persona que vivió muy de cerca aquel secuestro asegura que fueron cruciales los pinchazos que ilegalmen­te establecieron policías franceses y españoles en los teléfonos de al­gunos de los sospechosos. En una de las llamadas, un hombre co­mentaba su preocupación por la pérdida de su cartera con 6.500 francos franceses. La policía centró su trabajo en aquella cartera entregada en una comisaría y que había estado olvidada varios días en la mesa de algún funcionario. Las frases de la nota manuscrita coin­cidían con las que dos días antes había pronunciado Oscar durante una más de sus amenazas telefónicas.

El círculo se estrechó de tal manera que un día la policía localizó al mismísimo Oscar. Se alojaba este aficionado a los secuestros en un hotel de la zona. Desde entonces, los agentes no le dejaron ni un mi­nuto. Seguirle era vital y así fue como él y sus colegas, ajenos a la vi­gilancia establecida, les llevaron de la mano a un piso, a otro y a un tercero. Lástima que el dispositivo policial no los hubiera detectado antes; cuando los secuestradores decidieron, por ejemplo, trasladar a Melodie de un piso a otro en una gran bolsa de deportes.

La opinión pública, que se enteraba de casi todo, no recibió en­tonces datos de los avances policiales. En el exterior todo seguía siendo un espectáculo parcial. Raymond Nakachian ofrecía su vida a cambio de la de su hija y alertaba sobre sus oscuros presentimien­tos de que los extorsionadores quizá sólo buscaban una refinada venganza de tipo mafioso. El 19 de noviembre —décima jornada de angustia—, la cantante Kimera hacía ante la prensa una compare­cencia desgarradora. Pocas horas antes, los secuestradores habían lanzado a través de Abc su ultimátum: la última cifra pactada —4 mi­llones de dólares— debería entregarse al día siguiente a las ocho de la tarde. Escondida tras unas grandes gafas de sol, Kimera lloraba an­te los reporteros. "Por favor, olviden a los millonarios. Nosotros no somos millonarios. Somos millonarios de corazón y de amor. Melo­die es mi vida, nuestra vida. He hecho todo por Melodie...".

Poco sospechaba la cantante que sólo unas pocas horas después, a las 5.15 de la madrugada de aquel mismo día, su hija iba a ser li­berada por 30 geos que reventarían a sangre y fuego de forma si­multánea varios de los pisos de los secuestradores. En uno de ellos estaba, por fin, Melodie. Volaron de un tiro la cerradura, entraron al asalto, llegaron al dormitorio y allí encontraron a dos hombres y a la niña. Uno de ellos, tumbado junto a Melodie, echó mano a una es­copeta (dormía con la niña cada día y con tres armas en la cama). El gesto le valió un disparo de uno de los agentes en el centro del pe­cho. Nadie se explica aún cómo el tiro no lo mató.

Melodie fue conducida inmediatamente a la comisaría de Estepo­na y allí se produjo el emotivo y algo disparatado reencuentro con sus padres. Cuentan las crónicas que Kimera, tras abrazar a su hija, sacó un peine y comenzó a peinar los desordenados cabellos de su niña. Sin duda, el largo pelo de Melodie era una pequeña obsesión de la cantante. No dicen los cronistas si los secuestradores hicieron caso o no de sus consejos lavándolo y peinándolo cada día. Sí se sa­be, en cambio, que lejos de escatimarle la comida como siempre amenazaban, la niña se hinchó de comer tartas y ver dibujos ani­mados durante los casi once días de cautiverio.

La alegría se apoderó de todos. Los Nakachian, felices y agrade­cidos con la humanidad, no dudaron en posar para los fotógrafos tantas veces como fue necesario y en proclamar su alegría. La rue­da de prensa fue una fiesta con vítores a la familia y piropos para Melodie. Su liberación removió al unísono el corazón de la sociedad como sólo los acontecimientos deportivos son capaces de remover: la victoria de Arantxa Sánchez Vicario en Rolland Garros o la medalla de oro de Fermín Cacho en los Juegos Olímpicos del 92, pongo por caso. Incluso uno de los duros geos no pudo reprimir las lágrimas cuando liberó a la niña.

