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Columna
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Llueve mucho

Josep Ramoneda

Es difícil ponerse en el punto de vista del que gobierna; vive demasiado lejos. Pero cuesta entender que el presidente Rajoy pueda decir con toda impunidad que la economía española es hoy “una economía saneada”. O que el ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, coloque sin sonrojo a España como referente de la economía mundial. Con seis millones de parados, con la morosidad bancaria al alza, con un sinfín de empresas emblemáticas cerrando, con salarios a la baja con la correspondiente pérdida de poder adquisitivo, con nula creación de empleo y con un crecimiento imparable de las desigualdades, ¿se puede hablar de economía saneada, es decir, libre de cargas, como precisa el diccionario? Será para algunos, pero para la inmensa mayoría seguro que no.

Vivimos un tiempo de fracturas profundas que cuestionan los fundamentos antropológicos, ideológicos y morales de nuestras sociedades; fractura social, con un crecimiento de las desigualdades dentro de los países del llamado primer mundo que nos retrotrae a las primeras décadas del siglo XX y con un empeoramiento manifiesto de las condiciones de vida de gran parte de la sociedad; fracturas tecnológicas, con un ser analógico como el humano buscando orientación en el universo digital y con la revolución de las biotecnologías en curso; fracturas culturales, en un mundo en que religiones, creencias y verdades incuestionadas han perdido los monopolios territoriales y conviven con recelo, entre cierto desconcierto ciudadano; fracturas geopolíticas, a más movilidad más barreras para las personas, al fin del gran muro ha seguido inesperadamente la profusión de obstáculos físicos y simbólicos a la movilidad de los ciudadanos; y, en el caso español, fractura política con un régimen político agotado, endogámico y rígido, que necesita de reformas urgentes.

En este contexto, de la política democrática cabría esperar una cierta tarea de sutura, un esfuerzo para buscar puntos de encuentro y trazar líneas de superación de los conflictos, una capacidad para escuchar y atender posiciones y proyectos, un reconocimiento de lo que Ulrich Beck llama “el poder de los impotentes”. No se trata de los celebrados consensos, perfectamente estériles, que no tienen otro objeto que neutralizar la política; al contrario, se trata de abrir juego y hacer política constructiva. Y, sin embargo, donde deberían configurarse protocolos de comunicación que hagan posible el debate entre propuestas e intereses distintos, solo encontramos el desdén o la negación, por la vía de la renuncia al pensamiento y la palabra. Desde que el PP gobierna —y sin olvidar la responsabilidad del PSOE que ya empezó con la cantinela, sobre todo a partir de 2010— el discurso sobre las políticas contra la crisis se ha reducido a una sola idea: “No hay alternativa”. Y la respuesta a la fractura territorial —al proyecto independentista catalán— se ha limitado a decir que es ilegal y que es imposible. Ambas respuestas no son solo un insulto a la inteligencia —una manera de renunciar a la funesta manía de pensar— sino que expresan además una cultura política autoritaria y despreciativa. La democracia se funda en la palabra y el respeto mutuo. Es decir, a la toma en consideración de las voces que llegan de la ciudadanía.

Esta manera de hacer política ahonda en las fracturas en vez de construir puentes

Esta manera de hacer política que ahonda en las fracturas en vez de construir puentes, se traduce tanto en las grandes opciones como en el día a día de la política parlamentaria. El PP, instalado en su mayoría absoluta, se queda sólo en las decisiones más importantes. La ley de educación y los presupuestos del año próximo son dos ejemplos recientes. Es incomprensible que una ley tan básica para una sociedad, por razones estrictamente ideológicas de un gobierno empeñado en someter al país a una contrarreforma cultural, se haga sin la menor voluntad de buscar acuerdos que garanticen la continuidad necesaria para dar estabilidad al sistema educativo. Al contrario, la ley se ensaña con las posiciones de otras fuerzas políticas, imponiendo la sumisión a los intereses de la Iglesia católica, buscando el enfrentamiento con las comunidades autónomas, especialmente Cataluña, y construyendo una educación falsamente elitista basada en la cultura del desprecio a los perdedores.

De modo que en un momento de grandes fracturas, la estrategia del PP no hace sino agrandarlas, conforme a una idea peculiarmente agresiva de la política. Eso sí, casi siempre evitando dar la cara. Como, por ejemplo, cuando Mariano Rajoy, preguntado por la anulación de la doctrina Parot, contesta: “Llueve mucho”. Chiste para el entusiasmo de palmeros y aduladores. Símbolo de una manera de entender la política como un ejercicio de casta de iniciados que no tiene porqué dar explicaciones a nadie.

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