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Un río de colores políticos

La evolución del sistema de partidos a lo largo de estas cuatro décadas, desde la incertidumbre de 1977 y los años del bipartidismo hasta hoy

Mariano Rajoy, Pedro Sánchez, Albert Rivera y Pablo Iglesias, antes del debate electoral de junio de 2016.
Mariano Rajoy, Pedro Sánchez, Albert Rivera y Pablo Iglesias, antes del debate electoral de junio de 2016.Uly Martín
Jorge Galindo

Era verano de 1977. Después de meses de incertidumbre, propia de una democracia joven que despierta de un letargo de 41 años, las primeras elecciones generales de la España posfranquista dieron a luz un sistema de partidos bastante homologable a la Europa de la que esperaba formar parte. Una formación de centro-derecha (UCD) se emparejaba con un partido socialdemócrata (PSOE), a ambos los acompañaba un comunismo disminuido y una derecha escorada (AP) que se debatía entre la nostalgia nacionalcatólica y el pragmatismo necesario para mirar al futuro. Era un nacimiento más tranquilo de lo esperado, pero la corriente política pronto cogería velocidad.

Ese primer sistema de partidos apenas duró cinco años, pero marcó dos herencias fundamentales que llegan hasta hoy: la ideología y el territorio. La primera es harto común en nuestro entorno, salvo en casos de fragmentación extrema: la existencia de un partido-referente principal a la izquierda y otro a la derecha. Rojo y azul. Lo que ha variado es el peso de dichas formaciones, así como su base de votantes. La ley electoral estaba pensada para favorecer a una formación mayoritaria de centro-derecha, con una base de voto conservador en las zonas menos pobladas del centro peninsular. Viejas clases medias y pequeños propietarios, sobre todo. El hundimiento de la UCD, una coalición más interesada que ideológica impuesta por las circunstancias de la Transición, le dejó a AP camino para crecer desde su rincón. Le tomaría una década entera salir de él y convertirse en el Partido Popular, nueva formación de centro-derecha capaz de aprovechar las ventajas del sistema. En mucho menos tiempo, el PSOE consolidó su viaje al centro-izquierda, gracias en parte a las clases obreras y medias urbanas (también rurales en Andalucía). Y fue así como terminamos con un bipartidismo que, si bien era imperfecto, también era de los más nítidos del continente.

Lo que hacía más imperfecta esta estructura no era la amenaza desde los extremos. Era inexistente en la derecha, dado que AP-PP se cuidó mucho de no liberar el voto reaccionario en su transformación; y tímida en la izquierda, con una IU poco competitiva en el ámbito nacional por razones tanto ideológicas como de adversidad en las reglas de juego. No: la imperfección venía sobre todo de la segunda constante heredada del origen de nuestra democracia. Y es que en realidad nuestro sistema de partidos no es uno sino varios. Las comunidades autónomas con significación nacional han contado desde el principio con sus propias formaciones de cariz descentralizador, sumando otros colores al crisol parlamentario y obligando a los partidos de ámbito estatal a pelear también en el eje territorial.

Las comunidades autónomas han contado desde el principio con sus propias formaciones de cariz descentralizador

Pero la época dorada del bipartidismo emborronó estas divisiones. Entre 1993 y 2011, PP y PSOE se repartieron sistemáticamente un 75%-85% de los votos. En ausencia de mayoría absoluta en el Congreso, los apoyos de las muñecas rusas más pequeñas, sumados a la ocasional intervención de IU, garantizaban la gobernabilidad aportando una parte de ese 15%-25% restante. Fue entonces cuando más se desdibujaron las fronteras ideológicas (en el ámbito económico), territoriales y sociodemográficas entre los electorados. Parecía un fin de la historia patrio, pero no fue tal.

Ya en las elecciones generales de noviembre de 2011 el equilibrio empezó a dar síntomas de agotamiento. El PSOE alcanzaba sus niveles más bajos. El arrollador triunfo del PP disfrazó lo que en realidad era el fin del bipartidismo, roto por tres lugares distintos: el primero fue el ideológico, y el segundo, el generacional. La nueva izquierda urbana se echó a las calles en mayo de ese año, y justo tres años después, en las europeas de 2014, transformaba las protestas en votos. Había nacido Podemos. En solo dos años consolidó un 20% del electorado, partiendo a la izquierda en dos mitades iguales. Algo menos generacional, pero igualmente ligado a la emergencia del eje nuevo-viejo en torno a la cuestión de la corrupción, y tan de clase media urbana como el partido morado, llegaba el naranja. Pero Ciudadanos lo hacía por el centro, dando a luz al primer partido liberal en la historia reciente del país.

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El cuadro resultante es tan colorido como quebrado: el multipartidismo ha sustituido al bipartidismo gracias a la fragmentación de la división tradicional izquierda-derecha, y a la nueva ruptura generacional. Se han mantenido, eso sí, los dos partidos de referencia: uno a cada lado del espectro. Rojo y azul suman ahora la mitad de los votos, pero les basta para mantener mayorías relativas. No es el nuestro un multipartidismo completamente horizontal, a la usanza nórdica, sino con énfasis en dos actores destacados.

Es, sin embargo, el tercer quiebro el más significativo para los años que vienen. Se trata del ensanchamiento de la brecha territorial. Por un lado, las posiciones de los partidos estatales y de los nacionalistas, en particular los catalanes, se han venido distanciando. Por otro, como el eje territorial y el ideológico mantienen cierto paralelismo variable, haciendo que la izquierda se enfrente a una profunda división interna: tanto los nuevos como los viejos deben resolver el rompecabezas territorial porque atraviesa sus propias formaciones. Aquella clase humilde del centro-sur y la nueva clase media urbana que formaron la base socialista en los ochenta se sienten hoy más lejos que nunca.

Desde los meses de incertidumbre de 1977 a los de 2015 pasó un río de colores políticos que aún no ha encontrado remanso, mucho menos desembocadura hacia un horizonte estable y tranquilo. La cuestión nacional, la cerrada cercanía entre PSOE y Podemos, la competencia sistemática entre ambos, el torrente de casos de corrupción que no cesa y la irrupción de la incertidumbre mundial en el contexto español no dejan espacio a la calma: por ahora, la corriente sigue fluyendo.

Jorge Galindo es sociólogo.

Sobre la firma

Jorge Galindo
Es analista colaborador en EL PAÍS, doctor en sociología por la Universidad de Ginebra con un doble master en Políticas Públicas por la Central European University y la Erasmus University de Rotterdam. Es coautor de los libros ‘El muro invisible’ (2017) y ‘La urna rota’ (2014), y forma parte de EsadeEcPol (Esade Center for Economic Policy).

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