_
_
_
_
_

Los jefes de las Cámaras

Tres políticos de tres épocas diferentes analizan la importancia del Congreso y el Senado como centro y motor del debate público

Julio Moya

Cuarenta años después

Landelino Lavilla

El 15 junio de 1977 —algo menos de un año desde que el 8 de julio de 1976 se formara el primer Gobierno de Adolfo Suárez— el pueblo español votó, en elecciones generales, los diputados y senadores para componer un Parlamento bicameral, cuya existencia fue el primer y más relevante elemento genuinamente democrático con el que se culminaba la fase inicial de transición y se pasaba a la puesta en acción del poder constituyente que nos llevaría a la Constitución del 29 de diciembre de 1978.

Los españoles vivimos aquella jornada electoral, aquel 15 de junio, con esperanzada ilusión y en un ambiente notoriamente festivo.

En el año precedente se cumplimentaron las medidas de orientación de la transformación política que se iniciaba, se trazó el programa de actuación y la Ley para la Reforma Política fue elaborada en agosto y tramitada seguidamente hasta su aprobación en las Cortes el 18 de noviembre de 1976, y en referéndum, el 15 de diciembre siguiente.

La ley se sancionó el 4 de enero de 1977, se publicó en el BOE del día siguiente y a partir de su vigencia se acometió la preparación de las elecciones para cuyo fin se expidió el Real Decreto-ley de 14 de marzo de 1977 por el que se establecieron las normas electorales que habían de regir los comicios a celebrar en junio y conforme a la citada ley.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Se adoptaron también las disposiciones necesarias para asegurar los derechos y libertades que prestaran soporte a la legitimidad y aceptación del proceso en curso. No resulta aventurado proclamar que se superaron así, sin impugnaciones ni polémicas significativas, los usuales precedentes electorales en España.

Cuanto acabo de subrayar es consecuente a un juicio de valor favorable al contenido de las normas electorales y a las medidas adoptadas con la convicción de que el éxito de la transición y la aceptación del orden constitucional que se estableciera pendía del juicio compartido de legitimidad y limpieza sobre la forma en que aquella primera fase se hubiera conducido y gestionado.

Las normas electorales han merecido, sin embargo, sucesivos juicios críticos de severidad creciente. Pero hay que tener en cuenta la ocasión y circunstancias en las que fueron adoptadas, con literal constricción a las elecciones previstas en la Ley para la Reforma Política. Nada prejuzgaba el Real Decreto-ley de 1977 acerca de la suerte que ulteriormente corriera el sistema electoral.

Pero es lo cierto que, con los retoques que hizo la Constitución, el sistema electoral vigente, a tenor de la Ley Orgánica de 1985, ha consolidado y ha mantenido en un elevadísimo porcentaje lo que el citado Real Decreto-ley dispuso (quizá la modificación más significativa —y justificada— introducida en 1985 fue la reducción del alto grado de judicialización de la administración electoral, que estimamos necesario para la aceptación generalizada en los comicios de 1977).

La estabilidad constitucional alcanzada debiera calmar impaciencias e inhibir dinámicas disolventes en pro del bienestar

En todo caso, parece necesario recordar que la bondad de un sistema electoral pende de la equilibrada conjugación de dos objetivos, no propiamente contradictorios pero sí recíprocamente condicionantes: la representatividad del resultado y el favorecimiento de razonables soluciones de gobierno. Ni la plenitud de aquélla, con las excesivas fragmentaciones de opciones políticas y consiguientes efectos dispersivos, justifica serias y frecuentes frustraciones de la estabilidad gubernamental ni, en aras de ésta, puede aparecer contradicha una representación genuina del pluralismo político.

La correcta y equilibrada consecución de los objetivos ha sido patente en las diversas elecciones celebradas en los 40 años transcurridos desde las primeras de 1977. Esta es la razón objetiva de que el sistema electoral mantenga sus rasgos definitorios porque responden en origen a un certero diagnóstico sobre el asentamiento y estabilización de la democracia y de los partidos políticos, hecho en su fase germinal y con los consiguientes condicionantes y limitaciones.

Durante sus casi 40 años de vigencia, la Constitución Española de 1978 ha presidido un ciclo de normalización política y, consecuentemente, de afirmación y avance consolidado de los derechos fundamentales y las libertades públicas; un periodo de progreso económico y social que ha permitido su homologación con el nivel y condiciones de vida de los países de nuestro entorno natural y de la civilización a la que pertenecemos y contribuimos.

Hoy la Constitución experimenta los envites de minorías que, sin conciencia de los riesgos conjurados y habiendo crecido en la experiencia de la libertad y la democracia que otros conquistaron y ellos han disfrutado, están dispuestos a desdeñar la concordia y traer al presente, no para asimilarlo sino para revivirlo, un pasado de riesgos y azares. La estabilidad constitucional alcanzada es ya, empero, aval que debiera calmar impaciencias, inhibir dinámicas disolventes y respaldar, en la convivencia pacificada, la generalizada voluntad de conquistar el mejor futuro de progreso y bienestar para todos los españoles.

