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Londres y Barcelona salvan el curso más diplomático del Rey

La representación internacional se convierte en el principal activo de Felipe VI durante la estabilidad

Miquel Alberola
Felipe VI abraza al exalcalde de Barcelona, Pasqual Maragall, en el aniversario de las Olimpiadas.
Felipe VI abraza al exalcalde de Barcelona, Pasqual Maragall, en el aniversario de las Olimpiadas.Albert Garcia (EL PAÍS)

El respaldo de Isabel II en Londres y su presencia en un momento político sensible en Barcelona en el 25º aniversario de los Juegos Olímpicos han sido decisivos para cerrar en positivo el curso de Felipe VI. Tras un año no exento de dificultades políticas y judiciales, estaba previsto que el Rey finalizara el período previo a las vacaciones con dos acontecimientos muy potentes: la sesión solemne de las Cortes por el 40º aniversario de las primeras elecciones democráticas y el viaje a Londres. Sin embargo, el renglón se torció por un error interno doble que puso en riesgo el resultado esperado.

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La ausencia de Juan Carlos I en un acto parlamentario de reconocimiento a los actores de la democracia que él mismo favoreció y la propagación de su malestar desde su entorno atenuaron buena parte del brillo esperado en ese acontecimiento y crearon una turbulencia innecesaria a la Corona. Una muestra de debilidad que, en una institución no restablecida totalmente del daño de sus equivocaciones, no ha sido desaprovechada por sus detractores.

Con todo, el apoyo obtenido en Londres por la Monarquía parlamentaria más afianzada del mundo, evaporó el malestar que había en La Zarzuela por las repercusiones de ese episodio. La visita del Rey tenía objetivos políticos y económicos de primera magnitud para los que se han sentado sólidas bases de desarrollo. Y esa misión, reforzada con su intervención en el Parlamento de Westminster, con guiños al diálogo sobre Gibraltar, a la integración europea y al respeto a la soberanía nacional y la ley, sosegó el tránsito hacia Marivent.

Una sensación que ha intensificado la visita a Barcelona del pasado martes con motivo de la conmemoración de las Olimpiadas de 1992, pero, sobre todo, para poner el foco en el éxito del trabajo conjunto de todas las Administraciones en un contexto de beligerancia total entre la Moncloa y la Plaça de Sant Jaume tras el fracaso de las reivindicaciones catalanas en la vía política y el envite extremo de un referéndum independentista fuera de la ley.

Con el ejemplo del éxito de los Juegos como resultado de un momento de gran sintonía entre Madrid y Barcelona, el Rey ha destacado su condición de símbolo de unidad y permanencia del Estado mediante sus llamadas a la unión y a las ventajas de sumar esfuerzos, sin intimidaciones y por encima de la trinchera en la que se parapeta el Gobierno.

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La actividad exterior que ha podido desarrollar el Rey sobre la precaria estabilidad política ha contribuido, asimismo, a fortalecer su imagen tras un curso que empezó marcado por la “coyuntura compleja” y la incertidumbre de la quinta ronda de consultas (después de que Mariano Rajoy aceptara la propuesta de la investidura sin aclarar si se sometería a ella).

La representación internacional se ha convertido en los últimos meses en el principal activo del Rey. Si la estancia en Buckingham ha dejado el terreno abonado para que, tras el acuerdo genérico entre Bruselas y Londres, España y Reino Unido puedan componer unas relaciones bilaterales que minimicen el impacto del Brexit, la visita de Estado que realizó a Tokio en abril también aportó un balance esperanzador.

En este desplazamiento, los Gobiernos de España y Japón firmaron siete acuerdos bilaterales en materia de turismo, cooperación económica e industrial, inversión o terceros mercados. Un adelanto que, tras el acuerdo de libre comercio entre Bruselas y Tokio, permitirá intensificar las relaciones entre España y Japón. Ambas naciones comparten, además, intereses complementarios que la visita dejó encauzados: España para fortalecer la relación en el corredor marítimo Indo-Pacífico a través de Japón y Japón para acceder a Iberoamérica de la mano de España.

Pero en este período Felipe VI no ha tenido que representar a España solo en situaciones más o menos confortables. También ha tenido que afrontar una visita incómoda con estridentes repercusiones políticas en España: la que hizo en enero a Arabia Saudí, un país en el que los derechos humanos cotizan a la baja. El objetivo, desatascar un contrato entre Riad y la empresa española Navantia de más de 2.000 millones de euros que garantiza empleos a dos millares de personas durante cinco años.

Más allá de los logros diplomáticos, con asignaturas todavía pendientes como la de Cuba, la actividad exterior ha permitido al Rey, además, componer un perfil de defensor de la integración europea y el multilateralismo frente al movimiento proteccionista y desglobalizador desencadenado con la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca y el Brexit.

El compromiso con la Unión Europea, sus beneficios, la reivindicación de un mayor impulso político y la defensa del libre comercio han centrado sus mensajes en foros internacionales, hasta el punto de ser uno de los jefes de Estado que más ha abogado por la cohesión comunitaria en los últimos 12 meses.

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Sobre la firma

Miquel Alberola
Forma parte de la redacción de EL PAÍS desde 1995, en la que, entre otros cometidos, ha sido corresponsal en el Congreso de los Diputados, el Senado y la Casa del Rey en los años de congestión institucional y moción de censura. Fue delegado del periódico en la Comunidad Valenciana y, antes, subdirector del semanario El Temps.

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