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El salto de la cultura

La estela de los creadores de los inicios de la democracia ha sido más influyente que la de ninguna otra generación española

Representación de 'La Torna' de Els Joglars.
Representación de 'La Torna' de Els Joglars.Europa Press

En junio de 1977, Chuck Berry daba un concierto en Barcelona, se estrenaba la película Macunaima, en Madrid triunfaba el musical El diluvio que viene y en Donostia el joven cocinero Juan Mari Arzak daba con poco éxito en el bar de su madre platos innovadores que solo recogía la recién nacida revista Gourmet. No interesaba la gastronomía. Se llevaba lo sobrenatural, el avistamiento de ovnis, la parapsicología. Un periódico como La Vanguardia no tenía sección de Cultura, sino de Música, Teatro y Cinematografía, y las discotecas se llamaban boites. Y en esto se celebraron las primeras elecciones democráticas y todo cambió.

No es que antes no hubiera cultura ni creadores. Los había y muy buenos. Lo que marcó el paso a la democracia fue el acceso y la difusión de las artes. No sé quién cambió antes, si los receptores que querían escuchar, leer, ver cosas nuevas con nuevos enfoques o los emisores de los mensajes. La caída de los filtros de la represión y la censura coincidió con el despegue de una generación que no había sufrido el hambre y la miseria de la posguerra. Eran los hijos de los que tuvieron la desgracia de ser jóvenes en los años cincuenta. Tener 18 años en 1977 era ser joven en un país joven, nuevo, estimulante, prometedor, pero todavía con costumbres chuscas, atávicas de las que reírse o a las que aferrarse según conviniera.

Afloraron músicos, dramaturgos, diseñadores de moda y gráficos, dibujantes, pintores, cineastas, editores, galeristas, bailarines, fotógrafos, poetas y escritores para los que todo lo que antes estaba prohibido se permitía y además ¡se vendía muy bien! Los nuevos Ayuntamientos democráticos pronto quisieron hacer programación cultural propia y así granjearse la simpatía de los vecinos/votantes. La cultura servía para quitarse la pátina de lo viejo y se generaron espacios, mercado y una nueva manera de relacionarse entre artistas y público. Madrid y Barcelona eran un hervidero. Las propuestas artísticas eran compartidas por muchos y posiblemente no había lugar mejor en el planeta para ser adolescente, aunque poco después la heroína empezara a diezmar seriamente a esa generación.

Si en estos 40 años hemos aprendido algo, es que el acercamiento que posteriormente se estableció entre poder y cultura no ha sido beneficioso para los protagonistas de esta última

Los artistas no solo miraban adelante, sino que tendían puentes con las vanguardias de los años treinta, truncadas por la Guerra Civil y sepultadas por el franquismo, con lo que capitanearon su legitimación y revisión histórica. Al mismo tiempo era una cultura permeable, poco industrializada, tan atenta a lo popular como a las corrientes foráneas más underground, y particularmente hábil en transitar los géneros sin compartimentos estancos. Un torero como Esplá se codeaba con músicos pop, algo hoy exótico. Al no existir todavía instituciones culturales fuertes, el control sobre los proyectos por parte del artista era mayor. Se pensaba y se hacía. Muchos proyectos eran precarios, pero al menos más libres y fieles a la idea original que hoy. Ese modelo de ocio y de cultura se exportó bien. Empezamos a ser conocidos fuera como un país vital, un tanto desorbitado, en el que gente como Mariscal, Almodovár u Ouke Lele podían desarrollar sus carreras sin necesidad de residir en los epicentros culturales internacionales.

La estela de esos creadores ha sido más influyente que la de ninguna otra generación de la historia de España y, sin embargo, prevalece un sentimiento de exclusión. Si en estos 40 años hemos aprendido algo, es que el acercamiento que posteriormente se estableció entre poder y cultura no ha sido beneficioso para los protagonistas de esta última. Como sociedad, seguimos sin tener conciencia de la importancia estratégica de la cultura para un país, como si, por mucho que vendiera, la figura del artista siguiera siendo tan sospechosa para el poder como en los más oscuros tiempos de nuestra historia. Aún podemos remediarlo.

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Ángeles González-Sinde fue ministra de Cultura. Es cineasta y escritora.

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