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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Un punto de cobardía

Los magistrados del Supremo y del Constitucional han preferido escurrir el bulto y deberían explicar por qué se inventaron la 'doctrina Parot'

Han sido en total 24 los jueces del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que han participado en la deliberación y fallo de las sentencias mediante las cuales se ha acabado declarando que la llamada doctrina Parot supone una vulneración del Convenio Europeo para la protección de los derechos humanos y de las libertades fundamentales. En primer lugar, lo hicieron por unanimidad en 2012 los siete jueces que componían la Sala que resolvió el recurso interpuesto por Inés del Río contra la aplicación que se le hizo de la decisión del Tribunal Supremo que puso en circulación inicialmente dicha “doctrina” y contra la decisión del Tribunal Constitucional que la avaló posteriormente. En segundo lugar, lo han hecho en 2013 los diecisiete jueces que componen la Gran Sala, que han tenido que resolver el recurso interpuesto por el Gobierno español contra la decisión de la Sala. En este caso no ha sido por unanimidad, pero casi (16 a 1).

El recurso ante la Gran Sala es muy infrecuente. Supone la máxima garantía imaginable en un proceso de protección de los derechos, en la medida en que supone la incorporación de la doble instancia al proceso de revisión de las decisiones de los Estados presuntamente vulneradoras de derechos reconocidos en el Convenio, frente a las cuales tiene que haberse agotado, además, la vía judicial en los Estados cuyas decisiones se impugnan. Y es, desde luego, la máxima garantía que existe en el mundo. Fuera del ámbito territorial configurado por los 47 países signatarios del Convenio, no hay nada que se le asemeje.

La finalidad de dicha garantía es dotar de la máxima legitimidad posible a las decisiones del TEDH que se considera que puedan estar necesitadas de la misma. En determinadas decisiones puede no ser bastante la opinión de siete jueces, en la medida en que necesariamente queda fuera del debate la sensibilidad y la cultura jurídica específica de algunas áreas de los países signatarios. De ahí la Gran Sala. Entre la Sala y la Gran Sala participan la mitad de los jueces que integran el TEDH y la decisión final puede ser considerada como si fuera de todo el TEDH y expresara el común denominador europeo en el entendimiento del derecho sobre cuya posible vulneración hay que decidir. Desde la perspectiva de la legitimidad no se puede pedir más.

Esto es lo que acaba de ocurrir con la sentencia sobre la doctrina Parot. Prácticamente todos los jueces del TEDH han llegado a la conclusión de que la doctrina Parot supone una vulneración del Convenio y han desautorizado, en consecuencia, tanto al Tribunal Supremo como al Tribunal Constitucional, que son los órganos constitucionales en los que descansa en última instancia la garantía de los derechos en España.

La unanimidad alcanzada pone de manifiesto que la sentencia era más que previsible. No ha sido ninguna sorpresa. No lo fue la de la Sala y mucho menos la de la Gran Sala. La opinión de que la doctrina Parot no era compatible ni con la Constitución ni con el Convenio era y es muy mayoritaria en España. Los magistrados del Tribunal Supremo y del Tribunal Constitucional no podían no saberlo cuando pusieron en circulación la doctrina Parot. No podían desconocer que, en el supuesto de que tuviera que pronunciarse sobre ella el TEDH, como era fácilmente previsible que ocurriera, la declararía incompatible con el Convenio Europeo.

Por qué, a pesar de ello, los magistrados españoles decidieron inventarse la doctrina Parot es un interrogante que tendrían que responder ellos. Pero, en todo caso, es su conducta y no la del juez español en el TEDH, Luis López Guerra, la que necesita ser explicada y justificada. Luis López Guerra ha hecho lo que han hecho todos los demás jueces del TEDH y lo que hubiera hecho cualquier juez honesto que hubiera estado en su lugar. La doctrina Parot no es compatible con el Convenio Europeo y, por mucho que duela, hay que decirlo. Y si decirlo tiene un coste personal, pues hay que aceptarlo.

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Es la conducta de los magistrados del Tribunal Supremo y del Tribunal Constitucional, que han preferido escurrir el bulto y librarse del acoso al que se hubieran visto sometidos en el caso de haber sido respetuosos de la Constitución y del Convenio Europeo, la que exige una explicación. Han optado por su tranquilidad personal antes que por el prestigio de la justicia española, que ha quedado desautorizada de la manera más absoluta.

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