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Ideas
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

Intolerancia castiza

Un repaso histórico a los sentimientos antijudíos en España desde la expulsión de 1492 a los comentarios antisemitas en las redes sociales y las barras de bar

Fiesta de Peropalo en Villanueva de la Vera (Cáceres).
Fiesta de Peropalo en Villanueva de la Vera (Cáceres).Reuters

El antijudaísmo de la Europa cristiana medieval tuvo rasgos peculiares en la Península Ibérica, donde los judíos convivieron con otra minoría religiosa, la de los mudéjares musulmanes, que con la mayoría cristiana constituyeron la sociedad de castas. La importancia de esta compleja convivencia en la historia, cultura y mentalidad de los pueblos peninsulares fue destacada en su día por Américo Castro, quien, sin embargo, sólo supo expresar su hallazgo en términos literarios, casi poéticos, como el de la “morada vital”. Más fructífera es la interpretación de las castas como grupos étnico-religiosos, como han hecho los antropólogos Julio Caro Baroja y Christiane Stallaert.

Cristianos, “moros” y judíos convivieron segregados varios siglos, pero en el XIV estos últimos comenzaron a sufrir persecuciones. Tras el ciclo que se inició con las matanzas de 1391, que asolaron especialmente el arco mediterráneo, desde Andalucía hasta Cataluña, la mayoría de los judíos se habían convertido. Pero los nuevos conversos pronto sufrieron violencias por parte de un sector de la casta cristiana, que los seguía considerando judíos, aunque encubiertos, porque sus taras morales no las borraba el bautismo. Se les comenzó a discriminar por carecer de la “limpieza de sangre” de los cristianos viejos.

Tras la expulsión de los judíos en 1492 y la conversión forzada de los mudéjares en 1501, toda la población era cristiana, aunque los conversos y los ahora llamados moriscos constituyeron la casta de los cristianos nuevos, discriminados por la impureza de sangre y perseguidos por la Inquisición.

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Los siglos del casticismo constituyeron una identidad étnica cristiana vieja para la que el judío y el moro eran los “otros” por antonomasia, dejando una profunda huella en la cultura y la mentalidad popular, que en cierta medida ha llegado hasta nosotros. En toda España leyendas, romances y refranes expresan la imagen sumamente negativa del “judío” en el imaginario popular. También fiestas, como el Misteri d’Elx, la vaquilla de Fresnedillas o el Peropalo de Villanueva de la Vera. Y ritos populares de Semana Santa, como la quema de los Judas, o el ruido que los niños catalanes hacían con los carraus, que era “anar a matar jueus”. En castellano, gallego y catalán ser un judío (xudeu o jueu) se refiere normalmente a cualquiera que sea mala persona, alguien que hace “judiadas”.

La revolución liberal española inició una lenta lucha contra la intolerancia castiza. En 1813 se abolió la Inquisición, pero la Constitución de Cádiz mantuvo el catolicismo como religión única. La libertad de cultos hubo de esperar a la Revolución Gloriosa de 1868, y quedó en mera tolerancia con la Restauración. Las luchas políticas contemporáneas fueron en buena medida luchas en torno al estatus político-social del catolicismo. En este contexto, los liberales comenzaron a simpatizar con los judíos medievales, víctimas principales de la odiada intolerancia inquisitorial, sin que por ello abandonaran muchos de los estereotipos antijudíos. Los historiadores comenzaron a “nacionalizarles” y a reivindicar su legado.

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A comienzos del siglo XX muchos nacionalistas españoles, incluso conservadores, se emocionaron con el “descubrimiento” de los sefardíes balcánicos y mediterráneos, al ver cómo conservaban el castellano y los viejos romances medievales. Para esas fechas, sin embargo, ya había llegado a España el moderno antisemitismo, procedente sobre todo de la Francia de Drumont y del affaire Dreyfus, que entusiasmaba especialmente a los católicos más antiliberales, tradicionalistas e integristas.

