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Opinión
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Clases de contabilidad con el Gran Capitán

La soberbia de Dívar al no explicar sus viajes recuerda el irónico desplante del virrey de Nápoles

Carlos Dívar, en un pleno del Poder Judicial.
Carlos Dívar, en un pleno del Poder Judicial.CRISTÓBAL MANUEL

“En picos, palas y azadones, para enterrar a los muertos del adversario, he gastado cien millones. Cien mil ducados en guantes perfumados para preservar a las tropas del mal olor de los cadáveres de los enemigos tendidos en el campo de batalla. Ciento sesenta mil ducados en poner y renovar campanas destruidas por el uso continuo de repicar todos los días por nuevas victorias conseguidas sobre el enemigo”. Este es el inicio de una de las versiones más populares que ha llegado a nuestros días de las llamadas Cuentas del Gran Capitán. Una leyenda sobre las sarcásticas explicaciones que Gonzalo Fernández de Córdoba —vencedor de las batallas de Ceriñola y Garellano (Italia, 1503) y, por ello, conocido como el Gran Capitán—, se vio obligado a ofrecer al rey Fernando el Católico en 1506 por lo que el Monarca consideraba unos gastos desproporcionados en la guerra contra los franceses, aunque hubieran supuesto la conquista del reino de Nápoles.

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Según la leyenda, que Modesto Lafuente da por buena aunque sin tanta floritura, el orgulloso militar no se arredró ante lo que consideraba una humillante fiscalización por parte de Fernando el Católico, y siguió con su irónico desplante: “Doscientos mil setecientos treinta y seis ducados y nueve reales en frailes, monjas y pobres, para que rogasen a Dios por la prosperidad de las armas españolas. Un millón en misas de gracia y tedeum al Todopoderoso. Tres millones de ducados en sufragios por los muertos”.

Y luego ya se centró en aspectos más materiales: “Diez mil ducados en pólvora y balas. Cincuenta mil ducados en aguardiente para las tropas, en días de combate. Millón y medio de ducados para mantener prisioneros y heridos. Siete mil cuatrocientos noventa y cuatro ducados en espías y escuchas”.

La altanería con la que el presidente del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Supremo, Carlos Dívar, ha eludido dar explicaciones a la ciudadanía y a los propios vocales del organismo que preside sobre los 20 viajes de fin de semana de al menos cuatro días a hoteles y restaurantes de lujo de Puerto Banús (Marbella, Málaga), con la crisis que estamos viviendo, con 5,5 millones de parados, recuerda la soberbia del virrey de Nápoles.

Lejos de aprender del ejemplo de Juan Carlos I que, tras el incidente de la cacería de Botsuana, llegó a decir: “Lo siento. Me he equivocado. No volverá a ocurrir”, la humildad de Dívar, tras el archivo de las diligencias del fiscal que sin investigación alguna ha dictaminado que no existe delito, le ha llevado a enrocarse. A pesar del innegable desprestigio que tan lujosos periplos han causado a la institución que preside, ni dimite ni da explicaciones.

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Dívar ha despreciado la petición de la inmensa mayoría de los vocales de que fuera él personalmente el que acudiera ante los medios de comunicación para dar cuenta de lo ocurrido en el pleno en el que cinco vocales exigieron su dimisión por entender que había cargado a los presupuestos del Consejo gastos suntuarios de actividades privadas de fin de semana. Este prócer, que predica la austeridad, la misa diaria y la caridad cristiana, no tuvo inconveniente en exponer a la portavoz, Gabriela Bravo, al oprobio de tener que dar la cara por él.

El vocal denunciante, José Manuel Gómez Benítez, ha explicado que en el Consejo nadie se cree que Dívar fuera a trabajar en esos viajes a Puerto Banús, donde no constan actividades oficiales, y en los que se contabilizan como gastos protocolarios numerosas cenas para dos personas en el Marbella Club Hotel Golf Resort & Spa o Puente Romano, entre otros restaurantes de lujo, generalmente en viernes y sábado.

Dívar, que debió de recibir clases de contabilidad en la misma academia que el Gran Capitán, ha realizado otros viajes oficiales y privados en estos tres años a lugares como Barcelona —es aficionado a la ópera—, Roma y santuarios marianos, Argentina o Colombia, alguno de los cuales también ha despertado sospechas en algún vocal de que la justificación ofrecida por el presidente no se ajuste a la realidad.

Lo cierto es que la arrogancia del Gran Capitán parece justificada cuando en su última partida contabiliza: “Cien millones por mi paciencia en escuchar ayer que el Rey pedía cuentas al que le había regalado un reino”. Y Dívar, ¿qué reino habrá regalado?

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