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Nivel 30 en el pasillo

Un funcionario de máximo rango denuncia a Interior por acoso tras estar 18 meses sin trabajo Como él, decenas de ex altos cargos vagan por la Administración sin apenas ocupación

El alto funcionario Jaime Nicolás.
El alto funcionario Jaime Nicolás.ÁLVARO GARCÍA

Jaime Nicolás es, a su pesar, el prototipo de funcionario de los chistes de Forges. “Llego sobre las nueve al despacho, leo la prensa, escribo algo, a las 11.00 salimos a tomar el café, luego estoy hasta la comida y por la tarde lo mismo. Usted no sabe lo que es eso. Así cada día. No me daban trabajo y me pagaban. Es inmoral”, explica en una cafetería Viena Capellanes del centro de Madrid en la que cada día sin falta se toma el cafelito. Un lugar acogedor en el que los camareros le conocen. La mesa del fondo a la derecha es la que ocupa cada mañana junto con otros funcionarios y en la que cuenta su caso.

Pero Nicolás no es un funcionario de Forges. Ni mucho menos. Licenciado en Derecho en España y en Políticas en Alemania, profesor de Universidad, políglota, traductor del filósofo Jürgen Habermas, es un Técnico de la Administración Civil (TAC) de nivel 30, la élite de la función pública. Entró por oposición en 1972 y alcanzó el rango de subdirector general hace 25 años. Con Gobiernos de distintos colores ha sido letrado del Constitucional, director del Centro de Estudios Constitucionales, director del instituto de RTVE, asesor de la Dirección General de la Policía y la Guardia Civil y hasta la victoria del PP jefe de gabinete de Francisco Rubio Llorente en el Consejo de Estado.

Con la llegada del PP pasó a engrosar lo que en la Administración se conoce como el pasillo. Tiene su plaza en Interior, ya que allí fue su último destino antes de pedir los servicios especiales. Tras dos meses en su casa esperando destino fue asignado a la Gerencia de Infraestructuras y Equipamiento de la Seguridad del Estado (GIESE). El organismo se encarga de vender solares y cuarteles: “Es lo más alejado a mis conocimientos y mis intereses, pero lo acepté y pedí trabajo”.

Nicolás, un tipo comedido, culto y decidido que combate el frío con sombrero y guantes de cuero, pronto vio que no había función para él. Tenía despacho y aparcamiento en el centro de Madrid, pero estaba mano sobre mano. Así pasaron los meses. La nómina llegaba puntual, pero las tareas nunca aparecieron.

Hasta que un día su paciencia se agotó. El 18 de julio pasado, después de un año y medio sin trabajo, presentó una reclamación por acoso en Interior. Se acogió al “Protocolo de actuación frente al acoso laboral en la Administración General del Estado”, aprobado en 2011, que cita como primera causa de acoso “dejar al trabajador de forma continuada sin ocupación efectiva, o incomunicado, sin causa alguna que lo justifique”.

La queja interna no avanzó y dos meses después denunció por acoso laboral al ministro del Interior, Jorge Fernández-Díaz, en la Audiencia Nacional. Pese a lo alto que elevaba el tiro, el juzgado admitió la denuncia y la tramita con celeridad. “Pensaban que me iba a jubilar, que me iría, pero yo quiero trabajar y ellos tienen que darme trabajo. Es triste que tenga que explicar a familia, amigos y compañeros que cobro dinero público sin trabajar. Es inmoral, pero no me siento responsable”, recalca. Nicolás, de 66 años, insiste en que aunque es una persona de izquierdas ni milita ni ha militado en un partido: “Me gusta la función pública”.

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Tras dejar el puesto conservan ‘mochila’: un complemento

Interior replica que en cuanto el secretario de Estado conoció la denuncia procuró darle tarea y negoció con Nicolás. Añade que la queja interna está paralizada por la denuncia en la Audiencia.

El caso de Nicolás es extremo, quizá único. Él cuenta que sus inmediatos superiores le decían que tenían orden de no darle trabajo, algo que él achaca a una vieja pugna con una persona próxima al ministro. Pero el caso es un síntoma de algo mucho más grave: el destino que reciben muchos altos funcionarios cuando cambia el Gobierno.

Juan Pablo de Laiglesia es otro funcionario de primer nivel. Exembajador en Guatemala, México y Polonia, dirigió la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo y en 2010 fue nombrado secretario de Estado de Asuntos Exteriores e Iberoamericano hasta que unos meses después pasó a ser embajador ante la ONU.

Cuando llegó el Ejecutivo del PP cesó en el cargo. Y lo hizo sin destino claro. En marzo de 2012, al dejar el puesto, envió el telegrama de rigor a Exteriores al que le incluyó una pequeña ironía a modo de coda: “Con fecha de hoy ceso en mi cargo de Embajador Representante Permanente de España ante Naciones Unidas para incorporarme a mi nuevo destino en el pasillo, aunque, como V. E. sabe, hubiera preferido ventanilla”.

Desde entonces, efectivamente, De Laiglesia está en el pasillo. Realiza informes sobre el África subsahariana que apenas nadie lee. Cobra como un nivel 30 —el sueldo medio sin complementos es de 52.572 euros al año, según el Ejecutivo—, pero está sin apenas tarea. En abril pasado, con 65 años, pidió ir de cónsul a Roma, Toulouse, Montpellier, Lyon o Casablanca. Cónsul está por debajo de embajador y pensó que no podía ser vetado porque es un cargo de los llamados sin asterisco y su nombramiento no depende del ministro. La Junta de la Carrera Diplomática le seleccionó por unanimidad para su primera elección: Roma. Pero Margallo le vetó y dejó la plaza vacante argumentando en privado que el estrambote en el telegrama era una falta de respeto intolerable. Incumplía la tradición no escrita de que a los altos cargos con un Gobierno se les daba una embajada aunque fuese una menor.