El forajido

Para la policía, sin embargo, la alegría era incompleta. En la ope­ración habían detenido a una parte importante de la banda. El hom­bre del tiro en el pecho era Constant Georgoux, el del sueldo millo­nario. El segundo hombre que vigilaba a la niña en el apartamento, Freddie Auray, también estaba ya a buen recaudo. Al igual que Os­car y un cuarto miembro del grupo, un tal Jean Marie Caillol, am­bos arrestados en el transcurso de los asaltos que alguien bautizó ba­jo el nombre de Operación baby. Pero la policía sabía que el jefe había logrado escapar.

Jean Louis Camerini, el más peligroso, el más presumido, el más atrevido, seductor y calculador de la banda francesa se había zafa­do de las garras policiales. Jean Louis Camerini y su amigo Alain Coelier eran perseguidos por la policía aquella misma noche de la li­beración de Melodie. Ambos viajaban en un sencillo Renault 5 de co­lor blanco que los agentes interceptaron finalmente en una gasoline­ra de San Pedro de Alcántara. Les dieron el alto y dispararon, pero Jean Louis y su amigo no se arredraron. Salieron del coche y huye­ron a pie. Ahí se les perdió la pista.

En el Renault 5 dejaron cuatro pasamontañas, un paquete con diez comprimidos de Soñador (la policía siempre sospechó que a la niña se le habían suministrado tranquilizantes durante el secuestro), tres fundas de escopeta y la máquina de escribir con la que se trans­cribieron algunos de los mensajes enviados a la familia. Fue en rea­lidad esta accidentada huida la que movió a la policía a poner en marcha la Operación baby: Los secuestradores ya estaban alertados; la niña corría ya un inminente peligro.

Pero con la feliz liberación el espectáculo no había concluido.

Jean Louis Camerini y la reconstrucción de sus movimientos se en­cargaron de impedir que bajara el telón. Una vez a salvo, Jean Louis se permitió la osadía de llamar por teléfono desde Madrid al comi­sario de Estepona para advertirle que la próxima vez no fallaría. Es­te estrambótico detalle explica en parte ese desparpajo demostrado siempre por la banda para contactar con los medios de comunica­ción dando sus instrucciones. Camerini no sólo deseaba ser rico; por lo visto, también quería ser famoso.

Jean Louis Camerini es, sin duda, un hombre singular. En 1987 tenía 37 años, era corpulento, alto, apuesto y deportista de vida sa­na; un hombre del hampa francesa que ni fumaba ni bebía ni con­sumía drogas. Le gustaba cambiar de aspecto continuamente: dejar­se la barba, rasurársela, vestirse con ropa deportiva o atildarse con corbata como un ejecutivo; aunque hay que admitir que quizá sólo formaba parte de sus obligaciones laborales, como la de poseer di­versas identidades para moverse por el mundo.

Jean Louis era uno de esos hombres que meses antes del secues­tro de Melodie estaba en la prisión de Toulouse. En realidad se ha­bía escapado de ella y había enviado un mensaje al director del cen­tro penitenciario dando recuerdos a todos sus colegas. Al mensaje adjuntaba una foto de sí mismo junto a una réplica de la estatua de la libertad. Entre la leyenda y la realidad, lo que estaba probado es que Camerini y sus amigos planearon en la cárcel el secuestro de al­gún niño rico en la Costa del Sol. Para ello, ocho meses antes, en di­ciembre de 1986, Jean Louis aterriza en Marbella y empieza a estu­diar posibilidades. Se hace amigo de unos residentes de la ciudad, también franceses, Jean Pierre Santoul y su esposa, Nadine Etienne y, finalmente, termina viviendo en la lujosa villa de ambos. El ma­trimonio tenía una niña de cinco años, Melanie, que acudía al mis­mo colegio que Melodie.

