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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Contra el Estado de derecho

El espectáculo de este lunes en Barcelona fue antidemocrático y grotesco, pero no inesperado

Francesc de Carreras
 El expresidente Artur Mas y la exvicepresidenta Joana Ortega.
El expresidente Artur Mas y la exvicepresidenta Joana Ortega. Alejandro García (EFE)

El espectáculo de este lunes en Barcelona fue antidemocrático y grotesco, pero no inesperado.

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Desde hacía días se estaba preparando. En los medios de comunicación catalanes —desde los oficiales de la Generalitat y los declaradamente independentistas, como el Avui o el Ara, hasta los más moderados del grupo Godó— el despliegue de propaganda y de consignas para dar respaldo a los procesados fue similar al de las grandes solemnidades reivindicativas del 11 de septiembre.

Especial mención debe hacerse de la programación dominical de TV8, dirigida por el periodista Josep Cuní: toda la jornada dedicada a seguir la entrañable vida familiar de Artur Mas, la anterior a su comparecencia ante los jueces. La serenidad del gran líder, dispuesto a cualquier sacrificio por la patria, rodeado de esposa, hijos y nietos, tranquilo y seguro de que el siguiente sería un día histórico, uno más, fue un gran spot publicitario, un estremecedor prodigio de propaganda política.

Pero quizás lo más grave sea el motivo de la manifestación de este lunes. No se trataba, como en las Diadas de los onces de septiembre, de mostrar una voluntad de independencia sino de rechazar la legitimidad de un tribunal, del máximo órgano jurisdiccional en Cataluña; es decir, era una manifestación de rechazo al Estado de derecho, encabezada por el presidente de la Generalitat. En la semana anterior, ya habían proclamado las autoridades que se trataba de un “juicio político” y de una “anomalía democrática”.

En definitiva, a la ley y a las sentencias de los tribunales estas autoridades oponen la voluntad del pueblo, naturalmente el pueblo que está de su parte. Cuando hablamos del actual populismo, muchos piensan que todo empezó con Syriza, Podemos, Le Pen y Trump. No es así. En 1984, ante la amenaza de un proceso judicial que podía llegar a averiguar la actuación de Jordi Pujol en la última fase de Banca Catalana, este se encaramó al balcón de la Generalitat y proclamó que la querella de la fiscalía era, simplemente, un ataque a Cataluña. Ahí se empezó a atacar el Estado de derecho, ante el silencio general de la sociedad y de los partidos catalanes, con la complacencia de los dos grandes partidos españoles: en los años siguientes necesitaban a Pujol para formar Gobiernos.

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Los errores graves, a la larga, siempre se pagan. Debieron darse cuenta de que aquel ataque al Estado de derecho era la semilla de su futura destrucción, que quien atacaba no era demócrata sino nacionalista y populista. No es casualidad que Pablo Iglesias, en defensa de Mas, comentara este lunes por Twitter: “Habla mal de nuestra democracia que se juzgue a alguien por poner urnas”. Los populistas se comprenden y apoyan entre ellos. Hace pocos días, tras suspender un juez el ignominioso veto presidencial a la inmigración, Trump lanzó por tuit: “No puedo creer que un juez haya puesto al país en peligro. Si pasa algo la culpa es suya y del sistema judicial”. Y hace pocas horas ha declarado que “los jueces hacen el trabajo muy difícil”.

A los populistas les molestan los controles, los jueces; quieren todo el poder, sin límites. Deberían saber que la democracia no solo consiste en votar sino en votar conforme a la ley. El autócrata cree que solo él puede distinguir lo bueno de lo malo, el demócrata sabe que esta distinción la determinan los representantes del pueblo y, en última instancia, la controlan los tribunales.

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