El viernes 20 de diciembre, el Consejo de Ministros ascendió a 14 diplomáticos. Estaban anteriores y posteriores a De Laiglesia en el escalafón. De Laiglesia tiene recurrida en la Audiencia la resolución que dejó vacante el destino de Roma. Exteriores es uno de los ministerios con más experiencia en pasillos: Jorge Dezcallar, Francisco Villar, Carlos Miranda y Carles Casajuana están entre los diplomáticos que se han jubilado o han pedido la excedencia tras estar sin destino fuera, según fuentes del departamento.

Un centenar de altos funcionarios critican el ostracismo en el que quedan ex altos cargos al cambiar el Ejecutivo

Pero ocurre en muchos ministerios. Teresa Ribera es TAC y, en una inusual carrera, ascendió de funcionaria en el Ministerio de Medio Ambiente hasta secretaria de Estado de Cambio Climático con Zapatero. Cuando cambió el Ejecutivo pasó al pasillo. “Entiendo que no podía seguir en Medio Ambiente tras haber sido secretaria de Estado, pero es que no hallaron ningún sitio en el que pudiera ser útil para la Administración”, explica.

Ribera se siente una privilegiada. Tenía ofertas de fuera y pudo elegir. Tras seis meses en el pasillo se fue a la empresa de paneles solares Isofotón y luego fue fichada por el Instituto para el Desarrollo Sostenible y las Relaciones Internacionales (IDDRI), un centro de París que asesora al Gobierno francés en la negociación internacional de cambio climático. En la última cumbre del clima de Varsovia, Ribera asesoró al ministro francés de Exteriores, Laurent Fabius, pero ni cruzó palabra con el español Miguel Arias Cañete.

“La sociedad es muy hipócrita. Si asciendes y te dedicas a la política no puedes ni perpetuarte en el cargo ni pasar a la empresa privada. Y si eres funcionario tampoco puedes trabajar en la Administración. Nos condenan a la muerte civil”, opina Ribera, que añade que el cambio de Gobierno fomenta el revanchismo: “En ese momento, muchos de los que están en el pasillo pensarán que ha llegado su momento, que ya están los suyos. Pero los funcionarios podemos trabajar lealmente con cualquier Gobierno”.

Por supuesto que muchos de los que se ven relegados al pasillo lo llevan bien. Cuando un funcionario asciende a director general consolida el nivel después de un tiempo. Cuando cesa pasa al pasillo, pero con lo que en la jerga se conoce como “la mochila”: una plaza personal en la que conserva el sueldo y el nivel independientemente de lo que haga.

“He visto a gente que después de tres años en el pasillo con la mochila se acomoda y se abotarga. Ya no quieren trabajar porque es muy cómodo”, resume un funcionario que llegó a director general y que pide que no se publique su nombre porque ha conseguido salir del ostracismo. Este cuenta su caso. “Después de casi treinta años de funcionario en el ministerio me ofrecieron ser director general de mi departamento porque me llevaba bien con el secretario de Estado. Durante cuatro años me dejé la piel. Lo haría bien, mal o regular, pero me dejé la piel. Después cambia el Gobierno y ya no tengo ningún sitio para trabajar. No está bien resuelto. Tuve responsabilidad con Gobiernos del PP y del PSOE”. Los que consiguen cambiar de departamento lo hacen gracias a relaciones personales, llamando a amigos que les acojan. No hay mediación de Administraciones Públicas para buscar que la gente trabaje, según todos los consultados.

El Ministerio de Administraciones Públicas sostiene, en cambio, que “no hay problemas de recolocación” de altos funcionarios y que “existen plenas garantías para su reubicación” gracias a la mochila. Añade que “no constan” denuncias de gente sin tarea.

Un centenar de los aproximadamente 2.100 funcionarios de máximo nivel han fundado la Academia Española de la Función Pública, que a principios de mes aprobó el texto Funcionarios políticos y directivos en el que denuncia que “es muy difícil que el alto funcionario que ha desempeñado altos cargos se incorpore a la organización y desempeñe puestos directivos con responsabilidades administrativas”. El texto añade que “la mochila [...] se convierte en un colchón en el que, con frecuencia, se entra en el ostracismo y del que se sale con mucha dificultad”. Francisco Laporta, catedrático de Filosofía del Derecho, escribió un artículo en este diario —El otro despilfarro— en el que criticaba “el destrozo económico y humano” que suponía esta práctica.

Hay muchos más casos, pero buena parte de ellos pide que no se publique su nombre para no empeorar su situación, como el de ese ex director general al que han dado orden de que no le llegue ningún papel. Los consultados insisten en que el problema se da ahora con el PP, pero también ocurrió en el pasado. “A ninguno de los dos grandes partidos les interesa una función pública fuerte, que sirve de contrapeso al poder político. Prefieren asesores nombrados a dedo”, señala uno de los que permanece en el pasillo sin quererlo.

Quedar con gente que hace dos años tenía la agenda a rebosar es ahora sencillo. “Nos vemos a la hora que diga cerca del ministerio”, indican. El pasillo apenas tiene obligaciones.

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