Así fue como Jean Louis entró en contacto con los Nakachian. Le gustaba acompañar a Nadine hasta el colegio para llevar a la niña e, incluso, se prestó en diversas ocasiones a participar en las fiestas es­colares disfrazándose de payaso para entretener a los chavales. Una foto ha dejado constancia de ello. Según Nadine, Jean Louis era un encanto, "todo un caballero", un hombre seductor que logró la total confianza de la familia.

Meses más tarde, Jean Louis ya había hecho todo el "trabajo de campo". Bajo identidades falsas como las de Bernard Blondeau y Bernard Charrier, alquiló coches y apartamentos en la zona cimen­tando la infraestructura de la banda. Sus compañeros llegaron a Es­tepona el 28 de septiembre de 1987, mes y medio antes del secues­tro, a bordo de un yate de diez metros de eslora procedente de Gibraltar. El titular de la embarcación era Alain Coelier. Junto al ca­pitán del barco viajaban el propio Coelier, su novia Silvie Colin y Jean Marie Caillol. Aportaban a la operación un par de escopetas de caza y más identidades falsas para ampliar la infraestructura. Alain alquiló bajo nombre falso un par de pisos más. Decidido el objetivo y tendida la red (Oscar y Georgoux debieron de ser contratados por entonces y llegar a la zona de una manera menos espectacular), só­lo faltaba realizar la operación. No les resultó difícil. Entonces, los Nakachian no contaban con guardaespaldas.

Jean Louis Camerini siguió viviendo aparentemente tranquilo durante el secuestro en la casa de los Santoul y se permitió el lujo de no suspender sus costumbres, como la de hacer footing. Probable­mente fue su confianza en sí mismo lo que motivó la imperdonable pérdida de la cartera. Es verdad que en ella no llevaba documento alguno, pero aquella nota escrita en francés fue fundamental. Y muy en la línea de su singular talante tuvo el valor de denunciar la pér­dida en una comisaría.

Así era Camerini, capaz de llamar al comisario de Estepona para darse a conocer y amenazar sobre su golpe siguiente. Pero lo cierto es que éste le había fallado estrepitosamente. Detrás dejó toda una amplia infraestructura hecha añicos y a todos sus secuaces en la cár­cel. Porque en España fueron detenidos los ya citados: el español Os­car; Caillol, Fredie Aubray y Georgoux, este último en estado grave tras el disparo recibido. Pero es que, además, la policía francesa arrestó en París casi al mismo tiempo a otros cinco delincuentes re­lacionados con los hechos. Cuatro de ellos eran unos perfectos des­conocidos —Antoine Espin, Jean Marc Brousse, Alfonso José y Jocelyne—, pero el quinto era Jean Pierre Santoul, el adinerado marido de Nadine.

La reacción de Nadine Etienne fue dramática. Al igual que hicie­ran los Nakachian, Nadine abrió las puertas de su casa a la prensa y comenzó a proclamar la inocencia de su marido, al que ya se apun­taba como el auténtico cerebro de la operación. Un hombre rico por su casa que, a su vez, obedecería órdenes de alguien más importan­te. El fantasma de la mano negra de la mafia volvía a recorrer la Costa del Sol. Se recordaron los negocios de Nakachian en el co­mercio del cemento y se apuntó a las pretensiones expansionistas del multimillonario libanés como el origen de la advertencia en forma de secuestro por parte de poderosos industriales.

