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Columna
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El camino de nuestra libertad

“El camino queda abierto para dotar a este país de una Constitución que, como señaló su majestad el Rey en estas mismas Cortes, ofrezca un lugar a cada español, consagre un sistema de derechos y libertades de los ciudadanos y ofrezca amparo jurídico a todas las causas que puede ofrecer una sociedad plural. Mientras la Constitución llega, parece claro que el proceso democrático ya es irreversible. Lo han hecho irreversible el espíritu de la Corona, la madurez de nuestro pueblo y la responsabilidad y el realismo de los partidos políticos”.

De este modo, realmente emocionante, resumía Adolfo Suárez en octubre de 1977 eso que tantas veces hemos denominado “el espíritu de la Transición”, espíritu que él mismo encarnó. Sus palabras expresan una verdad histórica. Es verdad que las elecciones generales de 1977 y los acuerdos económicos alcanzados poco después abrieron definitivamente la puerta a la elaboración de la que finalmente fue la Constitución de 1978. Es verdad que se comenzaba a consagrar un sistema de derechos y libertades capaz de proporcionar amparo jurídico al pluralismo político y social de una sociedad moderna como la española. Es cierto que la Corona fue el motor y su majestad el Rey fue el piloto del cambio. Lo es que la madurez del pueblo español constituyó el asiento sociológico primario de todo el proceso democrático. Y lo es también, finalmente, que en momentos decisivos el realismo de los partidos políticos resultó determinante.

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Sin embargo, Adolfo Suárez no decía ahí toda la verdad. Todos esos factores habrían podido evolucionar en sentidos muy diferentes de no haber sido por la inteligencia política, el compromiso cívico, el patriotismo y la generosidad en la entrega de Adolfo Suárez, nuestro primer presidente democrático. En una palabra: la Transición y la democracia no habrían sido posibles como lo fueron sin lo que define a las grandes figuras de la Historia: la grandeza de Adolfo Suárez.

La Transición y el proceso constituyente no fueron, como en ocasiones se da a entender, ni fáciles ni inevitables. Fueron el resultado de elecciones políticas meditadas. Fueron producto de decisiones de alcance histórico en las que se jugaba el futuro de España. Y esas decisiones fueron acertadas. Hicieron posible la reconciliación y la concordia —auténticas, sentidas— que se formularon en multitud de iniciativas jurídicas y simbólicas, y que hallaron su máxima expresión en la Constitución.

La figura de Suárez, como la de su majestad el Rey, han alcanzado con el paso de los años una dimensión extraordinaria. Pero no siempre fue así. A la muerte de Franco no fueron pocos los que pretendieron iniciar un camino rupturista y desintegrador que encontraba en el Rey y en Suárez un obstáculo que vencer. Eso estuvo encima de la mesa hasta bien avanzado el proceso constituyente. Pero la ley para la Reforma Política fijó el rumbo correcto. Es decir, el pueblo español lo fijó, porque el Gobierno decidió acertadamente que así debía ser.

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Ahora que tantas veces se maltrata la palabra “democracia” es preciso recordar que durante aquellos años los españoles —todos, en toda España— acudieron a las urnas en 1976, en 1977, en 1978 y en 1979. La Transición fue un proceso político concebido y desarrollado para los españoles, pero fue también un proceso político que se hizo con los españoles, por los españoles. El pueblo español fue el verdadero protagonista porque personas como Adolfo Suárez comprendieron que ésa era la única manera de hacer realidad su profunda aspiración de libertad y de justicia, de blindar el camino a la democracia moral y jurídicamente frente a quienes esperaban la ocasión para desacreditarlo. Y porque se sentían auténticamente parte de ese mismo pueblo, de esas mismas aspiraciones, de ese mismo deseo de cambio.

La Corona marcó el rumbo hacia la democracia plena, y Suárez —y tantos admirablemente junto a él— encontró un camino y lo hizo transitable y seguro para los españoles. Suárez encontró el camino de nuestra libertad.

De Adolfo Suárez se dirán estos días muchas cosas. Unas más conocidas y otras menos. Los más jóvenes quizás nunca hayan oído hablar de él, e incluso se sorprendan al ver que, por una vez, la inmensa mayoría de los españoles, sin importar la ideología ni el territorio, lamentamos sinceramente algo juntos, evocamos sinceramente algo unidos, nos sentimos orgullosos de lo mismo. Suárez lo merece.

En un tiempo en el que toda la obra de la Transición se encuentra en riesgo porque hay quien ha decidido llevarla a ese estado, es necesario recordar algunas cosas esenciales. Apoyándose en los valores, en las virtudes y en las instituciones que Suárez contribuyó decisivamente a poner en pie, España ha logrado ser algo muy parecido a lo que hace cuarenta años soñábamos llegar a ser. Pero apartándonos de ellos perdimos nuestro sentido, nos desunimos, nos debilitamos y nos empobrecimos. No se encuentran en aquellos años de la Transición ni en nuestra Constitución las razones de nuestros problemas, como algunos afirman. Al contrario, en ellos se encuentran los ejemplos que debemos seguir. Quienes fueron responsables de lograr para nuestro país la libertad política hicieron un trabajo que quedará para siempre como modelo de lo que una nación a la que muchos consideraban desahuciada por la Historia es capaz de lograr cuando la gobiernan hombres buenos e inteligentes, hombres como Adolfo Suárez. Hombres que ligan su propio destino al de su país y que no entienden su vida si no es de ese modo.

Conocí a Adolfo y fui su amigo. Traté de seguir su ejemplo; soy, como todos lo somos, deudor de su obra política, y me hice voluntariamente —como tantos— legatario suyo, una de las mejores decisiones de mi vida política y una de las mejores decisiones que puede tomar cualquiera que desee hacer política responsablemente en España. Creo que las cosas que he podido hacer bien deben mucho a lo que aprendí de él: integrar, sumar, acoger, abrir en la política espacios al consenso y al encuentro. He creído siempre en un proyecto de integración ideológica y personal, que, a mi juicio, y bajo esa inspiración bien puede reclamarse heredero de lo que Adolfo Suárez quiso para España.

Hoy tenemos de nuevo esa misma obligación histórica como país. Y estoy convencido de que Adolfo Suárez no podría desear mejor homenaje de todos nosotros, de todos los españoles, que el de vernos aprender a ser nuevamente una verdadera nación ocupada en protagonizar un hito histórico tan brillante como el que él y su generación hicieron posible para todos nosotros.

Descanse en paz Adolfo Suárez González, padre de la democracia española.

JOSÉ MARÍA AZNAR

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