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Tribuna
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Rentrée

Ahora sabemos que esto no es un purgatorio pasajero, sino un infierno permanente

Enrique Gil Calvo

La que hoy comienza podría llegar a ser la peor rentrée política de los últimos lustros. Para encontrar otros inicios de curso comparables habría que remontarse a 2008 y 2009, cuando el estallido de la Gran Recesión dio lugar a los peores otoños e inviernos de la historia reciente en materia de destrucción de empleo. O incluso todavía más atrás, hasta septiembre de 1992, cuando acabados los fastos de la Expo de Sevilla y los Juegos de Barcelona dio comienzo la anterior recesión que por entonces marcó el récord en tasa de desempleo, alcanzando la cota hoy desgraciadamente igualada del 25% de la población activa.

Pues bien, la actual rentrée amenaza con resultar aún más deprimente, presidida como va a estar por las subidas de impuestos (como el IVA) y de tasas (como el copago), por los recortes (de empleos, de sueldos, de pensiones y de derechos) y por los rescates: el rescate bancario regulado por el MoU (Memorandum of Understanding), el rescate autonómico que solicitan baronías populares o socialistas y la catalana, y el rescate parcial que Rajoy se dispone a pedir, o no, al Eurogrupo. Tres factores recesivos (subidas, recortes y rescates) que van pesar como una maldición sobre el fatídico clima de opinión que deprime a la ciudadanía española, agravando aún más el retraimiento y la inhibición de la inversión y el consumo. Un clima de fatalismo que fluctúa entre la desesperación de los directamente afectados por la recesión (entre un cuarto y un tercio de la ciudadanía) y la desesperanza de quienes sólo la experimentan tangencialmente de forma atenuada. ¿A qué se debe tamaña desmoralización ciudadana?

En las ocasiones anteriores en que se iniciaba un otoño que amenazaba con resultar crítico, se contaba al menos con recursos para afrontar con éxito el inminente desastre. Ante todo se disponía de políticas contracíclicas de probada eficacia en la lucha contra la crisis. Y por lo tanto se sabía que sólo era cuestión de tiempo, puesto que al cabo de algunos trimestres recesivos pronto se percibirían las primeras señales de la reactivación. De ahí que el sentimiento dominante fuera preocupado pero confiado a la vez, pues existía la esperanza de que bastaba con resistir para que todo comenzase a mejorar. En cambio ahora no es así. Todas las políticas económicas ensayadas han fracasado, y en particular está fallando de la forma más trágica la política de austeridad a cualquier precio, que dogmáticamente nos ha impuesto el fundamentalismo del Bundesbank. Un dogmatismo contra el que se ha estrellado el voluntarismo del presidente Hollande, que quiso fundar en la primavera una coalición meridional por el crecimiento, pero que hoy ha optado por rendirse reeditando el eje francogermano de Merkhollande.

Esto explica que hayamos perdido toda esperanza, pues ahora sabemos que no hay salida, que esto no es un purgatorio pasajero sino un infierno permanente del que no podremos escapar y que sólo está destinado a empeorar. De ahí el clima de pesimismo deprimente que se abate sobre nuestra desmoralizada población, lo que anuncia un aciago otoño tanto más caliente y conflictivo en cuestiones sociales como gélidas y contractivas se manifiestan las expectativas económicas. Y por si eso fuera poco, también resultan desastrosas las expectativas políticas con que el curso se reanuda. La desconfianza ciudadana tanto respecto al jefe del gobierno como al líder de la oposición es más elevada que nunca, lo que se traduce en desmoralización, retraimiento y malestar social. Por añadidura sus sucesores in péctore, Feijoo y López, acaban de tirar la toalla renunciando a sus mandatos para convocar elecciones anticipadas en Euskadi y Galicia. Todo ello mientras las comunidades autónomas se muestran incapaces de contener su déficit y pagar sus deudas, descollando el caso catalán, que amaga con emular al secesionismo padano de la Lega Nord como coartada victimista para su extorsión tributaria.

Pero de todo este cúmulo de factores fatídicos que amenazan con amargarnos el otoño, quizá el peor sea la ruinosa pérdida del capital político del presidente del Gobierno. Y para advertirlo, nada mejor que comparar este inicio de curso con el de hace tan sólo un año. En septiembre de 2011, el aspirante Rajoy parecía capaz de dirigir nuestro país hacia un nuevo rumbo sugerido por su programa oculto, lo que difundía entre la ciudadanía una percepción de relativa seguridad en el futuro. Pero un año después, toda aquella esperanza se ha esfumado. De cara a este curso, el gobierno de Rajoy carece de cualquier rumbo definido, como un corcho a la deriva que flota en el agua impulsado por los vientos contrarios de los mercados financieros y las corrientes subterráneas de nuestros competidores europeos. De ahí que sólo sepa infundir en la ciudadanía desconcierto, desmoralización y desesperanza, como maléficas profecías que parecen destinadas a cumplirse a sí mismas.

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