El propio Nakachian empezó entonces a barajar muy seriamen­te esta posibilidad en las entrevistas que concedía a la prensa. En la televisión francesa se le dedicó a la familia dos amplios reportajes, para lo cual los cuatro —Raymond, Kimera, Melodie y Amir— se tras­ladaron a París con sus mejores galas. En las revistas, Raymond desgranaba sus sospechas. Se apuntaba a los grandes del cemento francés, como Lafarge, o al socio español de Nakachian, Roberto Mercader. Él y Nakachian importaban a España cemento más ba­rato de procedencia griega y se barajaba la posibilidad de que tal circunstancia estuviera relacionada con los dos atentados fallidos que había sufrido el español.

Corría diciembre de 1987 cuando Camerini logró en parte uno de sus sueños: la fama. La prensa reproducía sus retratos. "El hombre de las mil caras", el "Camaleón", le llamaban. El temperamento de Nakachian llevó a su enemigo a los titulares: "Camerini y yo no ca­bemos en este mundo", clamó Nakachian. Y Nadine Etienne, empe­ñada en la defensa de su marido, alimentó la imagen romántica del forajido: "Era un personaje encantador que te ganaba con su sim­patía". Camerini la engañó y la utilizó, sí, pero jugaba con los niños y con los animales, llevaba de paseo a Melanie, les enseñaba a los Santoul los mejores chiringuitos de Marbella, era un ligón y le lleva­ba flores de vez en cuando a su anfitriona. Contó incluso que Ca­merini había rescatado años atrás al hijo de Sean Connery, perdido en la sierra.

Nadine Etienne, que había regentado un club en París y algunas fuentes aseguraron que había sido bailarina de strip-tease, tenía entonces 44 años y un cierto parecido a la actriz que encarnaba a la madre de embrujada: cara afilada y pelo rojizo. El comisario Pedro Rodríguez Nicolás, que la conoció en la casa de los Nakachian nada más llegar a Estepona, desconfió de ella desde el primer momento. Sin embargo, Nadine, con las cuentas embargadas tras la detención de su marido y su política de puertas abiertas incluso con su corres­pondencia privada, no parecía ocultar nada. La policía la detuvo co­mo posible cómplice, pero el juez la puso en libertad provisional.

La verdad es que esta historia quedó aquí interrumpida para el gran público. La prensa, algo embarullada ya entre tantas detencio­nes, declaraciones y relaciones delictivas, empezó a ocuparse muy escasamente de los acontecimientos relacionados con el caso Melo­die. Quizá la muerte de cinco niñas —junto a seis adultos— en un atentado de ETA en la casa cuartel de la Guardia Civil de Zaragoza el 11 de diciembre de ese año era una paradoja del destino dema­siado dramática para seguir ocupándose de la felicidad de los Na­kachian y su hija Melodie.

El engaño

Pero el caso no estaba, ni mucho menos, cerrado. Acabó el in­vierno, pasó la primavera y tuvo que llegar el verano de 1988 para que la familia Nakachian volviera a ocupar el primer plano de la ac­tualidad. El histriónico Camerini cayó en las redes policiales, en Barcelona, cuando él y su amigo Coelier preparaban otro golpe.

Ahora sí que podía la policía brindar con champán. Los Nakachian también mostraron públicamente su enorme satisfacción.

En su más puro estilo, Jean Louis Camerini confesó haber parti­cipado en el secuestro de Melodie Nakachian y, a renglón seguido, advirtió que no había cárcel en España lo suficientemente segura para que él no se pudiera escapar. Su leyenda se alimentó con la pu­blicación de su próximo plan: el secuestro de Tamara, la hija de Isa­bel Preysler y Miguel Boyer. Este inquietante proyecto no fue nunca confirmado.

Los cabos terminaron de atarse en aquel mes de agosto de 1988, cuando Nadine Etienne fue detenida otra vez. El juez reconsideró su caso y pensó que quizá esta mujer tuvo una participación más acti­va en el caso Melodie. Pero la justicia fue benévola con ella. La Au­diencia de Málaga le impuso una vez celebrado el juicio, en sep­tiembre de 1991, una pena de cuatro años de prisión menor que no tuvo que cumplir al considerar el tribunal la ausencia de antece­dentes y la necesidad de cuidar a su hija Melanie.

