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Las dos caras del papa Ratzinger

Firmó contra el celibato obligatorio y criticó la encíclica sobre la píldora, antes de convertirse en el inquisidor de teólogos

Imagen archivo del papa Benedicto XVI.
Imagen archivo del papa Benedicto XVI.Maurizio Brambatti (EFE)
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“Aquello no fue una decisión afortunada”. El emérito Benedicto XVI, de civil Joseph Ratzinger, se refiere a sí mismo cuando firmó un documento pidiendo la supresión del celibato obligatorio de los curas. Lo hizo poco después del concilio Vaticano II (1962-1965). No fue un arrebato, sino producto de un debate en la comisión para la Doctrina de la Fe en la Conferencia Episcopal Alemana, de la que el futuro papa formaba parte. También le disgustó a Ratzinger la encíclica Humanae Vitae en la que Pablo VI condenó en 1968 la píldora anticonceptiva. Agrupado entonces entre los teólogos más avanzados, en 1981 cambió de bando, se convirtió en el brazo derecho de Juan Pablo II y fue durante 25 años el azote del pensamiento teológico libre desde su cargo de prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, que es como se llama ahora el Santo Oficio de la Inquisición.

“La verdadera obediencia no es la obediencia a los aduladores que evitan todo choque y ponen su intangible comodidad por encima de todas las cosas”, había escrito Ratzinger en el libro El nuevo pueblo de Dios. Esquemas para una eclesiología (editorial Herder, 1972. Páginas 292-293). Añadía: “Lo que necesita la Iglesia no son panegiristas de lo existente, sino hombres en quienes la humildad y la obediencia no sean menores que la pasión por la verdad; hombres que den testimonio a despecho de todo ataque y distorsión de sus palabras; hombres, en definitiva, que amen a la Iglesia más que a la comodidad e intangibilidad de su propio destino”.

El papa de las dos caras, se ha dicho para alabarlo o denigrarlo. ¿Cuándo cambió de rumbo (o de bando) Benedicto XVI? Se lo pregunta Peter Seewald sin tapujos, después de recordarle que había trabajado en el Vaticano II “con Karl Rahner y Hans Küng” y que “se pronunció a favor del izquierdista Metz como sucesor suyo en Münster”. Esto contesta Ratzinger: “Vi que la teología no era ya interpretación de la fe de la Iglesia católica, sino que reflexionaba sobre sí misma. Para mí, aquello no era conciliable con la teología”. La respuesta figura en la página 200 del libro Benedicto XVI. Últimas conversaciones con Peter Seewald, presentado este lunes en la sala Alfa y Omega del Arzobispado de Madrid por el cardenal electo Carlos Osoro y el periodista Antonio Pelayo, corresponsal en el Vaticano de Antena 3 Televisión y de la revista Vida Nueva. También intervinieron Alfonso Díez, director de la editorial Mensajero, que lo publica en España, y el consejero delegado del Grupo de Comunicación Loyola, el jesuita José María Rodríguez Olaizola.

Por primera vez en la historia del Pontificado romano un papa vive para hacer balance de su gestión una vez retirado del cargo, hasta ahora vitalicio (hasta la muerte). También por primera vez un papa opina sobre su sucesor, para acallar o excitar las voces que lo comparan con Francisco para bien o para mal. Benedicto XVI, nacido hace 89 años en Marktl am Inn, en Baviera (Alemania), renunció al solio el 28 de febrero de 2013 y asumió discretamente el cargo de papa emérito después de dirigir ocho años los destinos del catolicismo mundial.

Antes de este libro-entrevista, el periodista Peter Seewald había conversado con Benedicto XVI/Ratzinger en tres ocasiones, con los títulos La sal de la tierra (1996), Dios y el mundo 2000) y Luz del mundo (2010), todos ellos grandes éxitos de ventas. Esta última conversación tiene el valor añadido de representar el legado del papa alemán, que parece necesitado de hacer un descargo de conciencia. El libro descarta que Benedicto XVI esté escribiendo sus memorias a la manera de las confesiones de san Agustín (o de Rousseau). Capacitad intelectual y estilo literario no le faltaría, con creces. Lector de Sartre en su juventud, dice que tiene escritas incontables “reflexiones”. Pero está a punto de destruirlas. “¿Por qué?”, pregunta Seewald. Son demasiado personales”. “Pero eso sería…”, le advierte. Respuesta: “… una merienda de historiadores”.

