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Columna
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La palabra de los defraudadores

El Gobierno, que debería ser garante de la equidad social, se comporta como árbitro parcial que favorece al más fuerte

Josep Ramoneda

El 90% de los ciudadanos considera la situación económica muy mala. Un consejo para los gobernantes: no sigan tratando de edulcorar la situación con sus eufemismos y sus medias verdades, porque no engañan a nadie. No es un problema de estadísticas de crecimiento y de paro, de índices de la Bolsa y de primas de riesgo: la gente vive el desastre cada día en sus propias carnes, se siente cada día un poco más a precario, y ni ve salida ni se siente acompañada. ¿Es posible que quien gobierna no se haya enterado todavía?

A estas alturas de la crisis algunas cosas están claras. La izquierda está desorientada pero la estrategia neoliberal ha fracasado por completo. Las élites, incapaces de resolver la situación en términos aceptables para todos, están cada vez más alejadas de la mayoría social. La sociedad se resquebraja y entra en el túnel del pesimismo y de la desesperación. Las instituciones se tambalean porque los comportamientos irresponsables de las élites afectan a todo el edificio del poder. La democracia está amenazada.

La última utopía soñada por las élites había sido la indiferencia, que está en el origen de la crisis. La cultura de la indiferencia surge de la reducción de la vida a la dimensión económica: se rompe la idea de responsabilidad compartida y se produce el vaciado completo del sentido, más allá de la estricta supervivencia en la selva del mercado. Forma parte de esta utopía hacer invisibles a las víctimas. Los esfuerzos para que los perdedores de la crisis no aparezcan más que en la forma inerte de las estadísticas son constantes. No hay reconocimiento para las víctimas porque reconocerlas equivale a aceptar las consecuencias de la ruptura de los límites a la que nos ha llevado la hegemonía conservadora y la incapacidad del llamado neoliberalismo para minimizar sus efectos colaterales.

La crisis es, en este sentido, la culminación de la hegemonía conservadora, pero también su momento catastrófico. Cada vez es más difícil ocultar a los perdedores y a la cara oscura de los ganadores (el crimen organizado, el fraude sistemático, el abuso de poder). Poco a poco han ido emergiendo las entrañas de un sistema orientado a legalizar los privilegios de los que tienen más y despolitizar y desocializar a la gran mayoría. Decía Axel Honneth que una sociedad que funciona bien es aquella en que el ambiente social, cultural y político permite a los individuos desarrollar una identidad autónoma y una relación positiva consigo mismo y con los demás. Exactamente lo contrario de lo que ocurre en una sociedad en que la mayoría de sus miembros vive agobiada por una pérdida constante de posiciones, que los gobernantes han convertido en tarea épica —la austeridad— al tiempo que benefician a unos pocos con una amnistía fiscal y se niegan a exigir responsabilidades a los autores de los desastres financieros.

La crisis ha evidenciado el desdén de las élites, encerradas en la jerga de los eufemismos y de los tecnicismos, para despistar al personal; las prácticas constantes de abuso de poder (de las que productos financieros como las famosas “preferentes” son un verdadero arquetipo); la propagación de la corrupción en los más altos poderes institucionales; y la obscena imbricación entre política y dinero (no exenta de vergonzosos ajustes de cuentas). Y todo ello debilitando enormemente el principio de legalidad que debería ser la base de una sociedad democrática.

Si, hace unos días, Bankia se convirtió en el icono de toda esta podredumbre, esta semana los nuevos datos sobre la amnistía fiscal han venido a corroborar que al Gobierno ya ni siquiera se le suben los colores a la hora de actuar en favor de los más poderosos. Cuando un ciudadano se acerca a las oficinas del Estado es objeto de todo tipo de desconfianzas. Su palabra vale poco. Se le piden montones de papeles para acreditar sus peticiones o sus derechos. Sin embargo, el Gobierno ha decidido creer ciegamente a los defraudadores fiscales. Los que quieran acogerse a la amnistía pondrán un montón de dinero sobre la mesa, dirán que su origen no tiene nada de malo, y ni siquiera les pedirán que lo demuestren. El blanqueo de dinero negro legitimado por el Estado. ¿Con qué moral van a hacer los ciudadanos la declaración de la renta? El Gobierno, que debería ser garante de la equidad social, se comporta como árbitro parcial que favorece al más fuerte. Cuando la palabra que cuenta es la de los defraudadores, la democracia es pura comedia.

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