A los demás componentes de la banda les cayeron entre 10 y 16 años de prisión a cada uno. Excepto a Jean Louis Camerini. El jefe de la banda fue reconocido como tal y, por tanto, fue condenado a 21 años de cárcel, pena que venía a sumarse a otra anterior, dictada en Barcelona, de 12 años por depósito de armas. Así que el osado Camerini, el experto en fugas que no fallaría en la siguiente ocasión seguía retenido en una cárcel española nueve años después.

Sólo con la perspectiva que da el tiempo se puede deducir que hubo alguien más listo y malo en toda la extensión de la palabra que el propio Camerini. Y ese malo de película que siempre queda im­pune fue en este caso la pérfida Nadine Etienne. Ella fue la única que logró claramente engañar a todos y librarse del peso de la ley.

El Tribunal Supremo sentenció en septiembre de 1993 que Nadi­ne Etienne no sólo actuó como cómplice, sino que fue en realidad una parte fundamental del secuestro de Melodie. Nadine, su marido Jean Pierre y el simpático Camerini planearon todos los detalles des­de el principio, durante el tiempo que vivieron juntos en la mansión de los Santoul. Nadine y su marido alojaron en diversas ocasiones en las fechas previas al secuestro a los que después fueron detenidos en París por la policía francesa. Fue Nadine la que se arrimaba a los hi­jos de los más adinerados del colegio de su hija y la que hizo posible la siniestra elección de la víctima, llevando a Camerini constante­mente al colegio y a las fiestas del centro escolar para entrar en con­tacto directo con Melodie. Con una de esas fiestas logró la perversa Nadine entrar en la casa de los Nakachian y comprobar por sí mis­ma la situación económica de la familia y hasta qué punto Raymond adoraba a Melodie.

Nadine y Jean Pierre hicieron, de acuerdo con Camerini, un agu­jero en el sótano de su casa para esconder el dinero del rescate. La organización de la colecta para ayudar a los Nakachian fue un ardid para entrar en la casa de estos y comprobar personalmente la dis­posición del financiero libanés y su esposa a pagar el rescate. El Tri­bunal Supremo estimó el recurso del fiscal y consideró que, en rea­lidad Nadine Etienne había sido cooperadora necesaria en el crimen y, por tanto, autora del mismo, por lo que falló una pena de doce años y un día de reclusión menor. Pero para entonces Nadine ya es­taba muy lejos de su mansión de Marbella.

Raymond Nakachian está convencido de que la participación de Nadine Etienne en aquel terrible suceso fue aún más decisiva. Según su hipótesis, el dinero que hizo posible organizar a aquella banda lo puso el amante de Nadine, otro adinerado hombre de negocios que residía en la zona y cuyo nombre no se ha dado a conocer. Nadine habría sido en ese caso el auténtico cerebro de la operación y su amante, que murió de un infarto pocos años después del suceso, el que aportaba la cobertura económica. Esta tesis es plausible a la hora de explicar el despliegue de medios del que hizo gala aquella de­sorganizada banda proveniente del hampa marsellesa. Camerini siempre habló de un jefe superior, un tal Shamir, del que nunca aportó más datos.

En 1993, los periódicos ni siquiera se interesaron ya por la nueva sentencia del Supremo. La culpa de que todo el mundo hubiera ol­vidado el caso Melodie fue de la policía; o sea, del éxito de su traba­jo. De la Costa del Sol ya no llegaban ahora noticias inquietantes, salvo la de algún empresario futbolístico metido a alcalde que, para colmo, era aplaudido por sus conciudadanos. Melodie y su familia estaban bien y la mayor parte de los responsables del secuestro, en la cárcel. Tampoco merecían mayor fama.

