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Humo, copas y ansia por cambiar

De edificio casi vacío en el que se jugaba a las cartas a epicentro político en el que se aprendió democracia sobre la marcha. Así era el día a día en aquel Congreso

Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón (izquierda) junto a Alfonso Guerra en el bar del Congreso en marzo de 1980.
Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón (izquierda) junto a Alfonso Guerra en el bar del Congreso en marzo de 1980.Marisa Flórez

La solemne sede de la soberanía popular en la madrileña Carrera de San Jerónimo era una especie de solar desangelado antes de que, en 1977, se celebraran las primeras elecciones democráticas tras 40 años de dictadura. Básicamente se jugaba a las cartas. Franco lo abría una vez al trimestre y solo había una docena de ujieres, otros tantos administrativos y unos pocos letrados. Como apenas había nada que hacer, los empleados de la Cámara baja estaban a media jornada. “Yo trabajé en un banco, en una empresa de seguridad, preparé unas oposiciones a Correos, al Banco de España, a la Academia de Policía…”, recuerda Juan Luis Herráiz, jefe de mantenimiento del edificio hasta su jubilación, el pasado mayo. Él llegó al Congreso en 1973. “Muerto Franco, empezó a haber un poco más de trabajo. Y llegó un día en que nos dijeron que teníamos que elegir”. La recién llegada democracia los necesitaba ya a jornada completa.

Los que se quedaron arrimaron el hombro. Al letrado de Cortes Nicolás Pérez-Serrano, 40 años después de que su padre, luego depurado por el franquismo, hubiera participado en la redacción de la Constitución de 1931, le tocó “desde comprar cortinas hasta elegir tapices”, recuerda. “Los diputados venían muy despistados”, añade Herráiz. “Tuvieron que aprender la democracia sobre la marcha”. La dictadura había sido eterna; la agonía de Franco, muy larga, y España tenía prisa por cambiar.

Eran jóvenes. La edad predominante entre los 350 diputados y 248 senadores que iban a aprobar la Constitución estaba entre los 36 y los 45 años, y casi un 20% tenían menos de 35. Y eran de forma apabullante hombres. En aquellos escaños a estrenar solo se sentaron 21 diputadas (y 6 senadoras). La periodista Soledad Gallego-Díaz, que, junto a Bonifacio de la Cuadra, examinó el perfil de los constituyentes en Crónica secreta de la Constitución, recuerda que había muchas más periodistas que políticas en el Congreso. “En eso, la sociedad iba por delante. Algunas diputadas eran veteranas especialistas, como la prestigiosa pedagoga Marta Mata. Pero a la hora de la verdad hablaban ellos. Ellas hacían los informes, les contaban lo necesario, y ellos salían a defenderlo después”.

Al principio, los diputados no tenían despachos. El corazón del Congreso, donde se intercambiaba información y se cerraban negociaciones, era el bar. “Ayudó mucho a lograr una mayor cohesión entre los diputados”, recuerda Gallego-Díaz. Entonces estaba en la primera planta y era habitual servir alcohol. Los parlamentarios pasaban muchas horas allí tratando de llegar a acuerdos entre cigarrillos, copas y puros. Una costumbre que tardó en desaparecer. “Yo he llevado gin-tonics a una comisión”, dice Javier Gutiérrez, actual maître, que llegó al Congreso hace 34 años.

El corazón del Congreso, donde los diputados se intercambiaban información y cerraban negociaciones, era el bar

No era extraño que algunos pidieran prestado para el cubata o dijeran a algún periodista que les invitara a comer. Los diputados de izquierdas donaban gran parte de su sueldo al partido y vivían tan al día que los de fuera solían alquilarse apartamentos entre cuatro o cinco en barrios humildes de Madrid.

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Había que sacar adelante un trabajo titánico. “Teníamos la responsabilidad de construir una democracia partiendo de la nada”, recuerda la socialista María Izquierdo, una de las pocas mujeres con escaño. “Al principio no teníamos ni sueldo, que tuvo que fijarse más adelante. Hubo que improvisar sobre la marcha. Trabajábamos sin parar, de la mañana a la noche, y lo importante no era salir en la foto ni hacer ruedas de prensa, sino cubrir objetivos, pequeños y grandes”.

