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Españoles de sangre espesa

El dogmatismo preside los debates en una sociedad que tiende a sobrecargar de ideología cualquier decisión. La nueva política tampoco logra serenarse

PACO ROCA (EL PAÍS)

El personaje reaccionario de Fernando Fernán Gómez en La mitad del cielo destaca que los españoles genuinos tienen la sangre espesa. No termina de definirse esta singularidad, pero el discurso de don Pedro en la película de Gutiérrez Aragón sobrentiende la característica hispanoibérica de la obstinación, cuando no del partidismo extremo o del sectarismo, derivándose cualquier debate al interés propio o a la perspectiva particular, constriñéndola a una cierta miopía conceptual que excluye el criterio ajeno.

Un ejemplo reciente y pintoresco es el proceso judicial a Leo Messi. Tendría que dirimirse el debate en las cuestiones estrictamente fiscales o jurídicas, pero el rigor queda sobrepasado por la beligerancia de la causa mayor. Los medios deportivos catalanes defienden al futbolista como si se estuviera blasfemando con un tótem identitario, del mismo modo que el club excita la sospecha del acoso institucional de Madrid. No digamos si la Audiencia Nacional decide ocuparse al mismo tiempo de los delitos de corrupción entre particulares en que pudiera haber incurrido el brasileño Neymar.

Banderas esteladas en la grada del camp Nou durante un partido de la Champions.
Banderas esteladas en la grada del camp Nou durante un partido de la Champions.Vicens Gimenez ((c) Vicens Gimenez)

Chaves Nogales como elemento pedagógico

El sectarismo explica el esfuerzo conceptual y cultural que ha supuesto la restauración del escritor sevillano Manuel Chaves Nogales (1897-1944), víctima de la incomprensión en los años treinta y cuarenta precisamente porque representaba, como Albert Camus, la estirpe de los no alineados. Y no alineado no implicaba distanciarse de los problemas, sino asumirlos u observarlos desde una perspectiva crítica, desapasionada, incluso anémica, cuando se trataba de espesar la sangre.

Ni siglas, ni partidos, ni bandos. Chaves Nogales ha sido rehabilitado como un argumento pedagógico en una sociedad que tiende a la polarización y que apela al viejo sectarismo, precisamente cuando se suponía que se estaba produciendo la catarsis de la nueva política.

“No quiero sumarme a esta legión triste de los desarraigados”, escribía en su exilio londinense, “y aunque sienta como una afrenta el hecho de ser español, me esfuerzo por mantener una ciudadanía española puramente espiritual de la que ni blancos ni rojos pueden desposeerme”.

Queda simplificado el asunto al maniqueísmo del puente aéreo, como ocurre comúnmente en otros episodios relacionados con los tribunales. El juicio a la infanta Cristina por el caso Nóos se convierte en un punto de colisión de monárquicos contra republicanos, del mismo modo que se sobrecargan de ideología o de cainismo cuestiones tan dispares como las corridas de toros, el debate medioambiental y las soluciones al terrorismo islámico.

Se trata de tomar una posición y de convertirla en dogmática, tal como se ha demostrado en las fallidas negociaciones que sucedieron al 20-D.

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La lógica de bloques a la antigua usanza se vio sorprendida por una nueva edad que requería a los partidos fidelizar a los militantes, exacerbar las diferencias, compactar las minorías. Y es donde el sectarismo encuentra su hábitat más propicio. No se ha privilegiado la cultura del diálogo, se ha estimulado la confrontación y la crispación. Ocurre en la beligerancia del patriotismo frente al nacionalismo —la batalla de las esteladas en la final de Copa es un ejemplo elocuente—, del mismo modo que sucede con la mentalidad revanchista del populismo. Podemos, por ejemplo, ha llegado hasta el extremo de desdoblarse entre pablistas y errejonistas, vencedores y perdedores, respectivamente, en la resistencia a un pacto con el PSOE.

Quiere decirse que amanecimos en diciembre con un Parlamento a la italiana, pero arraigado en la mentalidad española del sectarismo. No ha habido flexibilidad en las posiciones. Y se ha antepuesto el interés propio sobre la emergencia colectiva, no ya dando la razón a Giulio Andreotti cuando decía que a la política española le faltaba finura (finezza), sino retrotrayéndonos al cuadro de Goya de La riña a garrotazos, un español de sangre espesa que pelea contra otro español de sangre espesa, sepultados ambos de barro hasta las pantorrillas como alegoría del inmovilismo.

El ‘caso Messi’ queda simplificado al maniqueísmo
del puente aéreo

Se ha partido la sociedad en la defensa de los titiriteros y en su condena, como ha sucedido con el proceso a Rita Maestre por su ofensa religiosa en la capilla de la Complutense. No consiguen serenarse los debates, ni despejarse ciertos síntomas oscurantistas, muchas veces al precio de situar el sectarismo en la acepción semántica de la RAE: “Fanatismo e intransigencia en la defensa de una idea o de una ideología”.

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El sociólogo José Juan Toharia atribuye el problema del sectarismo a la falta de tolerancia y a la ausencia de una verdadera educación emocional. “Son rasgos ambos que se derivan de la cultura franquista y que hacen de los españoles personas escasamente dispuestas a desdecirse de sus argumentos. Predomina la defensa a ultranza de la posición propia, aunque las encuestas llevadas a cabo en los últimos años definen unas conclusiones diferentes, como si dijéramos una cosa y luego hiciéramos otra”.

Respeto a las ideas

El Instituto Metroscopia, en efecto, realizó una que establece una insólita sensibilidad hacia la opinión del prójimo. El 89% cree que la prosperidad de un país requiere el respeto de las ideas y modos de vivir de los demás; el 88% piensa que nadie está por encima de la verdad, y hasta el 98% sostiene que cada uno puede decir lo que quiera, siempre y cuando se respeten las opiniones de los demás en un ámbito de ejemplar tolerancia.

Las fallidas negociaciones tras el 20-D son muestra
del sectarismo

No es la imagen que trasladan las tertulias políticas más exacerbadas de la televisión, casi siempre escenificadas en la dramaturgia de los dos frentes y en muchas ocasiones exageradas en su vehemencia y previsibilidad.

Se explicaría así la identificación de la audiencia en una trinchera y en la otra, más o menos como si los debates catódicos fueran la extrapolación de las conversaciones del bar. Y como si tuvieran que reproponerse los estertores guerracivilistas, oscilando de la vehemencia hasta la bronca, incluso evocando o invocando el poema de Machado: “Españolito que vienes al mundo, te guarde Dios, una de las dos Españas ha de helarte el corazón”. 

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