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Dentro del CIE de los escándalos

Interior dará uso policial al edificio de inmigrantes clausurado en Málaga

Fernando J. Pérez
Un agente de policía observa los dormitorios del centro.
Un agente de policía observa los dormitorios del centro.GARCIA SANTOS

Los bancos de madera y metal del comedor, atornillados al suelo para evitar que los internos los utilizaran como arma arrojadiza; las literas de hierro sin colchonetas y las pintadas de las paredes de los dormitorios colectivos —un pandemónium lingüístico en el que se distinguen trazos árabes, cirílicos, indostánicos y latinos— son algunos de los elementos que aún permanecen en el Centro de Internamiento de Inmigrantes de Málaga, cerrado el pasado 20 de junio tras 22 años de funcionamiento. Después de la salida de los últimos tres extranjeros sin papeles —que fueron trasladados al CIE de Aluche, en Madrid, la víspera del cierre—, la Dirección General de la Policía no ha tardado ni medio minuto en desmontar unas instalaciones carcelarias cuyas condiciones de vida escandalizaron durante dos décadas a ONG, políticos, defensores del pueblo, fiscales y jueces.

El primer cambio se observa en la fachada exterior del edificio, donde ya han desaparecido las siglas CIE. Nada más entrar al antiguo cuartel y convento de Capuchinos llama la atención una jaula metálica que permitía que los internos, enviados allí por orden judicial, descendieran de los coches policiales sin posibilidad de escape. En 2011, el CIE de Málaga tuvo 430 internos, la cuarta parte de ellos marroquíes. La mayoría, según la policía, eran internos “cualificados” (que habían cometido algún delito en España).

La Policía no ha tardado ni medio minuto en desmontar unas instalaciones cuyas condiciones de vida escandalizaron durante dos décadas

Los internos ingresan en los CIE por un plazo legal máximo de 60 días —hasta 2008 era de 40—, aunque la estancia media se reducía a 15 o 20 días. En el recinto malagueño eran recibidos en la llamada “sala de tránsito”, un espacio delimitado por barrotes y con un gran cerrojo que ahora se usa como almacén de las colchonetas usadas. Allí recibían un kit de limpieza, una toalla, sábanas y ropa. Organizaciones como Cruz Roja o la Ciudad de los Niños entregaban periódicamente vestimenta, libros o juegos de mesa para hacer más llevadera la estancia de los internos. “Todo el material se ha trasladado al CIE de Algeciras”, afirma la inspectora jefe Miriam, de la Brigada de Extranjería y Fronteras y directora del centro hasta su clausura.

Los dormitorios quizá sean las dependencias que otorgan mayor carácter carcelario a un centro destinado a retener a personas que habían cometido una falta administrativa, no penal, al permanecer sin permiso en España. Son grandes habitaciones colectivas cuyas ventanas están tapadas con planchas de metal agujereadas.

En el CIE había plazas para 20 hombres y 26 mujeres, que eran distribuidos por origen o cultura. Los dormitorios, con un váter turco, se cerraban desde fuera por la noche. Si sucedía alguna emergencia, los internos podían comunicarse con la garita de vigilancia a través de un interfono. En el recinto trabajaban 30 policías (entre ellos siempre una mujer). El edificio, de muros gruesos, no tenia aire acondicionado ni calefacción. En los meses de más calor, se colocaban unos toldos en el patio para hacerlo más soportable.

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En ese centro, durante 22 años, se registraron tres incendios, dos suicidios y dos casos graves de irregularidades policiales. En 1996, 103 inmigrantes subsaharianos fueron anestesiados con haloperidol y embarcados en cuatro aviones con destino a África. El escándalo fue zanjado por el entonces presidente del Gobierno, José María Aznar, con una frase lapidaria: “Había un problema y se ha resuelto”.

En el verano de 2006, un grupo de agentes fue detenido por organizar fiestas nocturnas con las internas, alguna de las cuales mantuvo relaciones sexuales con los funcionarios. Interior dará uso policial a las instalaciones.

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Sobre la firma

Fernando J. Pérez
Es redactor y editor en la sección de España, con especialización en tribunales. Desde 2006 trabaja en EL PAÍS, primero en la delegación de Málaga y, desde 2013, en la redacción central. Es licenciado en Traducción y en Comunicación Audiovisual, y Máster de Periodismo de EL PAÍS.

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