En el Congreso coincidieron socialistas con comunistas, con herederos de la dictadura, con democratacristianos, con liberales… Había que tener cintura. Izquierdo relata que las batallas se libraban con trabajo y mucha flexibilidad. Y recuerda una que ganó gracias al humor. Se estaban debatiendo unas ayudas para “doncellas pobres”, mujeres de colegios y reformatorios que debían ser vírgenes para recibirla. “En esa sociedad tan mojigata, dije que esas chicas ya tenían bastante con ser pobres como para que además les exigiéramos ser vírgenes. A los diputados de la UCD les hizo gracia y aprobaron mi propuesta”.

“Entonces había ánimo de convencer al otro y también de dejarse convencer”, opina Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, entonces diputado por UCD y uno de los padres de la Constitución. “Hubo debates muy tensos, pero nada rompía el deseo de llegar a acuerdos”. “Era la primera vez que se hablaba en libertad en el Parlamento después de muchos años y se respetaba al contrario”, recuerda Gallego-Díaz. “Antonio Hernández Gil, por ejemplo, presidente de las Cortes, un hombre extraordinariamente religioso, quitó el crucifijo porque consideraba que los creyentes no tenían por qué hacer exhibición de su fe. Los abucheos en el hemiciclo, tan habituales ahora, empezaron mucho más tarde”.

El dirigente del PCE Santiago Carrillo con Xabier Arzalluz, líder histórico del PNV, en julio de 1978.
El dirigente del PCE Santiago Carrillo con Xabier Arzalluz, líder histórico del PNV, en julio de 1978.Europa Press

Y eso a pesar de que las heridas eran recientes. Algunos diputados se sentaron en las primeras Cortes democráticas posfranquistas casi nada más bajar del avión que les traía de vuelta del exilio. Manuel Fraga se cruzó en el hemiciclo con el comunista Ramón Tamames apenas unos meses después de enviarle a prisión como ministro del Interior. Ochenta de los parlamentarios que iban a aprobar la Constitución habían estado en las cárceles de Franco y uno había sido condenado a muerte.

Ayudaba también que muchos parlamentarios, de distintas tendencias políticas, eran amigos. Cuatro de los siete ponentes constitucionales —Gabriel Cisneros, Gregorio Peces-Barba, José Pedro Pérez-Llorca y Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón—, por ejemplo, se habían conocido en la Facultad de Derecho. En 1970, el 87,7% de la población no había pasado de la enseñanza primaria y los escaños se ocupaban por gente que había coincidido en las mismas universidades. El 83,2% de los diputados y senadores tenían estudios superiores.

El Congreso ha cambiado mucho desde entonces. Se han hecho sucesivas ampliaciones hasta llegar a los casi 80.000 metros cuadrados que ocupa ahora el complejo, que incluye una guardería, una comisaría de policía, un servicio médico, otro de correos, una biblioteca con unos 250.000 volúmenes y un restaurante que sirve cerca de 800 comidas al día. Hoy trabajan en él 1.500 personas.

Las leyes, que antes se trabajaban sobre todo en las Cortes, “vienen ahora muy cocinadas” del poder Ejecutivo, afirma el letrado Pérez-Serrano. Las mujeres ocupan el 39% de los escaños y la media de edad es de 48 años y medio. La corrupción política llena los periódicos y los informativos día sí y día también. Los diputados se escuchan poco los unos a los otros en el hemiciclo, hablan fundamentalmente para las televisiones y se aprecia en ocasiones un escaso respeto por el contrario. “Antes había un debate real”, opina Pérez-Serrano. “Lo que escuchamos ahora parece más bien una yuxtaposición de discursos inconexos”.

“Viendo intervenciones de épocas anteriores, es cierto que se aprecia más cariño por el discurso, por la palabra”, reconoce el actual diputado Íñigo Errejón, de 33 años, de Podemos. Él, profesor de ciencia política, tuvo que aprender sobre la marcha, como los parlamentarios de 1977. “Pero también es verdad que hay algunos que se ganan a pulso que nadie les escuche. Si subes a cubrir el expediente, la gente no presta atención. Si le pones pasión y convicción, te atienden. Creo que el debate parlamentario se está revitalizando un poco. Se vuelve a discutir de cosas importantes”.

El 78,85% de la población participó en las elecciones de 1977, que sentaron en el hemiciclo a representantes de 13 formaciones distintas. En las últimas, la participación fue del 69,84% y hay cuatro partidos menos en el Congreso. Los diputados de entonces recuerdan un gran cariño ciudadano. Ahora, los españoles advierten a sus representantes en cada barómetro del CIS: su mayor preocupación, por detrás del paro, la corrupción y los asuntos económicos, es “la clase política”. Sus señorías, los encargados de aportar soluciones, se han convertido en un problema.

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