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La nueva vida del Saint Joseph

El hospital donde trabajaba Miguel Pajares reabre cuatro meses después de sufrir el virus

José Naranjo
La pediatra Fnata Kibungu superó la pesadilla de la enfermedad.
La pediatra Fnata Kibungu superó la pesadilla de la enfermedad.PABLO TOSCO

El pasado mes de julio, el ébola se coló en el Hospital Católico Saint Joseph de Monrovia dejando tras de sí un dramático rastro de nueve muertos, entre ellos el religioso español Miguel Pajares. El hospital, que se había labrado un reconocido prestigio tras medio siglo de vida, tuvo que cerrar sus puertas. Se enterró a los fallecidos, se quemaron colchones, cortinas, libros y todo lo que pudo estar expuesto al virus, se desinfectaron las instalaciones y, en las últimas semanas, se llevaron a cabo obras para adaptar el centro a los nuevos tiempos. Los doctores Senga, Fanta y Aroh, tres médicos que trabajaban allí, que se contagiaron y pasaron su infierno particular, tres supervivientes del ébola, aportan ahora su experiencia en la formación del personal. Tres meses y medio después, el Hospital Católico Saint Joseph renace de sus cenizas.

Los obreros van y vienen. Huele a pintura, a lejía. Un camión cargado de cajas con ayuda humanitaria aparca junto al almacén. En el interior del hospital, los enfermeros y auxiliares se prueban una y otra vez el PPE (Equipo de Protección Personal, el famoso traje de astronauta) y dan sus primeros pasos con él. A partir de ahora, al menos mientras se mantenga activa la epidemia de ébola en el país, tendrán que usarlo ante todo caso sospechoso que se presente, pero también en quirófanos y paritorios, donde el contacto con fluidos es constante. “Hacer una cesárea con PPE es como conducir borracho”, asegura el ginecólogo Rudy Lukamba, “pero hay que adaptarse”.

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Lentamente, la vida vuelve a este enorme recinto que alberga además del centro hospitalario, dos residencias, una cafetería, una capilla, un almacén, una escuela y varias casas, situado entre el Bulevar Tubman y la playa. Propiedad de la Orden de San Juan de Dios e inaugurado por religiosos españoles en 1963, aquí todos lo conocen como el Hospital Católico. El próximo día 24 reabre sus puertas, de momento solo el área de Maternidad y de manera progresiva, pero “el trauma vivido ha sido una auténtica tragedia”, explica el director de la ONG Juan Ciudad, José María Viadero, que ha viajado hasta Monrovia para echar una mano.

La pesadilla comenzó en julio. En medio de la peor epidemia de ébola de la historia, que entonces tenía en la capital liberiana su foco más activo, los 200 trabajadores de este centro seguían haciendo su trabajo sin los medios de protección adecuados. El director, enfermero camerunés y religioso, Patrick Nshamdze, había solicitado al Gobierno que le enviaran guantes, gafas, trajes y botas, pero las autoridades estaban desbordadas. Y entonces ocurrió lo que todos temían. Una joven que había sufrido un aborto es hospitalizada y en menos de 24 horas fallece. En ese momento no lo sabían, pero la chica estaba enferma de ébola. El primer contagiado fue el propio hermano Patrick, quien aquel día, en su ronda matutina por el hospital, le tomó el pulso a la joven.

Una de las reconvertidas salas del Hospital Saint Joseph.
Una de las reconvertidas salas del Hospital Saint Joseph.pablo tosco
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Días más tarde, el hermano Patrick empieza a sufrir los primeros síntomas. Como la primera prueba arroja un resultado negativo, todos se confían. Van a verlo, le tocan, le alimentan, le ayudan a bañarse. Cada día le asisten los hermanos de la congregación, las monjas, el médico de guardia. Le hacen una segunda prueba que, ahora sí, da positivo. El 1 de agosto lo trasladan al centro de tratamiento ELWA, donde fallece horas después. No había más opción. El Saint Joseph debía cerrar.

Durante los 20 días que el hermano Patrick permaneció enfermo en el hospital, una de las personas que lo atiende es el doctor Omeonga Senga, un médico congoleño de 52 años. “El mismo día que murió el hermano Patrick empecé yo con los síntomas. Vómitos, fiebre, luego diarrea”, asegura. Poco a poco, los demás fueron cayendo enfermos. En total, 15 personas, entre los que se encontraba el superior de la comunidad religiosa, el español Miguel Pajares, que fue repatriado y falleció en Madrid. Pero su huella aquí es imborrable. “Se preocupaba mucho por la gente y le querían, daba becas para estudios, ayudas para construir un pozo o para comprar una tierra. Era un misionero a la antigua usanza, a mí me transmitió su amor por África”, recuerda Viadero.

En menos de dos semanas murieron nueve personas, de las que cuatro eran religiosos y cinco trabajadores del hospital, entre ellos dos enfermeros, una trabajadora social, un técnico de Rayos y un técnico de Laboratorio. Ansumanu Kromah, auxiliar de quirófano, permaneció allí hasta el último momento y vio morir al hermano George Combey y a la hermana Chantal Mutwameme. “Claro que estaba asustado, pero no podía abandonarlos. Entre el enfermero William y yo nos turnábamos para alimentarlos y cuidarlos. Recuerdo que en aquellos días había un silencio enorme”.

