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Tribuna
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Memoria histórica

Hechos inolvidables explican la irritación provocada por el escrito de la izquierda 'abertzale'

La izquierda abertzale no se siente “concernida” por el reproche de que no se atreve a exigir a ETA su disolución. La petición de perdón a las víctimas que se le reclama la considera más propia del lenguaje religioso que del político. Y añade que quienes le plantean tales requerimientos no son conscientes de que estamos en una fase política nueva. Todo ello a propósito de las reacciones suscitadas por el documento que presentó el pasado domingo, en el que había una referencia a su “profundo pesar” por las víctimas causadas por ETA y por su propia e involuntaria imagen de “insensibilidad” ante ellas.

Que desde la declaración de cese de su actividad armada estamos en una fase política nueva en lo que respecta a ETA es cierto; lo es, pese a que su comunicado del 20 de octubre no incluyera una condena o rechazo de los crímenes pasados. En los meses anteriores se había discutido sobre si era suficiente que la izquierda abertzale se comprometiera a condenar o, como dijo Otegi, a “oponerse” a un eventual atentado, una vez producido. La opinión más sensata concluyó que ambos eran planteamientos para después de y que lo exigible era que se comprometiera a evitar ese atentado antes de que ocurriera. Es decir, que su obligación era convencer a ETA de que abandonara las armas unilateralmente y sin contrapartidas. Aunque por un camino sinuoso, es lo que ocurrió, y no puede negarse que es un cambio radical de la situación, por grandes que sean los problemas aún pendientes.

Por ejemplo, que el cese de la violencia no haya sido seguido de su consecuencia lógica; la disolución organizativa y entrega de las armas. Si lo hiciera, ETA facilitaría enormemente la apertura de un camino hacia la reinserción paulatina de sus presos (cuya existencia es a su vez invocada por ETA para no disolverse). Los presos no dan los pasos previstos en la legislación para acceder a esa reinserción, pero es seguro que lo harían si sus jefes les autorizasen a hacerlo. Los exigentes requisitos introducidos en la reforma del Código Penal en 2003 (arrepentimiento acreditado y petición de perdón, entre otros) podrían modificarse o ser aplicados con criterios más flexibles si ETA anunciara su disolución; lo que solo ocurrirá si la izquierda abertzale (y sus propios presos, avalados por esa formación) se lo reclaman.

Con independencia, por tanto, de que el lenguaje les suene a confesionario, el antiguo brazo político de ETA no puede desentenderse de las consecuencias de su actitud durante más de 30 años. No solo es inevitable que sus jefes actuales se sientan concernidos por la actuación de ETA, sino por la suya propia en relación a lo que la banda hacía. El objetivo de ETA, compartido por su brazo político, ha sido durante décadas suscitar mediante la generalización del terror una situación de ansiedad social e inestabilidad política que forzase al Gobierno a negociar su programa de autodeterminación más Navarra a cambio de una suspensión, de duración variable, de la violencia. Para ello, no han retrocedido ante la posibilidad de que hubiera niños entre sus víctimas. En ocasiones (Zaragoza, Vic, Hipercor) incluso han parecido buscarlos, de acuerdo con el criterio, presente en algunas de sus teorizaciones, de provocar la máxima conmoción, es decir, el mayor espanto.

Entre las 857 víctimas de ETA figuran 21 niños, en su mayoría hijos de policías o guardias civiles. La última fue Silvia Martínez, la niña de seis años asesinada en agosto de 2002 en un atentado contra la casa cuartel de Santa Pola. La actitud de Batasuna ante ese crimen fue el punto de partida para iniciar la tramitación de su ilegalización.

En marzo de 2000 fue juzgado, acusado de intentar volar, en 1998, la casa cuartel de Granada, el activista etarra José Luis Barrios Martín, que ya había sido condenado por el asesinato del concejal sevillano Alberto Jiménez Becerril y su mujer, Ascensión García. En su declaración, leída en el juicio, Barrios dijo que asumía las muertes de niños y mujeres que podrían haberse producido en el cuartel ya que no eran “civiles ni inocentes”.

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Durante muchos años, ETA acostumbraba a responsabilizar de los atentados en los que morían niños a sus padres policías o guardias civiles, a los que acusaba de “protegerse tras sus familias” para evitar ser cazados. La izquierda abertzale no solo asumía esa cruel hipocresía sin rechistar sino que a veces la avalaba con gestos como el de presentar a ese activista como candidato a diputado del Parlamento de Navarra (Barrios obtuvo el escaño, y lo mantuvo hasta ser condenado por asesinato).

Pero para asesinar sin escrúpulos a niños los terroristas han considerado necesario proceder a su deshumanización previa. En noviembre de 1991 mataron en Erandio a Fabio Moreno, de 2 años, mediante una bomba colocada en el coche de su padre, guardia civil. Dos meses después, la dirección etarra enviaba una carta al comando Vizcaya en la que aconsejaba no arriesgar innecesariamente “la vida de nuestros luchadores, que vale cien veces más que la de un hijo de txakurra” (perro).

La transferencia de culpabilidad ha revestido formas diversas. Herri Batasuna lamentó la muerte de ese niño a la vez que advertía que la responsabilidad era de quienes están “prolongando el sufrimiento de este pueblo”, negándose a negociar con ETA. Antonio López, Kubati, asesino de Yoyes en presencia de su hijo, de 3 años, dijo ante el tribunal que le juzgaba que a él, personalmente, “no le gustaba matar”, y pidió a los familiares de las víctimas potenciales de ETA que se mantuvieran “alejadas de nuestros objetivos” porque “nos duelen esas víctimas”.

Es la distancia entre los hechos, inolvidables, y el tono entre burocrático y reivindicativo (de nuevo la negociación, con instrucciones de lo que tienen que hacer los Estados español y francés y las formaciones políticas) del escrito de la izquierda abertzale del pasado domingo, lo que explica la indiferencia, o irritación, con que ha sido acogido, para sorpresa (hipócrita) de sus redactores.

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