Landelino Lavilla fue ministro de Justicia y presidente del Congreso (1979-1982). Actualmente es consejero permanente de Estado.

Entre la institución y la renovación

Ana Pastor

Tras 40 años de vida democrática, el trabajo legislativo que hoy se desarrolla en España no puede desligarse de un mundo cambiante, poblado de fenómenos que se relacionan con la globalización, la tecnología y los nuevos conocimientos científico-técnicos, y que desafían a veces nuestra capacidad para asimilar sus dinámicas. Todo ello se percibe en la vida del Congreso, y está muy bien que así sea; pero el procedimiento que seguimos al hacer las leyes no constituye, sin más, un método de trabajo, sino también —y por encima de todo— la expresión de un ideal político y social, que en nuestro caso se corresponde con el modelo democrático definido en la Constitución. Ese modelo se concreta en el sistema de la monarquía parlamentaria, estrechamente asociado al concepto de representación.

En su famoso Federalista número 10, James Madison teorizó sobre las ventajas de la democracia representativa cuando este sistema era todavía una experiencia política innovadora. Más de dos siglos después, podemos considerar probadas tales ventajas, y afirmar con certeza que los países más libres cuentan con instituciones parlamentarias eficaces y bien consolidadas. Esto no ha privado a otras sociedades de experimentar sistemas alternativos, pero los resultados no han sido precisamente felices. Cabría decir entonces que, para los españoles que viven en el siglo XXI, la garantía de su protagonismo ciudadano, del reconocimiento de sus derechos y de la armonización de sus diversos intereses sigue estando en el edificio decimonónico de la Carrera de San Jerónimo.

Entendido como práctica con sus rasgos propios, el parlamentarismo lleva sobre las espaldas una gran tradición, en la que se descubre, además, una importante carga simbólica. Nuestra historia parlamentaria remite a momentos emblemáticos y a grandes tribunos en los que vemos representada la conformación de la nación española, y la iconografía del Congreso mantiene muy presente el recuerdo de ese pasado. Sin embargo, aunque el Congreso actual sea el continuador de otros cuerpos que operaron allí desde la inauguración del palacio en 1850, la naturaleza y la función de nuestro Parlamento son expresión del tipo de Estado específicamente definido en el artículo 1 de la Constitución de 1978: social y democrático de derecho, cuyos valores supremos son la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político, y en donde la soberanía nacional reside en el pueblo español.

Los protagonistas de la transición eran notables conocedores de nuestra historia política, y era fácil descubrir en su estilo y en su oratoria la herencia de un Castelar, de un Cristino Martos, de un Cánovas o de un Melquiades Álvarez. Posteriormente, el decurso de nuestra democracia ha coincidido con ese mundo dinámico en el que España ocupa un lugar preeminente, y es lógico que el trabajo de los parlamentarios refleje las características y necesidades de una sociedad como la actual. La agenda del Parlamento debe incorporar respuestas a esas necesidades, que requieren un buen armazón de conocimientos actualizados, de la misma manera que en su día incorporamos el tratamiento de asuntos como la protección medioambiental o nuestra pertenencia a la Unión Europea. Por su parte, al mandato que expresan a través del sufragio los ciudadanos suman hoy una opinión muy activa, que dispone de medios inéditos para expresarse.

Deberíamos extraer las mejores lecciones de nuestra historia parlamentaria y especialmente del ánimo dialogante de la Transición

La actividad de la Cámara no podría dejar de inscribirse entre las coordenadas de la época a la que pertenecemos, y es fácil percibir tal adaptación en la forma y en el desarrollo de los debates.

En ese sentido, el contenido de los discursos, pero también la organización de las intervenciones y la regulación de los tiempos resultan fundamentales para servir con mayor eficacia a una sociedad como la actual, que espera de sus representantes respuestas que contribuyan a mejorar la calidad de vida de los ciudadanos. El trabajo parlamentario debe contribuir a resolver los problemas y alejarse de las arengas dogmáticas. El debate debe ir al grano y no perderse en ataques estériles o en discursos vacíos, que pueden ganar titulares de prensa pero que poco o nada aportan a resolver los problemas que acucian a mucha gente.

La palabra sigue siendo hoy el medio más eficaz para buscar en la Cámara el consenso en torno a las decisiones importantes o extraer de la confrontación de ideas la síntesis más eficaz. El lenguaje parlamentario debe contribuir a ensalzar la labor que nos han encargado los ciudadanos, a dignificar la institución. Respeto en el uso de la palabra, respetar al otro, porque solo así respetamos al conjunto de los españoles que nos han elegido.

Quienes estamos en el Congreso deberíamos extraer las mejores lecciones de nuestra historia parlamentaria —y especialmente del ánimo dialogante que caracterizó la Transición— para traducir la voluntad de la sociedad de hoy, singularmente compleja y necesitada más que nunca de inscribir sus innumerables interrelaciones en un marco bien definido de libertad, de justicia y de convivencia. Para delegar esa tarea en los representantes concurren los españoles a las citas electorales desde hace 40 años, conscientes de que el bienestar y el progreso del país requieren y requerirán siempre de la vitalidad de sus instituciones democráticas.

