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La parodia de un fantasma

La figura de Franco sobrevive en el territorio marginal del ‘kitsch’, el pin clandestino y lugares fieles como la plaza del Caudillo de El Pardo

Íñigo Domínguez
El búlgaro Ruben disfrazado de Franco en la plaza de Oriente de Madrid.
El búlgaro Ruben disfrazado de Franco en la plaza de Oriente de Madrid. Samuel Sanchez (EL PAÍS)

El único resto de Franco en la plaza de Oriente de Madrid, recinto de sus actos multitudinarios, es un Franco de pega que se pasea como un sonámbulo, porque no tiene cabeza y no ve, para camelar turistas y cobrarles la foto. Los que se hacen una tampoco tienen claro que sea Franco, solo les parece gracioso. Los otros artistas de la plaza le llaman el Sin Cabeza, sin más. Es un fantasma invisible de uniforme militar blanco con una banda con los colores de la bandera española. Cuando pasa una excursión escolar, la maestra explica a los niños la historia del lugar pero salta directamente de los Austrias a Felipe VI.

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A mediodía llega otro Franco de mentira, se saludan y el que acaba el turno se va. Pasa en los jardines entre las estatuas de Eurico y Leovigildo, reyes de España, y se sienta en un banco. Entonces se quita el disfraz y resulta que es un búlgaro que se llama Ruben. Vive en Parla con su mujer y su hijo en un piso de 550 euros al mes. Su esposa es el otro Franco y así él se puede comer un bocata de lomo. “Solo aguanto dos horas, esto pesa mucho y me duele la cabeza”, dice Sin Cabeza sobre esta grave responsabilidad que recae sobre sus hombros. Lleva tres años con esto. Gana diez euros al día, mejor que en Bulgaria, donde cuenta que el sueldo mínimo es de 150 euros y tiene que pagar una hipoteca.

Ruben eligió el disfraz porque vio que funcionaba. No sabe si por Franco, que casi ni sabe quién es, o porque parece como de capitán de barco. “Los españoles me hacen bromas diciendo que soy Franco y me cortan la cabeza”, explica. Pero poco más, es un monigote mudo que no produce nostalgia ni animadversión. Ruben sabe muy poco español. Este Franco espectral solo entiende el búlgaro cerrado, una macabra broma sobrenatural. Y es más, no tenía ni idea de que hoy se celebra el 40 aniversario de la muerte del original, pero se alegra mucho al pensar que será un buen día para el negocio. A unos metros otro búlgaro disfrazado de torero, Martin, se queja de que es un mal día. Solo hay turistas españoles, que nunca quieren fotos con él ni con Ira, la búlgara que le acompaña vestida de folclórica. Huyen de los topicazos ibéricos.

Las tiendas de recuerdos de la Plaza Mayor, en cambio, son una apoteosis de toros, faralaes y castañuelas. Pero ya son de franquicias, no franquistas. En ninguna hay cosas raras del caudillo, prefieren los osos amorosos. Por fin, en una más tradicional con cíngulos de la Virgen del Carmen y redecillas goyescas hechas a mano de todos los colores, admiten que tienen algo. Pero de tapadillo, es como para iniciados, hay que preguntar. El hombre saca un llavero de 2,50 euros con la efigie del dictador y un pin con la forma de su cabeza, dos euros. “Los tengo porque me los piden”, explica. La demanda ronda las cinco o seis personas al mes. Lo mejor es que los fabrica una empresa de Barcelona.

Nadie quiere cambiar

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En busca de otro escenario del régimen hay que irse a El Pardo, a siete kilómetros. Aquí está el palacio desde el que se dirigían los destinos de España y del que vivía el pueblo. Ahí ha quedado la plaza del Caudillo en un ambiente fraternal. Nadie se plantea cambiarle el nombre. Ni tampoco ponerle una placa a Goya, que vivió en esa plaza y no lo pone en ninguna parte.

La plaza tiene cuatro bares y en uno de ellos tres señores se ponen serios al acercarse a ellos: “¿De EL PAÍS? Nosotros somos fachas. No diremos nada”. Luego aclaran que es broma, ya ni esto se toma en serio, y responden amistosamente. Predomina eso de que se vivía bien y era todo muy tranquilo. “En la puerta del palacio había un quiosco y era del único rojo del pueblo. En la Transición se lo quemaron, nadie le tocó antes”, relata otro vecino. Cerró cuando se jubiló y ya no hay quiosco en El Pardo (4.000 habitantes). No llegan los periódicos y ahora está un poco fuera del mundo.

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Sobre la firma

Íñigo Domínguez
Es periodista en EL PAÍS desde 2015. Antes fue corresponsal en Roma para El Correo y Vocento durante casi 15 años. Es autor de Crónicas de la Mafia; su segunda parte, Paletos Salvajes; y otros dos libros de viajes y reportajes.

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