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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Pisar el barro

Ser intelectual no garantiza un comportamiento dialogante, pero sí puede ser un antídoto contra la superficialidad demagógica

“¿Usted era alguien, verdad?”, le dijo por la calle una señora a Ángel Gabilondo poco después de ser proclamado candidato socialista a la presidencia de la Comunidad de Madrid. No es alguien muy conocido, pero ha sido bien recibido, sobre todo porque de su paso anterior por la política lo que se recuerda es su carácter dialogante, demostrado en su intento de consensuar con el PP un pacto por la educación que acabara con la inercia de que cada cambio de signo del Gobierno implicase modificar la legislación sobre ese asunto.

Una prueba reciente del aprecio del votante por las actitudes dialogantes es que el despegue de Ciudadanos en las encuestas coincidió con sus ofertas de unir fuerzas con UPyD. El reiterado rechazo por este partido, que parece más interesado en buscar motivos para no pactar que en superar las diferencias, reforzó por comparación la imagen de Albert Rivera.

Gabilondo es, como lo era Ortega, catedrático de Metafísica. O sea, un intelectual profesional

“Quien solo sirve para diputado será un mal diputado”, dijo hace años Felipe González. Gabilondo es, como lo era Ortega, catedrático de Metafísica. O sea, un intelectual profesional. Personajes que compatibilizaron esa condición con la de político fueron Pi y Margall, Cánovas, Azcárate, y más tarde Azaña, Besteiro, De los Ríos, Zugazagoitia, Sánchez Albornoz, Semprún.

La condición de intelectual no garantiza un comportamiento dialogante, pero sí puede ser un antídoto contra la superficialidad demagógica de tantos políticos profesionales. Rajoy exhibió la suya con el despectivo trato que dispensó a Pedro Sánchez en el debate del estado de la nación. Pero el novel líder socialista rayó a similar altura con su teatral desplante ante la riada del Ebro: “Qué coño tiene que pasar para que Rajoy salga de La Moncloa y pise el barro”. Lo dijo pisando el barro, y proclamándose personalmente “indignado”, de forma que se le entendiera que él no era como Rajoy sino alguien que “da la cara”. Un mensaje que para ser eficaz tendría que haber eliminado ese aire de autoelogio electoralista.

En 2002, en vísperas de las elecciones federales, hubo unas dramáticas inundaciones en el este de Alemania. El canciller Gerhard Schröder se personó de inmediato en el lugar de la catástrofe, con sus botas de pisar barro y su chubasquero. Así lo vieron por televisión millones de alemanes: interesándose por las necesidades de los damnificados pero cuidándose, por instinto político, de evitar cualquier proclama electoralista o reproche directo a su rival, Edmond Stoiber, que encabezaba las encuestas. El gesto de Schröder provocó un vuelco en los sondeos y acabó ganando.

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El excanciller socialdemócrata Helmut Schmidt se escandalizaría, algo después, en su semanario de que los politicos de todos los colores “no se hubieran enterado de que ante una catástrofe como esta, la campaña electoral es una cuestión de tercera”; y reprochó a Schröder no haber impulsado “un comité de crisis con la oposición”.

Alguien debió recordar ese antecedente a Pedro Sánchez, que el lunes volvió a orillas del Ebro para ofrecer su colaboración al Gobierno y proponerle convocar una comisión interministerial e interterritorial para desplegar varias iniciativas urgentes contra los efectos de la riada. Actitud que él mismo embarró este miércoles volviendo al tono demagógico para acusar a Rajoy de que “no le importa el sufrimiento de la gente”. Manca finezza.

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