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La vida en una cárcel de 60 días

Entramos en el centro de internamiento de Madrid, por donde pasan cada año más de 1.500 extranjeros

Mónica Ceberio Belaza
Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE) de Aluche.
Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE) de Aluche. Gorka Lejarcegi
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Una docena de mujeres pulula sin mucho que hacer por una habitación pequeña y fría con mesas y bancos metálicos negros y azules anclados al suelo. Al fondo hay una tele, una máquina de comida y otra de refrescos. En la llamada sala de ocio, las inmigrantes desayunan, comen, cenan y pasan el rato hablando o viendo la tele. A la hora del almuerzo salen a la cocina a por sus bandejas y regresan con un trozo grande de pan, un guiso de garbanzos, arroz y una pera. Más de la mitad son subsaharianas de Camerún, Mauritania, Costa de Marfil, Guinea y Senegal; el resto: marroquíes, una argelina, dos rumanas, una venezolana, una rusa… Van tapadas con chales de colores y mantas. Varias estornudan. Es enero, la calefacción está baja y hace frío. Algunas llevan encima los papeles de su expulsión, que no siempre comprenden por su escaso conocimiento del español.

Al final del pasillo hay otra sala más grande para los hombres. Es una zona mucho más tensa. Centenares de ellos se agolpan de pie en un espacio cerrado con rejas. Las mesas y sillas también están ancladas. El comedor, a un lado, es una estancia aparte que usan en dos turnos. Ya no son una docena de personas, como en la de mujeres, sino más de 150. Se quejan también del frío y de que tienen pocas mudas. Algunos tienen los zapatos muy rotos. Por turnos pueden salir a un patio con unas canastas en el que, solo cuando la Cruz Roja trae los balones, pueden jugar al fútbol o al baloncesto. Estamos en el Centro de Internamiento de Extranjeros (CIE) de Aluche, en Madrid. Uno de los siete que hay en España. Uno de los lugares por los que pasan más de 7.500 inmigrantes al año, de los cuales solo son expulsados a sus países el 29%. Cuando visitamos este CIE, a mediados de enero, había 169 personas: 156 hombres y 13 mujeres.

La ley dice que son “establecimientos de carácter no penitenciario”. Pero, para quien ha visitado alguna cárcel, un CIE tiene claros parecidos. Puertas metálicas que se cierran tras uno, rejas, habitaciones en forma de celdas en torno a amplios pasillos… Los dormitorios tienen literas con un colchón mínimo, un inodoro tras una puerta y unas baldas abiertas para dejar las pertenencias. Quedan cerradas a cal y canto durante la noche. Mientras las celdas de las prisiones son solo para una o dos personas, aquí están previstas para seis u ocho. Algunos centros, incluso, son antiguas prisiones: como el de Algeciras, que dejó de acoger a reclusos en 2000 debido al estado del edificio y ahora recibe a extranjeros sin papeles.

Los inmigrantes apenas tienen nada que hacer. Pueden recibir una visita al día durante un máximo de 30 minutos, en locutorio. Es cierto que, a diferencia de lo que ocurre en una cárcel, no van a cumplir largas penas de prisión sino que van a estar un máximo de 60 días. Pero la incertidumbre en la que viven, sin saber si van a ser expulsados o cuál va a ser la suerte que corran, hace que sean lugares con mucha tensión. En un CIE casi todo el mundo está muy nervioso.

Lo cuenta Amofa, de Ghana, 26 años, que pasó por Aluche en 2014. Pretendía ir a Suiza y en una estación le paró la policía con documentación falsa. “Me detuvieron y me llevaron al CIE”, recuerda. “Fueron 49 días muy duros porque los que estamos allí no sabemos qué va a pasar con nosotros ni en qué momento pueden venir a llevarnos a nuestros países. Pasamos mucha angustia. Hay gente que se pelea, que no se puede controlar. Yo traté de acercarme a la Cruz Roja y no tuve problemas con nadie, pero dentro hay todo tipo de personas. Algunos queremos estar tranquilos y otros buscan líos con la policía o con otros inmigrantes. Sobre todo, hay mucho nerviosismo”.

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Ante cualquiera que pasa por allí, lo primero que hacen los internos es sacar sus papeles para pedir ayuda. Se palpa la desesperación de la que habla Amofa. Pero en muchos casos los expedientes están cerrados y no hay nada ya que puedan hacer más que esperar para ver si el Estado logra expulsarlos o no. La defensa jurídica no es fácil, porque intervienen varios jueces en cada uno de los casos: un magistrado de lo contencioso verifica la legalidad del expediente sancionador, uno de instrucción ordena el internamiento —de forma bastante automatizada— y otro controla la estancia en el CIE. Es común, además, que cada uno de ellos esté en una ciudad diferente. Por ejemplo, uno de Salamanca dicta la orden de expulsión, otro de León aprueba el internamiento porque es allí donde le ha detenido la policía sin papeles y el de Madrid, donde está el CIE, vigila su paso por el centro.

