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“¿Cómo quiere que esté?”

La Infanta se mostró serena pero derrotada, como si hubiera asumido su abandono en un proceso que nunca estuvo previsto

La infanta Cristina durante su declaración.Foto: reuters_live
Íñigo Domínguez
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La Infanta entra y sale de la sala como alguien invisible para los periodistas, que se mantienen a distancia. Pero este jueves era como para preguntarle algo:

—¿Cómo está?

—¿Cómo quiere que esté?

Muy amable y con un sentido del humor triste, dijo que prefería no hablar ni off the record, porque eso ya no existe. Fue como si dijera que el off the record son los padres. La Infanta ya no cree en los reyes.

Sabía que este jueves se acercaba su hora, y mientras despachaba Salvador Trinxet, su predecesor en la lista, tuvo un momento de desfiguración del rostro con una profunda angustia, como si estuviera a punto de llorar, pero pasó. Cuando por fin la llamaron se produjo un último retraso, porque de repente hubo un receso. Se levantó de nuevo de la silla, como perdida en ese espacio tan desacostumbrado, y tan mal decorado, muy impersonal. Botellita de agua en mano, se acercó hacia las acusaciones sonriendo, como diciendo “bueno, pues ahora me toca”. Fueron cinco minutos eternos.

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La Infanta estuvo hablando con Clara y Mikel Urdangarin, hermanos de su marido, y su abogado Miquel Roca. Es una obviedad decirlo, pero era la única familia que tenía a su lado en el peor momento de su vida. Viniendo como viene de una familia no solo anómala —solo quedan unas 25 monarquías en el mundo—, sino desestructurada.

Su madre, Sofía, y su hermana Elena, las más cercanas, quizá la vieron por televisión. También aquellos de los que más se ha alejado: el rey, la reina y su padre. La Infanta dijo este jueves su frase más rotunda contra todos, incluida su propia familia, al absolver a su marido: "Estoy plenamente convencida de su inocencia". “Este es el corte”, cuchicheó un compañero de la radio en la sala.

Los Urdangarin se sienten solos y abandonados. Hubo un momento involuntariamente cómico, pero revelador, que ella vivió como un velo que se rasgaba sobre su interior. Le preguntó su defensa: "¿En cuántas personas confía usted?". "¿Confiaba?", preguntó con un hilo de voz, también triste. "En esa época", aclaró el letrado. Dio la sensación de que ya no se fía de casi nadie.

Esa imagen de soledad se ha acrecentado durante el juicio porque ni miraba a su marido y se mantenían a distancia, no se sabe si por táctica mediática o porque se sentían constantemente observados. Sea como fuere, tras cuatro semanas de descongelación este jueves emergió el calor humano. Por la mañana, Urdangarin se volcó en exculparla y salvarla, y en el receso fue directo hacia ella para apretarle la mano. Fue el primer contacto de afecto claro en casi un mes. Por la tarde, al terminar el trance de la Infanta, el exduque casi la abrazó. También Pepote Ballester, amigo de juventud y que ahora acusa a Urdangarin, dio un sentido abrazo a la Infanta en el pasillo, como arrepentido y por los viejos tiempos, y hasta ahora apenas habían cruzado palabra.

El abogado de la Infanta, Pau Molins, hiperprotector y protestón, anunció que su cliente no contestaría a nadie más que a él y la presidenta del tribunal le tuvo que decir que ya era mayorcita para decirlo ella. Roca, en realidad, apareció por la tarde como un patricio, por primera vez desde el primer día del juicio, y no intervino. "Gracias Señoría, contestaré solamente a mi letrado", fueron las primeras palabras de Cristina de Borbón en esta sesión histórica. Había en la sala 65 personas y frente a ella un retrato del rey, su hermano. La abogada de Manos Limpias, Virginia López Negrete, a quien el tribunal permitió leer sus preguntas al viento, aunque no fueran a ser respondidas, tuvo su segundo momento de protagonismo tras el de la mañana con Iñaki Urdangarin. Formuló más de cien preguntas en 35 minutos muchas de las cuales parecían más bien destinadas a la prensa y el público exterior. La Infanta ni se inmutó. Estaba en otra parte.