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Poseído de sí mismo, Ratzinger reconoce que en ocasiones tuvo “necesidad de humillaciones”. Juan Pablo II, antes de tomar cualquier decisión, solía preguntarse: “¿Y qué pensará de esto Ratzinger?”. Nunca se tutearon, pero eran uña y carne. “¿Le tenía miedo el papa Wojtyla?”, pregunta Seewald. “¡No! Pero se tomaba muy en serio nuestra posición”. El empoderamiento, como suele decirse ahora, venía de joven. Había superado con creces el examen de su “brillante“ (así la considera él mismo) tesis de habilitación para ser profesor de teología, y el entrevistador le pregunta si “por aquel entonces era proclive a darse ciertos aires”. Contesta: “Todo iba muy rápido, de modo que yo me contaba entre las personas de las que se esperaba que llegarían a algo”.

“Y aquello se le subió a la cabeza”, supone Seewald. “Eso no, pero uno necesita humillaciones”. Se refiere a que la destrucción de su tesis de habilitación, incluidos los comentarios que escribieron al margen los examinadores. “No, la tiré”, dice Ratzinger. “¿Ya entonces?” “Sí, entonces” “¿En un ataque de ira?” “La quemé”. “¿En la estufa?” “En la estufa, en efecto”.

Se ha dicho que los cardenales eligieron papa a Ratzinger después de que les dibujara una visión apocalíptica de la Iglesia romana tras el largo pontificado de Wojtyla. “¡Cuánta suciedad!”, les advirtió. Esa opinión venía de lejos. Lo había escrito el joven Ratzinger en 1958 con el título Los nuevos paganos y la Iglesia. Entonces, advertía del abandono masivo de fieles. Fue denostado a fondo. “Hasta se extendió la idea de que algunas de mis opiniones eran heréticas”, reconoce. Incluso fue denunciado ante el arzobispo de Múnich, el cardenal Joseph Wendel.

Abrumado muchas veces por la ausencia o el silencio de Dios ante tantas tragedias humanas, se disculpa por no haber tratado en sus libros sobre los crímenes del nazismo, que vivió siendo un jovencísimo soldado. “No consideré tarea mía reflexionar histórica o filosóficamente al respecto. Sabíamos que los judíos lo estaban pasando mal, que eran deportados, que se podía esperar lo peor, pero de los detalles concretos me enteré después de la guerra”, dice. En cambio, su padre sí reaccionó con energía, e incluso criticó el silencio de los altos eclesiásticos. “Ahora se presentan las cosas como si la Iglesia entera hubiera sido un instrumento de los nazis. Nosotros la experimentamos realmente como acosada, no quiero decir que perseguida. Todavía recuerdo bien cómo después de la guerra de repente nadie quería reconocer que había sido nazi, hasta el punto que nuestro párroco afirmó: ‘Como esto siga así, al final se dirá que los único nazis éramos los curas”, afirma.

El papa Ratzinger nunca fue muy bien recibido en su tierra, Alemania. El entrevistador lo califica de “maltrato”, y Benedicto XVI no lo desmiente, aunque se siente menos menospreciado que en su tiempo lo fueron Pío IX o Benedicto XV. “Ellos vivieron lo mismo de forma mucho más extrema, mucho peor que yo”.

El punto mayor de discrepancia con sus correligionarios alemanes terminó siendo el impuesto eclesiástico que recauda el Estado para dárselo a los obispos. “Tengo grandes dudas de que el sistema sea adecuado. No pretendo cuestionar su existencia como tal; lo que no resulta sostenible es la excomunión automática de quienes no lo pagan”, sostiene (página 264). Añade, sin contemplaciones: “En Alemania tenemos un catolicismo altamente subvencionado, a menudo con laicos católicos contratados que luego se enfrentan a la Iglesia con mentalidad de sindicato. Me entristece la situación, este exceso de dinero, que luego, sin embargo, siempre resulta insuficiente”. 

Pese a ser España uno de los países que más veces visitó siendo papa, Benedicto XVII no dedica al tema ni una sola palabra. En cambio, repasa y se emociona con sus recuerdos de otras visitas, por ejemplo, a Cuba, Francia, México, Turquía o Estados Unidos, y a sus encuentros con diversas personalidades de lustre.

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