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La pelea demócrata en el Supremo

Los tribunales fueron uno de los escenarios más activos de la lucha de la oposición al franquismo en los últimos años del régimen. Testigo de aquellos episodios fue el periodista Francisco Gor

La Sala de lo Penal del Tribunal Supremo.
La Sala de lo Penal del Tribunal Supremo. Marisa Flórez

El bar Supremo, situado en la calle del Marqués de la Ensenada de Madrid, frente a una de las entradas del Palacio de Justicia, era el lugar en el que los periodistas que cubrían la información judicial solían completar su jornada. Más tarde se añadiría la cafetería Riofrío, en la esquina de la calle del Marqués de la Ensenada con la de Génova. Allí solían acudir conocidos individuos de la extrema derecha y de los Guerrilleros de Cristo Rey y era un buen lugar de observación de sus relaciones con determinados jueces y fiscales. Tras asistir a un juicio o tomar nota de un recurso de casación ante el Supremo apetecía tomarse un cerveza o un café en el bar Supremo departiendo en torno a una mesa con los compañeros.

La tertulia era un reclamo para los abogados antifranquistas que buscaban el contacto con los periodistas, convirtiéndose ella misma en fuente de noticias. Pablo Castellano, en aquellos años el rostro visible del socialismo en Madrid, fue quizás el más asiduo. Muy pronto supimos de su profunda aversión hacia el profesor Enrique Tierno Galván, uno de los expulsados de la Universidad en 1965, por sus intentos de crear un socialismo del interior desgajado de los dirigentes del socialismo histórico. Se mostraba abierto con los periodistas y era un buen conversador. Dos de los más asiduos eran Agapito Ramos, del que nada más conocerle me llamó la atención su bonhomía y su aspecto de hombre tranquilo, y Alfredo Flórez, también buen conversador. Con frecuencia se acercaban Cristina Almeida, Jaime Sartorius, Diego Carrasco, Antonio Rato, Luis García Bravo, José Luis Núñez Casal, el más activo y combativo de los abogados del PCE, Paquita Sauquillo y su marido Jacobo Echeverría, una persona que desde el principio me pareció entrañable. A veces aparecían Gregorio Peces-Barba y Tomás de la Quadra-Salcedo, que tenían el despacho en la cercana calle del Conde de Xiquena, o Leopoldo Torres-Boursault y José Federico de Carvajal, pero nunca tomaban parte en la tertulia. Sus relaciones con los periodistas de tribunales se mantenían más distantes. Jaime Gil-Robles, siempre muy amable, se dejaba caer por allí de vez en cuando. También aparecían a veces José Manuel López y López y María Luisa Suárez, veteranos abogados comunistas muy queridos y respetados por su entrega a la defensa en la Magistratura de Trabajo y el Tribunal del Orden Público de trabajadores represaliados por sus empresas o detenidos por la policía por su militancia clandestina. Poco después llegaron abogados más jóvenes, recién salidos de la Universidad, como José María Mohedano y Carlos García Valdés, deseosos de ejercer la abogacía, sobre todo en defensa de los trabajadores, estudiantes y profesionales ante el Tribunal de Orden Público, y que lo hicieron con un arrojo y una generosidad que dejaban perplejos a los magistrados del tribunal.

Al bar Supremo acudían también los agentes de los diversos Servicios de Información que seguían los juicios ante el TOP

Al bar Supremo solían acudir también los agentes de los diversos Servicios de Información —Brigada Social de la Policía, Guardia Civil y Ejército— que se dedicaban a seguir los juicios ante el Tribunal de Orden Público (TOP). Su tarea era tomar nota de los datos personales y demás circunstancias de los acusados para completar su ficha policial, de modo que estuviera lo más actualizada posible. También hacían una breve recensión de las sesiones del juicio que remitían cada día a la central de sus respectivos servicios. Si se producía alguna situación tensa, bien entre abogados y magistrados del TOP, bien en el público asistente al juicio, como ocurría a veces, los servicios de la Policía, de la Guardia Civil y del Ejército disponían de una puntual y detallada información.

A mí me llamaba la atención, aunque nada de extraño tenía, la complicidad de los magistrados del TOP con la tarea de control y espionaje de los acusados que realizaban en una sala de justicia declarados agentes de los Servicios de Información. Era un dato más del carácter político-represivo de este tribunal, que desmentía el discurso oficial de que era un tribunal de justicia como los demás y no uno “especial”. Estos agentes tenían reservado, para que pudieran cumplir bien su cometido y no se les escapara ningún dato, el primer banco de la sala de audiencia, el más próximo a estrados y a los acusados: para el TOP la tarea “informativa” de estos agentes era sin duda más relevante que la de los periodistas. El tiempo y la proximidad habían anudado una cierta relación entre estos agentes y los periodistas más veteranos de tribunales. No era raro que al coincidir en el bar Supremo se sentaran juntos a tomar unas cañas de cerveza. Siempre busqué algún pretexto para escabullirme. Prefería saber yo quiénes eran ellos, que ellos supieran quién era yo. Cuanto menos contacto con esa gente mejor.

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El TOP se convirtió en uno de los frentes de los abogados antifranquistas contra la represión de la dictadura. A partir de 1970 fueron constantes los rifirrafes en los juicios sobre el derecho de defensa, que el tribunal limitaba, la imposibilidad de preguntar a los acusados sobre torturas o malos tratos en los interrogatorios policiales y la propensión del tribunal a celebrar juicios a puerta cerrada, impidiendo la asistencia de familiares y correligionarios de los acusados. Estos incidentes dieron lugar a un plante masivo de abogados que dejaron de actuar ante el TOP y que provocó un largo periodo de inestabilidad en el funcionamiento de este tribunal, a pesar de las represalias contra los protagonistas del plante, a los que se suspendió en el ejercicio de la abogacía, y de los intentos de mediación del Colegio de Abogados de Madrid. También menudearon los procesamientos por desobediencia a abogados por insistir en preguntar o protestar por cosas que los magistrados del TOP consideraban vedadas, especialmente las referentes a torturas y vejaciones policiales.

Los juicios ante el TOP eran escenario a veces de interesantes disertaciones dialécticas sobre la naturaleza del Estado. Los abogados antifranquistas pretendían convencer a los magistrados del tribunal de que la organización estatal —el Estado— no podía confundirse con el régimen político que lo configuraba, por lo que atacar a este último no implicaba atacar al Estado, que era, en definitiva, lo que las leyes prohibían. Yo observaba las caras impasibles de los magistrados, como si lo que decían los abogados no fuera con ellos, y deducía que el mensaje que querían transmitirles con su gesto era más o menos este: seguid con vuestra disertación que no caeremos en la trampa. Era imposible que admitieran esa sutil distinción entre Estado y régimen político en la que con toda seguridad ni creían los propios abogados que la planteaban como una treta defensiva: demasiado sabían todos que el poder estatal, residenciado en la persona de Franco, era único e indivisible y que de él derivaban como en cascada, no los poderes, sino las distintas funciones del Estado, una de las cuales era la jurisdiccional que ejercían los magistrados del TOP. Esta estrategia defensiva me parecía brillante, aunque de nulos efectos prácticos, y me hacía eco de ella en mis crónicas.

Entre Supremo y Supremo. Historias de los últimos tribunales del franquismo, de Francisco Gor, lo edita mañana La Hoja del Monte. 120 páginas. 12 euros.

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