Los inmigrantes pueden llegar allí por dos vías: por no tener papeles o por haber cometido un delito y que la pena, o parte de ella, se haya sustituido por la expulsión de España. Los primeros son abrumadora mayoría (el 58% son directamente recién llegados en patera) y suelen quejarse de estar mezclados con otros que, en algunos casos, sí son peligrosos. En las cárceles, por ejemplo, esto no sucede. Los presos preventivos están separados de los penados y estos últimos se distribuyen según su peligrosidad.

Con antecedentes y sin ellos

El hecho de juntar a personas con antecedentes con otras que no los tienen ha sido polémico desde el principio. El exministro del Interior Jorge Fernández Díaz anunció en junio de 2012 que iban a estar separados, pero esta promesa nunca se materializó. El reglamento que regula el funcionamiento de estos centros, aprobado en 2014, incluyó este punto, pero solo como algo deseable. El exministro anunció también que los funcionarios de policía se iban a encargar solo de las funciones de vigilancia mientras que iban a ser asistentes sociales quienes se ocuparan de la gestión del día a día —algo que además ha pedido el Defensor del Pueblo en reiteradas ocasiones—, pero esto tampoco se ha llevado a cabo.

El CIE de Madrid, en todo caso, ha mejorado en algunos aspectos. Esta redactora visitó el mismo centro hace cinco años, en enero de 2012. Ahora las celdas tienen inodoro dentro. No lo tenían entonces, y era un problema evidente por las noches –algunos inmigrantes han llegado a hacer sus necesidades en bolsas o en los lavabos, según referían a los jueces—. Antes no podían usar móviles y ahora sí lo hacen, con ciertas restricciones. Poco a poco, gracias a la labor de los jueces de control del CIE (tres magistrados de instrucción de Madrid que van rotando) y de las ONG, las condiciones han ido mejorando.

En estos momentos hay siete centros de internamiento de extranjeros abiertos en España, cada uno con sus peculiaridades. Aparte del de Madrid, hay CIE en Barcelona, Valencia, Murcia, Algeciras, Las Palmas de Gran Canaria y Tenerife. Oficialmente hay otro en Fuerteventura, pero desde hace años no tiene internos.

Un informe de la ONG Pueblos Unidos de junio de 2015 señala algunas deficiencias comunes: en ninguno están separados los internos en función de si tienen antecedentes penales o no; en ninguno hay asistencia sanitaria permanente; en ninguno hay un protocolo eficaz de identificación de menores o mujeres víctimas de trata; en casi todos hay puntos sin videovigilancia —lo que denuncian los inmigrantes, porque pueden sufrir allí malos tratos—; no existen mecanismos que permitan detectar la existencia de enfermedades contagiosas; hay escasez de intérpretes; en algunos sigue sin haber inodoro en las celdas…

La tensión es evidente, y muchas veces desemboca en motines. A finales del año pasado se sucedieron tres: en Murcia, en Barcelona y en Madrid. Los inmigrantes aseguran que sus condiciones no son dignas y que el trato no siempre es bueno; otros dicen que simplemente hay internos que se amotinan para tratar de escapar. La policía, mientras tanto, defiende su trabajo y asegura que se trata de un destino muy duro en el que casi nadie quiere estar; que ellos, a su manera, también son víctimas de este sistema y que ni siquiera han recibido formación específica para estar ahí, según indica Ramón Cosío, portavoz del Sindicato Unificado de Policía. “Lamentamos no disponer de los medios materiales y humanos suficientes”, señala.

Dado que el Estado no devuelve a sus países ni a dos tercios de los inmigrantes que pasan por los CIE, y que por lo tanto algo falla según la propia lógica del sistema, cabe preguntarse si no habría otras soluciones. Las ONG proponen algunas: retirada de pasaporte, presentación periódica ante el juez, pisos tutelados, mecanismos de localización permanente... alternativas que podrían servir en algunas situaciones. Y, para los que se decidiera que sí deben ser internados en un CIE, jueces, abogados, ONG y policía plantean la necesidad de una mejora en las condiciones de los centros y más recursos para su gestión.

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Sobre la firma

Mónica Ceberio Belaza
Reportera y coordinadora de proyectos especiales. Ex directora adjunta de EL PAÍS. Especializada en temas sociales, contó en exclusiva los encuentros entre presos de ETA y sus víctimas. Premio Ortega y Gasset 2014 por 'En la calle, una historia de desahucios' y del Ministerio de Igualdad en 2009 por la serie sobre trata ‘La esclavitud invisible’.

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