Por la mañana Urdangarin sí había respondido a la abogada, única acusación de la Infanta. Fue una autoinmolación para atraer sobre sí el foco de atención y exculpar de todo a su mujer, sacarla del proceso. No fue fácil ni agradable. Para probar que coló gastos personales en Aizoon, la sociedad de ambos, desfilaron por la pantalla decenas de documentos embarazosos y privados que crearon en la sala una sensación de intimidad violada. Correos donde Urdangarin enviaba besitos a Kid, mote cariñoso de la Infanta. Otro en el que contaba quién le había abordado “en un estado de embriaguez lamentable” en la boda de Victoria de Borbón o un mensaje que cerraba con una frase lapidaria, en lo deportivo: “¡Hoy el Madrid al paredón!”. Para ellos tener que explicar facturas de libros de Harry Potter en la Fnac, de la peluquería Llongueras, o 1.357 euros en vino es una especie de humillación que nunca estuvo prevista. Han quedado fuera de los privilegios de la Casa del Rey. Juan Carlos I, por ejemplo, nunca ha aclarado a cuánto asciende su patrimonio, ni cuando el New York Times lo cifró en 1.800 millones de euros habiendo partido "de la nada".

Urdangarin volvió a enumerar todas las personas de Zarzuela que supervisaban lo que hacían. Pero el fiscal luego sacó, en la que es la mayor de las muchas contradicciones del exduque, la declaración que hizo al juez en la instrucción: "La Casa de su Majestad no opinó, asesoró, autorizó, avaló las actividades que he desarrollado en el Instituto Nóos". Es al revés que con su socio Diego Torres: primero le acusó, y ahora le salva. Ahora se escuda en la Zarzuela, siente que le han dejado tirado y se ha roto la comunicación. Pero su estrategia de defensa llega con cuatro años de retraso. Fuera de tiempo. Ninguno de esos correos tan sonrojantes leídos estos años habría salido a la luz, se habrían ahorrado el escarnio. Subestimaron a Torres, un personaje resistente y muy habilidoso, o pensaron que se plegaría intimidado a la Casa del Rey.

Cuando el interrogatorio llegó al rey emérito, Juan Carlos I, se paró bruscamente. La letrada de Manos Limpias exhibía un correo de Urdangarin al monarca para pedirle “un par de gestiones” del Valencia Summit de 2004, básicamente que usara su influencia para atraer a peces gordos como Ecclestone o Blatter. Pero era un documento no admitido, como concluyó el tribunal tras casi media hora de receso para discutirlo. También salió la “donación” de 1,2 millones del padre de la Infanta para que se comprara su mansión en Pedralbes.

Este juicio que sale de la sala y llega muy alto, procesa a toda una élite: nobleza, políticos, grandes empresarios, escuelas de negocios caras, hasta deportistas olímpicos, que hay cuatro sentados en el banquillo. Tres profesores de Esade montaron empresas con Urdangarin, alumno suyo, antes de que creara la cuarta, Nóos Consultoría, con Diego Torres, docente del mismo centro exclusivo. Sería seguramente interminable enumerar las personas que se les han acercado así en los últimos años. Como para fiarse.

Al principio incluso no salía en la pantalla de la sala: oculta tras una columna que impedía verla, pasaron varios minutos antes de que apareciera en las imágenes. Fuera, en el mundo exterior, solo se veía a su abogado hacerle preguntas. Durante un rato fue una Infanta en off, solo se le escuchaba. Es como si ya estuviera fuera de todo, hasta de la imagen.

Abatida pero serena, ya derrotada, Cristina de Borbón pudo interpretar por fin una escena que habrá ensayado muchas veces estas semanas y al final ha interiorizado. Al volver a la silla bebió un buen trago de agua. Solo volverá al juicio para las últimas palabras.

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Sobre la firma

Íñigo Domínguez
Es periodista en EL PAÍS desde 2015. Antes fue corresponsal en Roma para El Correo y Vocento durante casi 15 años. Es autor de Crónicas de la Mafia; su segunda parte, Paletos Salvajes; y otros dos libros de viajes y reportajes.

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