_
_
_
_
_
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Lealtad

Gregorio Peces-Barba y yo éramos amigos. Lo éramos desde 1957 cuando nos encontramos en la Facultad de Derecho madrileña, donde yo empezaba la licenciatura cuando él era un veterano que andaba por el segundo curso y, desde entonces hemos discrepado, coincidido, peleado, amigado, mutuamente apoyado, divertido y lamentado infinitas veces. Nunca consiguió catequizarme con sus tesis políticamente correctas, ni dejarse convencerse por las mías. Se irritaba con mi interés por los elementos afectivos del derecho y por su proyección comparada y yo siempre sonreí ante su devoción por la pureza geométrica de Kelsen y la axiología jurídica de Bobbio; pero, ante todo éramos amigos.

Dimos muestra de ello al encontrarnos en la Ponencia redactora del anteproyecto de Constitución en la que tantas ocasiones tuvimos de discrepar primero y consensuar después, junto con otros colegas la mayoría de los cuales ya no están. Más adelante, en la Asamblea Consultiva del Consejo de Europa, en la primera legislatura ordinaria, cuando él era portavoz muy cualificado del PSOE y yo presidía el Grupo Parlamentario Centrista —en el Gobierno—, tiempos de muy cordial confrontación. Y en la segunda legislatura, cuando él presidía el Congreso y yo era portavoz del Grupo Popular —en la oposición—, tiempos de leal complicidad. Tiempos en los que siempre conté con su complacencia clave para desarrollar las iniciativas de mi grupo parlamentario y, en más de una ocasión, como portavoz de la oposición, yo había de solicitar de la presidencia lo que era iniciativa del Gobierno —Virgilio Zapatero es testigo— para que el presidente Peces-Barba lo acordara. Éramos amigos y si la amistad no basta para fraguar el consenso político es condición necesaria para ello.

Después nos hemos encontrado una y otra vez. En conmemoraciones institucionales, en cursos académicos, en tareas prometedoras y desdichadamente frustradas como la comisión, de la que era alma Olegario González de Cardenal, que, por encargo del ministro Suárez Pertierra, preparó un programa alternativo a la asignatura de religión, en obras colectivas, en ocasiones sociales entorno a una gozosa buena mesa. Tantas ocasiones de discutir, discrepar y colaborar más que coincidir. Siempre amigos.

Un presidente del Congreso muy respetuoso de los derechos de la oposición

A lo largo de tantos años pude contar con Gregorio y él conmigo. En la vida parlamentaria, en ocasiones difíciles, me apoyó frente a la insolidaridad de mi propio partido. Mas tarde, Peces-Barba, ya rector de la Carlos III, me abrió de par en par las puertas de esa universidad y si no pude aceptar sus propuestas, nunca olvidaré que solo él me ofreció la docencia universitaria. Por mi parte conseguí que fuera elegido presidente de las Cortes con el voto de la oposición, práctica desgraciadamente no siempre seguida; creo que no falté a ninguno de sus merecidos homenajes y tuve el placer de ser el primero de los firmantes de su candidatura para la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. Más allá de la mutua estima, éramos, además, amigos.

Pero no es la amistad sino la verdad lo que me lleva a destacar tres grandes méritos de Gregorio Peces-Barba hacia la cosa pública. Sus correligionarios y colegas podrán, sin duda, destacar otros muchos. A mí me basta con señalar aquellos de los que fui inmediato testigo: su labor como constituyente, su actitud como presidente, su herencia como rector.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Gregorio, un ponente constitucional muy importante. Toda la Constitución, desde los valores superiores proclamados en el artículo 1 hasta la generalización potencial de las autonomías en el título VIII, lleva su huella dogmática y, se este de acuerdo o no con tal dogmática, es de justicia reconocerlo. Algunas partes, como la declaración de derechos del título I, cuya fecundidad ha demostrado la práctica jurisprudencial son, fundamentalmente, obra suya. Otras, como la referente al Poder Judicial, que la práctica no ha demostrado tan acertadas, también. Y el constituyente de 1978, a lo largo de más de tres décadas demostró una ejemplar fidelidad a la propia obra. Un profundo sentimiento de lealtad a la Constitución y a todas sus instituciones.

Gregorio, como presidente del Congreso entre 1982 y 1986, solemnizó y formalizo, si cabe hasta el exceso y, siguiendo a su antecesor Lavilla, dignificó sobremanera la vida parlamentaria. Fue un presidente especialmente respetuoso de los derechos de la oposición que en muchas ocasiones sirvió de contrapeso a las tentaciones de omnipotencia propia de las mayorías absolutas.

Al abandonar la primera línea de la vida política, Gregorio fue decisivo a la hora de configurar una universidad ejemplar. La Carlos III de Madrid.

Todo ello bastaría para terminar esta necrología repitiendo las palabras del poeta: “Y aunque la vida murió, harto consuelo nos dejo con su memoria”. Pero yo prefiero volver al comienzo de estas líneas subrayando de nostalgia las palabras: Gregorio y yo éramos amigos.

Miguel Herrero de Miñón representó a UCD en la ponencia que redactó la Constitución.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_