Pero el conservadurismo liberal se hundió durante la república. Entonces, y durante el primer franquismo, el antisemitismo se convirtió en uno de los grandes leitmotiv de la derecha española, coincidiendo con la ola antisemita que se extendía por el continente junto al ascenso de los fascismos. De la famosa falsificación Los protocolos de los sabios de Sión, que mostraba el complot judío mundial para destruir y esclavizar a los pueblos cristianos, se hicieron más de una docena de ediciones en aquellos años.

Para la identidad étnica cristiana vieja, el judío y el moro eran los “otros” por antonomasia

Tras la derrota del Eje en 1945, sin embargo, el franquismo puso sordina a la propaganda antisemita, relegada a los sectores ultras del régimen, aunque los tópicos del antijudaísmo castizo podíamos leerlos aún en los libros escolares de los años sesenta. Los mismos grupos ultras mantuvieron la bandera antisemita durante la transición, pero hoy el antisemitismo clásico ha quedado reducido a pequeños círculos integristas y neonazis, que siguen reeditando los Protocolos en pequeñas tiradas. Desde el concilio Vaticano II, el grueso del catolicismo ha abandonado el antisemitismo político, mientras que, especialmente bajo el presidente Aznar, la derecha española se alineó con el ala dura del sionismo israelí.

Las encuestas en España, de modo similar a Europa occidental, muestran que las actitudes xenófobas están mucho más centradas en la creciente islamofobia, o en el sempiterno rechazo de los gitanos, que en el antisemitismo, que da una imagen política demasiado radical (salvo en la Europa oriental y entre los sectores islamistas de las minorías musulmanas).

Tras la Guerra de los Seis Días (1967), con el comienzo de la colonización de los territorios árabes ocupados por Israel (violando las convenciones de Ginebra) y el alineamiento total de Jerusalén con Washington, emergió con fuerza un antisionismo de izquierda, que condenaba al Estado de Israel y le acusaba de ser el portaaviones del imperialismo norteamericano en Oriente Próximo.

Este antisionismo se moderó notablemente en los años ochenta cuando, tras la aceptación por la Liga Árabe y la OLP de la resolución 242 del Consejo de Seguridad, la gran mayoría de estos izquierdistas pasaron a defender la solución de dos Estados sobre la línea fronteriza de 1967, aceptando así el de Israel. El rechazo de Israel a esta solución pacífica, con la titubeante excepción de los Gobiernos de Rabin y Barak, y muy especialmente la constante expansión de las colonias de Cisjordania y el bloqueo de Gaza, con los periódicos conflictos armados, que causan muchos centenares de víctimas civiles, deterioran la imagen internacional de Israel, y no sólo entre los sectores de izquierda.

No se debe confundir este antisionismo con el antisemitismo, como interesadamente hacen los filosionistas

Pero, en mi opinión, no se debe confundir este antisionismo con el antisemitismo, como interesadamente hacen los filosionistas. De hecho, los más lúcidos y agudos críticos de la política de ocupación de Israel son israelíes: sus diferentes minorías pacifistas, bien conocidas. Pero también es verdad que, sobre todo durante la fases de agudización del conflicto, se oyen en la calle (y supongo que en las redes sociales) expresiones de condena a “lo que hacen los judíos”, reverdeciendo así el estereotipo castizo de “el judío”.

Creo que si Israel revirtiera la colonización de Cisjordania y aceptara una paz en los términos de las resoluciones de las Naciones Unidas, como hizo la Liga Árabe y la OLP hace 30 años, se daría un gran paso en la superación de la herencia del antijudaísmo castizo. Porque la cultura tradicional en España, para bien y para mal, está muy olvidada; el catolicismo, incluso el conservador de Juan Pablo II, ha rectificado su teología del deicidio; el Holocausto sigue atrayendo el interés del público y el nazismo es casi universalmente considerado como el mal absoluto; y el filosefardismo sigue vivo, y se manifiesta hoy en el interés por el pasado judío, sobre todo en las localidades que han constituido la red de juderías (que, eso sí, procuran ocultar su historia de discriminación y persecuciones).

Gonzalo Álvarez Chillida es profesor de Historia del Pensamiento en la Universidad Complutense de Madrid, autor de El antisemitismo en España. La imagen del judío.

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