El desenlace

Quizá el interés periodístico habría seguido vivo de no ocurrir las cosas como de hecho ocurrieron. ¿Qué habría pasado si los secues­tradores hubiesen conseguido su botín? ¿Se habrían cumplido los lúgubres augurios de Barrionuevo, la policía y la prensa? ¿Se habría convertido la Costa del Sol en carnaza para series como Corrupción en Miami?

La policía española se tomó muy en serio este caso por dos razo­nes: la amenaza de desestabilización que suponía para la Costa del Sol y la conocida peligrosidad de cierta delincuencia francesa. Qui­zá fuese sólo un farol más de Camerini, pero lo cierto es que el fran­cés, ya en la cárcel, le dijo al comisario Ricardo Ruiz Coll que la ban­da, con rescate o sin él, planeó matar a la niña en cualquier caso. Se dio la siniestra casualidad de que el agujero cavado en la mansión de los Santoul tenía las mismas dimensiones que el cuerpo de la pe­queña.

Para recoger el dinero, los secuestradores habían ideado un rocambolesco sistema no exento de astucia. Los encargados de recoger el rescate huirían en coche hacia un montículo y allí descolgarían la bolsa con el dinero por un cable cuyo extremo opuesto alguien sos­tendría en otro alto cercano. La operación estaba diseñada de tal manera que no es difícil de imaginar a la adinerada banda viviendo tranquilamente en la zona y diseñando quizá nuevos secuestros. Probablemente su ejemplo hubiera sido suficiente para atraer a to­dos los matones ambiciosos de esta parte del planeta.

"En la Costa del Sol", decía un editorial de El País el día que se publicaron los detalles de la liberación de Melodie, "hay tantas pla­zas hoteleras como en toda Grecia; tienen su asiento 11 de los 13 ho­teles españoles de superlujo, y en las cajas fuertes de sus bancos se guardan joyas y depósitos por valor de unos 150.000 millones de pe­setas. El desarrollo de la zona depende en exclusiva del turismo [ ... ]. «Uno de los factores que más pueden influir en que las cosas cam­bien es la inseguridad [ ... ]. La provincia de Málaga figura entre los primeros lugares en la clasificación de delitos por habitante [ ... ] aún se está a tiempo de evitar que el factor inseguridad se convierta en decisivo a la hora de determinar el flujo turístico. El secuestro de Melodie debe actuar como señal de alarma".

"Yo creo que el éxito del secuestro de Melodie habría sido una au­téntica catástrofe para la Costa del Sol". Lo asegura el abogado de los Nakachian Jaime Torrabadella, que sigue teniendo su despacho en San Pedro de Alcántara. "Los extranjeros afincados aquí habrían huido en busca de un lugar más seguro". También lo cree Raymond Nakachian, el hombre que tuvo la mala fortuna de elegir para sus hijos el mismo colegio que Nadine Etienne. Para ella y para todos los que son capaces de secuestrar y extorsionar, ya sea por motivos po­líticos o económicos, guarda Nakachian un "odio permanente", aun­que él tuvo, dice, la suerte de que le tocara sólo el móvil económico.

Los geos salvaron algo más que a una niña que ahora es una apli­cada adolescente interesada en la biología marina. Por cierto, el cura de Benalmádena, el que entregó a la policía la cartera de Came­rini, cobró la recompensa prometida por los empresarios de la zona y los Nakachian, aunque, una vez pasada la generosa euforia del momento, los quince millones quedaron reducidos a dos: uno para el cura y otro para la feligresa que recogió la cartera del suelo y la entregó a su párroco. Pellizco suficiente, de todos modos, para el proyecto del sacerdote de adecentar su campanario.

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Sobre la firma

Gabriela Cañas
Llegó a EL PAIS en 1981 y ha sido jefa de Madrid y Sociedad y corresponsal en Bruselas y París. Ha presidido la Agencia EFE entre 2020 y 2023. El periodismo y la igualdad son sus prioridades.

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