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Perejil renace en el Atlántico

Una visita del presidente luso y un cruce de cartas en la ONU avivan la polémica por las aguas territoriales de las islas Salvajes

Antonio Jiménez Barca
El Presidente Anibal Cavaco Silva desembarca en las Islas Salvajes en julio.
El Presidente Anibal Cavaco Silva desembarca en las Islas Salvajes en julio. Presidencia de Portugal

A 160 kilómetros al norte de Canarias y a 280 al sur de Madeira duermen, en medio del océano Atlántico, las diminutas y desconocidas islas Salvajes, un territorio portugués habitado exclusivamente por vigilantes medioambientales, insectos, moluscos y lagartijas, y que es origen de una vieja, intermitente y recurrente polémica con España. Fruto de algunas carambolas diplomáticas, el conflicto se ha agudizado en las últimas semanas.

Las islas, compuestas de tres islotes (isla Salvaje Grande, Salvaje Pequeña y Fora), de 2,7 kilómetros cuadrados entre las tres, languidecían balanceadas por el océano, con sus rutinarios cambios de guardia cada tres semanas, con su faro y su refugio de diez habitaciones. También con sus 50 especies endémicas, su impresionante colonia de pardelas (ave marina parecida a la gaviota de la que en tiempos se explotó su carne para el consumo y sus plumas para hacer colchones), su paisaje único compuesto de acantilados y extensiones forradas de matorrales. Pero a finales de junio, el presidente de la República, el conservador Aníbal Cavaco Silva, anunció que iba a dormir allí. Su intención se hizo real a mediados de julio. No era la primera vez que un jefe del Estado portugués viajaba a las Salvajes (el primero que lo hizo fue el socialista Mário Soares), pero sí el primero, desde que el marino Diogo Gomes las descubriera en 1438, que pernoctaba allí, lo que, como se verá, no deja de tener su delicado encaje internacional.

Pocos días después de que Cavaco Silva anunciase su intención de pasar la noche en Salvaje Grande, la Embajada española ante las Naciones Unidas remitía un escrito en el que, sin aludir a la visita, se limitaba a recordar que desde siempre España reconoce a las Salvajes “como rocas con derecho solo a mar territorial”.

España no cuestiona la soberanía de las islas, indiscutiblemente portuguesa, pero sí la franja de mar que el Estado luso quiere alrededor de ellas. Los tratados internacionales estipulan que cualquier pedazo de tierra da derecho al Estado a gestionar como le plazca las primeras 12 millas de mar que lo rodean. Si además este territorio tiene población fija y actividad económica, también tiene derecho a explotar (con pesca o con la extracción de los recursos minerales) las 188 millas siguientes. Son las 200 millas marítimas conocidas como la Zona Económica Exclusiva (ZEE). Cuando entre dos países no hay mar suficiente para dos ZEE, la frontera marítima debe trazarse sobre la línea equidistante. Así, dilucidar si las islas Salvajes son territorios habitados o simples rocas sin vida humana no es solo una cuestión geográfica o semántica. Portugal sostiene lo primero, y para demostrarlo apela a los vigilantes que la custodian de manera permanente, a que existió hasta finales de los años sesenta una actividad económica basada en la caza y comercio de las aves marinas. Y añade que todo esto se abandonó debido a que en 1971 las islas fueron declaradas parque nacional. Además hay un buzón de correos, y desde julio existe el precedente de un presidente que ha dormido allí. Y nadie duerme en un lugar deshabitado.

Costa de la isla Pequeña.
Costa de la isla Pequeña.

Si Portugal tiene razón, las 200 millas que se extienden al sur de las Salvajes llegan a las Canarias, con lo que la frontera marítima entre los dos Estados quedará en una línea más o menos a 40 millas de los dos archipiélagos. Si es España la que acierta, la explotación del mar que rodea las islas Salvajes se circunscribirá a las 12 millas preceptivas, dejando el resto en manos hispanas.

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Por ahora no hay riquezas descubiertas. La pesca existe, pero no hay un caladero relevante excepto el del atún. Con todo, se producen, según Portugal, incursiones ilegales de pesqueros canarios. Nadie conoce lo que puede haber bajo los más de 4.000 metros de profundidad que aquí tiene el Atlántico. La incógnita gravita sobre la existencia de posibles yacimientos ricos en manganeso, cobre, níquel, cobalto u otros metales.

Diário de Notícias destapó hace dos semanas la existencia de la carta española remitida a la ONU. El Ministerio de Asuntos Exteriores portugués respondió al español también por carta. En un tono comedido, obvió la cuestión primordial de la naturaleza habitada o inhabitada de las islas para deslizar, al final del texto, que “si bien no existen disputas no resueltas con España, hay un desacuerdo en torno a las fronteras marítimas”.

Nadie sabe qué hay bajo los 4.000 metros de profundidad, se sospecha que puede haber yacimientos de metales

Los dos Gobiernos, a pesar del cruce de cartas, insisten en descafeinar el asunto. El miércoles, en una rueda de prensa conjunta en Madrid, tanto el titular español, José Manuel García-Margallo, como el portugués, Rui Manchete, coincidieron en señalar que el tema se había “sobredimensionado”, que no era “grave” y que los dos Estados se plegarán a la decisión que tomen “los órganos competentes internacionales”.

Mientras, el único habitante que no es guarda forestal de las islas Salvajes, el médico y ornitólogo Francis Zino, trata de huir de la polémica. Es propietario de una casa, edificada en los años sesenta. El Gobierno le dio permiso para hacerlo a su padre, también ornitólogo, por la defensa enconada que hizo de las aves marinas contra los cazadores. Zino conoce toda la historia animal de ese territorio remoto y cuenta, por ejemplo, cómo se pobló hasta lo intolerable de descendientes de los conejos, ratones y cabras que llegaron con los primeros barcos de exploradores lusos, hace muchos siglos. Y cómo, con paciencia, han logrado exterminarlos y devolver a las islas su fauna original. “Voy allá a menudo”, explica por teléfono desde Funchal (Madeira). “Voy con mi mujer, con amigos científicos. Y hasta pago el IBI al Ayuntamiento de Funchal. Paso cinco semanas al año allí. Que se entiendan los políticos como quieran, pero yo le digo que eso es una isla habitada. Yo soy la prueba”.

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Sobre la firma

Antonio Jiménez Barca
Es reportero de EL PAÍS y escritor. Fue corresponsal en París, Lisboa y São Paulo. También subdirector de Fin de semana. Ha escrito dos novelas, 'Deudas pendientes' (Premio Novela Negra de Gijón), y 'La botella del náufrago', y un libro de no ficción ('Así fue la dictadura'), firmado junto a su compañero y amigo Pablo Ordaz.

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