El doctor Senga durante las prácticas en el hospital.
El doctor Senga durante las prácticas en el hospital.pablo tosco

Cada vez que Samedi ve llegar a Roberto Lorenzo, coordinador de la ONG Juan Ciudad, mueve el rabo emocionado. El perro, que era del hermano George y que fue adoptado por toda la congregación, fue también testigo de aquellas muertes. Vive en la huerta abandonada que con esmero cuidaba el padre Pajares. Lorenzo, que lleva varias semanas en Monrovia coordinando los trabajos de reapertura, lo saca a pasear cada tarde. “Me tocó encargarme de recoger las habitaciones de los hermanos y hermanas. Hubo que quemarlo todo”.

Como símbolo de los nuevos tiempos, al hospital le han salido estos días dos nuevas construcciones. La primera de ellas se encuentra nada más entrar en el recinto y es la sala de triaje, la primera barrera frente al virus, por donde deben pasar todos los enfermos. Aquellos que no tengan los síntomas podrán seguir hacia el edificio principal, pero aquellos sobre los que recaiga la mínima sospecha de que pueden estar contagiados son llevados por un circuito diferente hasta la segunda nueva construcción: el Centro de Cuidados Comunitarios, donde se les hará una prueba y permanecerán aislados hasta que se determine si tienen el virus o no y, llegado el caso, ser trasladados a un centro de tratamiento de los que existen en Monrovia.

El doctor Senga es otro de los supervivientes del naufragio de agosto. Se contagió, pero salió adelante. Fue uno de los tres profesionales sanitarios en todo el país que recibió tratamiento con el suero experimental ZMapp. Estos días de trasiego, vela para que todo se haga según los protocolos de seguridad establecidos por la OMS. “Tengo la experiencia médica y la experiencia como enfermo”. Otros dos médicos del Saint Joseph que se contagiaron y lograron burlar a la muerte fueron los doctores Aroh Cosmos y Fanta Kibungu, que se toman muy en serio las sesiones de entrenamiento, coordinadas por un médico del Comité Internacional de la Cruz Roja. “No puedes bajar la guardia un instante”, explica la doctora Fanta, “lo sé por propia experiencia”.

En una de las casas que forman este complejo, las costureras Chiné y Douele se afanan en la confección de las nuevas cortinas para la casa de los hermanos y hermanas de la orden. En contraste con todo el revuelo de prácticas, costura y trabajos, hay un pequeño rincón del Hospital Católico donde reina la calma. Al fondo del recinto, en un patio de arena lleno de cocoteros y separado de la playa y el mar por un estrecho y alto muro, hay cuatro pequeñas cruces, cada una con una inscripción: Father Miguel, Brother George, Brother Patrick y Sister Chantal. Aunque Pajares fue repatriado a España y el cuerpo del hermano Patrick nunca se pudo recuperar, allí se encuentran los restos de George y Chantal, enterrados con todas las medidas de seguridad.

"Es un milagro haber sobrevivido"

“Es un milagro de Dios que yo esté ahora viva hablando contigo”, dice la doctora Fanta Kibungu, de 37 años, pediatra desde hace cinco años en el hospital Saint Joseph. Lo dice con la mirada perdida, como rebuscando dentro de ella, recordando los cuatro días de agosto que estuvo encerrada en su casa, esperando que viniera la ambulancia a buscarla, rechazada por sus vecinos, alimentando a su hijo de 17 meses con guantes para no contagiarle. O los que pasó en el centro para enfermos de ébola con el niño, cuando se le escapaba de los brazos y empezaba a caminar entre los vómitos y las heces de los otros pacientes hasta que pudo sacarlo de allí. O cuando regresó, ya curada, pero tan desorientada que durante una semana ni siquiera reconocía a su pequeño. “Esta es una enfermedad muy peligrosa, terrible, estuvo a punto de costarme la vida. Por eso ahora quiero ayudar, que mi experiencia sirva para algo”.

La doctora Fanta, como todos la conocen en el Saint Joseph, asegura que ha sido la peor experiencia de su vida. “Cuando por fin logré que se llevaran a mi hijo del centro de ébola fue como si me quedara sin fuerzas. No vomitaba ni tenía diarreas, pero me pasaba el día con dolor de cabeza y me picaba todo el cuerpo. Cada mañana venían los enfermeros vestidos con esos trajes y lo primero que hacían era recoger los cadáveres de la noche. Yo estaba tan cansada que sólo podía girar la cabeza para no verlo”. Fue entonces cuando empezaron las alucinaciones y la confusión mental, “veía hechiceros por todas partes, me ponía la ropa al revés, hasta que un día me desperté convencida de que había muerto”. Precisamente en ese momento Fanta Kibungu recibió el alta. La esposa del doctor Senga la acogió en su casa. “Dormí mucho, una semana. Sólo dormía y comía. Allí estaba mi hijo, pero no lo reconocía. Al segundo día vino hasta mi cama y levantó la mosquitera para entrar, pero yo le grité que se fuera lejos, que fuera a buscar a su madre”. Había personas a las que reconocía y otras que no". Pasada una semana regresó al fin a casa, pero una vez allí sufrió el estigma de sus vecinos. En el mercado no querían venderle ni el pan y todos cerraban las ventanas y puertas a su paso. Ya recuperada, Kibungu sólo sueña con volver al trabajo.

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Sobre la firma

José Naranjo
Colaborador de EL PAÍS en África occidental, reside en Senegal desde 2011. Ha cubierto la guerra de Malí, las epidemias de ébola en Guinea, Sierra Leona, Liberia y Congo, el terrorismo en el Sahel y las rutas migratorias africanas. Sus últimos libros son 'Los Invisibles de Kolda' (Península, 2009) y 'El río que desafía al desierto' (Azulia, 2019).

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