_
_
_
_
_
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Inmovilismo

Si Rajoy deja pudrir los problemas es porque cree que le conviene agravarlos y enconarlos

Enrique Gil Calvo

La semana pasada estuvo dominada por tres acontecimientos. La polémica del protocolo catalán, la sentencia del Tribunal Europeo contra la retroactividad punitiva de la llamada doctrina Parot y los datos económicos del tercer trimestre: interrupción de la recesión, caída estacional del desempleo y descenso de la población activa. La respuesta del Gobierno ante estas últimas cifras ha sido la que era de esperar: puro triunfalismo panglossiano, como si el futuro hubiera quedado despejado, lo que está lejos de ser cierto. Pero respecto a los otros dos hechos se ha producido una flagrante contradicción.

En la cuestión catalana el Gobierno se atiene con estricto ordenancismo al principio de legalidad, vetando la consulta decisionista porque no la prevé la letra de la Constitución. Y lo mismo ha hecho al vetar el discurso de Mas con hueros formalismos protocolarios. Mientras que ante la sentencia Parot el Gobierno no ha tenido complejos en rechazarla por injusta, a la vez que autoriza a su partido a participar en una manifestación que exige su desacato e incumplimiento. Un ambiguo desprecio al imperio de la ley del Estado de derecho que poco tiene que envidiar al que acostumbra el Gobierno de la Generalitat.

Por lo demás, en los tres casos destaca lo que parece la marca de la casa de la estrategia Rajoy: el ya célebre inmovilismo, al que otros denominan marianismo. En economía no va a estimular la actividad, el consumo ni el crédito, pues cree que ya ha hecho bastante con recortar el empleo y los salarios reales. En antiterrorismo no va a incentivar la disolución de ETA con estímulos penitenciarios por temor al populismo de ultraderecha que manipula a las víctimas, aunque eso signifique la caída electoral de su partido en el País Vasco. Y en la cuestión catalana tampoco va a intervenir tratando de desviar la trayectoria de Artur Mas hacia el precipicio, como se lamentaba Francesc de Carreras el miércoles pasado en La Vanguardia: “¿Por qué calla el Gobierno?”. En efecto, ¿por qué no dice ni hace nada?

Ante una aventura embaucadora como la que emprendió Más el año pasado, cuando pretendió rentabilizar políticamente el éxito de la Diada asumiendo la reivindicación secesionista, lo más inteligente para Rajoy hubiera sido apadrinar el referéndum de autodeterminación, como hizo David Cameron ante la cuestión escocesa. Así podría desactivar su atractivo antisistema y negociar tanto el calendario (aplazándolo tras la crisis) como las formas de la consulta (con el precedente quebequés). Pero Rajoy no hizo tal. Por el contrario, se cerró en banda y vetó el referendo, alegando pretextos legaliformes de rábula leguleyo. ¿Por qué lo hizo? Así solo consiguió reactivar el memorial de agravios y multiplicar el resentimiento acumulado, creando una mayoría proclive a la autodeterminación. Y ante la deriva imparable que ha cobrado el espejismo secesionista, tampoco ha sabido cabalgarlo para domesticarlo. En vez de eso, sigue en sus trece y porfía en su veto suicida cuando ya es tarde para rectificar. ¿Por qué lo hace?

Para explicar el inmovilismo de Rajoy se han propuesto interpretaciones caracteriológicas de psicología política: indecisión, indolencia, abulia, cobardía, temor al padre. Aquí es donde aparece el fantasma de Aznar y el ala dura del partido que se cobija bajo su alargada sombra, encontrando amplio eco en la prensa derechista y digital que sirve de caja de resonancia al populismo nacionalista español. Pero no parece Rajoy un gobernante que se deje influir fácilmente, pues ha demostrado ser relativamente independiente ante otros poderes fácticos. También se ha alegado un posible error de cálculo, si confiaba en que la reactivación económica desinflase el suflé secesionista, lo que demostraría muy escasa clarividencia política. Y solo nos queda como última explicación una deliberada decisión estratégica.

En suma, si Rajoy deja pudrir los problemas es porque cree que le conviene agravarlos y enconarlos hasta la exasperación. Pero ¿por qué lo hace? ¿Qué espera ganar con ello? Las elecciones, evidentemente. Si el afán de lucro es el único interés sagrado para el homo economicus, el ansia de votos es la única adicción que consume al zoón politikón. Magnificando el falso problema de las víctimas y el ficticio problema catalán, Rajoy o su gurú esperan alcanzar un cuádruple objetivo: tapar sus escándalos de corrupción, anular la agenda de la oposición, fidelizar a sus bases electorales potencialmente volátiles y, sobre todo, intimidar a la ciudadanía con el mensaje del miedo al apocalipsis de la ruptura de España. Pues una ciudadanía amedrentada se comporta como un pueblo sumiso que reclama como reflejo condicionado un gobierno autoritario y conservador. “Vivan las caenas”.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_