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Cataluña extrema (y V) | Nostalgia de frontera en Portbou

El enclave que separa España de Francia añora la edad de oro de las aduanas, cuando venían los trenes y las cigüeñas de París

El paso fronterizo abandonado entre España y Francia.Foto: reuters-live | Vídeo: Gianluca Battista

Puede que Portbou sea el pueblo de Girona menos independentista y el que más aspira, curiosamente, a la creación de una frontera. No por razones políticas ni identitarias. Más bien por nostalgia de la edad de oro, en los años setenta, cuando descendían en la estación local 3.000 pasajeros diarios. Y se empleaba un centenar de guardias civiles. "Y dos orquestas tocaban a la vez", nos recuerda Joan en el desengaño de una vía muerta, orgulloso de su uniforme de ferroviario y de sus 39 años de servicio.

No se ha jubilado todavía el operario, pero ha capitulado o se ha jubilado Portbou, compadeciéndose de su propia decadencia a semejanza de little Detroit. A Joan no le gusta que hablemos de ciudad fantasma, aunque cuesta sustraerse a la agonía, con más razón después de coronar la frontera de asfalto en el límite de Francia. Las casetas de control de pasaportes están recubiertas de grafitis. Y los negocios que antaño solemnizaban el estraperlo podrían declararse en peligro de derrumbe.

Sucede igual con las casas señoriales del paseo de la Sardana, a la orilla del mar. Se resienten de un aspecto decrépito y fantasmagórico, aunque a Joan el ferroviario no le guste el término. Ni le gusta a Manuel Torres la paradoja de su negocio de hostelería en la hipótesis de la independencia. Se llama España su terraza. O El España, toda vez que las presiones e intimidaciones ambientales le constriñeron a personalizar los titulares del negocio.

Walter Benjamin, parada final

Portbou es un lugar de paso, un desfiladero que araña los Pirineos y se abre en herradura al mar, aunque Walter Benjamin (1892-1940) lo escogió como su última parada. Más que suicidarse se dejó morir, arrestado con sus correligionarios judíos por la policía franquista, resignado a la travesía que pretendía emprender desde España hasta Portugal y luego hacia América, donde lo aguardaba Theodor Adorno, como lo esperaban tantos colegas represaliados por el nazismo.

Había elegido Benjamin un lugar anónimo, pero la propia reputación del filósofo germano relaciona Portbou con un lugar de culto. Sus restos han recibido la dignidad que le arrebataron y ocupan el lugar más honroso de la necrópolis. Que es la Acrópolis, pues el camposanto de Portbou se ubica en un apabullante mirador donde el artista israelí Dani Karavan ha concebido un homenaje a Benjamin, una mastaba que conduce al mar entre las paredes de un túnel y que parece evocar las palabras de Hannah Arendt cuando se postró en la tumba de su amigo: "Este es uno de los lugares más bellos del mundo". Cuesta trabajo desmentirla.

Y cuesta menos trabajo imaginarse lo que fue Portbou en sus años de bonanza. La perspectiva cenital del cementerio garantiza la ilusión óptica de una ciudad del Ibertren, con sus túneles, sus casitas y sus convoyes ferroviarios, meciendo con su eco lejano el sueño de Benjamin.

Lo frecuentan esencialmente los turistas franceses. Quieren paella y sangría, aunque el viaje "transfronterizo", más parecido a una misión paracaidista que a un apego turístico, les permite abastecerse de tabaco, alcohol y gasolina en condiciones ventajosas.

Manuel Torres es cordobés de nacimiento, trabajó en las compañías aduaneras cuando Portbou era un potosí, se recicló de camarero, terminó adquiriendo El España y fue alcalde del municipio entre 1999-2008. Primero con un partido independiente. Después, con las siglas de CiU, orgulloso de haber conseguido que Francisco Álvarez Cascos, ministro de Fomento en los tiempos del PP, habilitara el túnel que ha puesto fin a la ruta de la biodramina —un agotador circuito de curvas— y que devolvió a Portbou un repunte en su idiosincrasia de ciudad de paso. No sólo por el ajetreo de los trenes que antaño venían de Francia, de Alemania, de Italia. También por la memoria de los exiliados, centenares de miles de republicanos que atravesaron las Termó-pilas de Cataluña para refugiarse entre los riscos de Francia, una caravana de refugiados que suscita en 2015 inquietantes comparaciones continentales.

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"Me estremece pensar que pueda producirse la independencia", nos explica el señor Torres. "Y al mismo tiempo comprendo que esa posibilidad, de la que no me siento partidario, haya inspirado la nostalgia de los viejos tiempos. La prosperidad de Portbou está relacionada con la época en que fuimos una formidable frontera. Aquí vivíamos casi 4.000 personas (ahora residen un millar). Todos teníamos trabajo. Era un lugar fascinante, de una vitalidad increíble. Ya empezaron a cambiar las cosas en los ochenta, con las fronteras interiores —los productos extranjeros pasaban revista en Madrid o Barcelona— pero la Unión Europea cambió nuestro destino".

Casa de ferroviarios

Los topónimos de Maastricht o de Schengen se han convertido en barbarismos y supersticiones para los vecinos de Portbou. Podría decirse lo mismo de La Jonquera y de la edad de oro del camión, cuya opulencia arrastra un agravio comparativo. Se desmoronan en Portbou las antiguas casas de los ferroviarios. E impresiona el desasosiego de la estación. Decenas de vías amortajadas con la hierba, muertas. Muertas como la caseta donde el Talgo se detenía para adaptarse a los raíles de Francia. El último circuló en diciembre de 2013. Ya no vienen talgos de París. Ni cigüeñas tampoco. María, empleada de la gasolinera en el extremo fronterizo, nos recuerda que sólo hay cincuenta niños en el colegio de Portbou.

Predominan, al contrario, los jubilados. Incluido el propio alcalde. José Luis Salas es hijo de madrileño e hincha del Atleti. Trabajó medio siglo en una empresa de transportes. Fue elegido por CiU y cumple con escrúpulo la obligación de colocar la bandera española en el balcón municipal. Sostiene que los problemas de relación entre catalanes y españoles sobrevinieron cuando José María Aznar suprimió la mili —"allí éramos todos iguales, nos conocíamos, confraternizábamos"—, una teoría acaso tan estrafalaria como podría serlo encomendar al proyecto de la independencia el sueño de la frontera fértil.

"Daría lo que fuera por que Portbou recuperara su esplendor. Renunciaría a mis sentimientos para que los jóvenes tuvieran trabajo. Pero creo que no deberíamos engañarnos nosotros mismos. Portbou no volverá a ser la Portbou que fue".

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