Ana Pastor fue ministra de Sanidad y de Fomento. Actualmente es presidenta del Congreso de los Diputados.

El Senado del siglo XXI

Javier Rojo

Hoy, la situación de nuestro país nada tiene que ver con la España de 1977 ya que gozamos de una Constitución que garantiza la libertad y la democracia plena. Estamos en Europa y las comunidades autónomas son una realidad, aunque las tensiones territoriales sean más acuciantes.

El Senado, prácticamente desde el inicio del sistema democrático, se ha planteado la necesidad y conveniencia de su reforma. Se han barajado múltiples propuestas desde todos los ámbitos, sin que ninguna de ellas se haya llegado a formular en concreto. Siempre faltó voluntad política por miedo a desacuerdos territoriales. El debate y la posibilidad de una reforma por el camino seguido hasta ahora se ha agotado. Fundamentalmente porque ha faltado valentía para reformar el actual texto constitucional. Y, sin embargo, la necesidad de un nuevo Senado es cada vez más perentoria, requiriendo una reforma constitucional profunda en sus contenidos territoriales.

Es incuestionable la necesidad de que las comunidades autónomas participen en las grandes decisiones estatales que tienen que ver con su ámbito competencial o afecten de forma sustancial a su territorio. Hay que integrarlas en las decisiones comunes. El problema fundamental del Estado de las autonomías es que no ha alcanzado el grado de integración imprescindible en un Estado compuesto, y que da lugar a un cierto albedrío en las decisiones de cada una y del propio Estado, que suele actuar unilateralmente en cuestiones que afectan o interesan a las comunidades autónomas.

Porque la integración política, y en consecuencia la social, es el gran reto de los Estados compuestos ya que el autogobierno es perfectamente compatible con la participación en las políticas generales, dentro de un proyecto de Estado común.

Desde mi punto de vista, y con la descentralización de la España actual, la representación de las comunidades en un Senado reformado debe serlo a través de los Ejecutivos autonómicos. Nuestro sistema político tiene un marcado carácter presidencialista, en el que los Ejecutivos ostentan poderes y facultades muy poderosos. La actividad política está concentrada en los Gobiernos, que día a día son los que toman las decisiones, gestionan y marcan el rumbo de cada comunidad.

Una Cámara Territorial eficaz debe configurarse de modo que la representación territorial de cada comunidad la decida cada Gobierno autónomo. Y que en la organización interna del Senado, los grupos parlamentarios se configuren sobre la base territorial, con un grupo y un portavoz. Cada comunidad tendría un número determinado de senadores, establecido de una forma ponderada.

Es incuestionable la necesidad de que las comunidades autónomas participen en las decisiones que afecten a su territorio

Los ejes sobre los que deben girar las funciones del Senado serían dos. Primero, ha de ser el instrumento esencial de integración política de las instituciones territoriales en las del Estado. Segundo, el garante de las peculiaridades de cada comunidad, del respeto a sus hechos diferenciales, su autogobierno y las competencias y atribuciones propias. Debe ser la institución donde se visualice su presencia en las del Estado y se elabore y articule la participación de las comunidades en los proyectos comunes bajo los principios de lealtad constitucional, respeto a las decisiones de unos y otros, no injerencia en las atribuciones de cada uno y, sobre todo, garante de la solidaridad interterritorial.

La cooperación y coordinación descansan hoy sobre las Conferencias Sectoriales, pero falta una institución política que las englobe. Así, el Senado debe ser la sede de la Conferencia de Presidentes como institución de debate general territorial, que marque el rumbo de las políticas comunes. Ya no sería necesaria su función de Cámara de segunda lectura. El control al Gobierno debe ceñirse a su papel territorial. Y en ese sentido, debe ser sometida a su consideración y aprobación todas las normas con rango de ley que supongan reformas de la estructura del Estado de carácter territorial. También las que en su contenido supongan modificación, ampliación o recorte de su ámbito competencial, las que supongan para las comunidades obligaciones de desarrollo o actuación en políticas públicas de carácter general y los programas sectoriales de ámbito estatal, dándole a su aprobación el máximo rango institucional.

Y, como pieza fundamental del nuevo Senado, estarán las grandes decisiones de carácter financiero y económico, de ingresos y gastos del conjunto del Estado, y las normas de carácter fiscal, en todo aquello que tenga repercusión para sus propias políticas. Funciones todas ellas ejercidas por el Consejo de Política Fiscal y Financiera, que quedaría integrado como un órgano propio de la Cámara territorial.

Todas estas facultades del Senado deben ser articuladas de forma detallada para evitar, como hasta ahora, una continua controversia sobre su alcance. En caso de discrepancias con el Congreso, que las habrá, deben preverse los supuestos en los que la decisión del Congreso prevalezca a la del Senado, y los que exijan una comisión mixta de los dos para el arbitraje final.

En conclusión, una reforma para el siglo XXI que respete la diversidad territorial y que fortalezca su unidad como nación.

Javier Rojo fue presidente del Senado (2004-2011).

Más información

Archivado En

_
_