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Tribuna
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Autocrítica y democracia

Sería revolucionario que los votantes dieran su voto a quienes admitieran sus errores

No hay, que yo sepa, estudios sociopolíticos sobre la contribución de la autocrítica a la democracia, acaso por la ausencia del material necesario para el imprescindible trabajo de campo. Pero el sentido común indica que se trata de una herramienta valiosa, por cuanto denota un reconocimiento de los errores, defectos o maldades propias, esencial para subsanarlos, corregirlos o superarlas, así como para que la ciudadanía tenga una percepción más atinada de la realidad.

Ahora bien, ¿sería concebible que ETA hubiera acompañado el anuncio del “cese definitivo de su actividad armada” con un relato autocrítico? Sería una muestra súbita de democracia, tras casi medio siglo de terror, que no resultaría creíble. Para la alegría de los demócratas basta con que cumplan lo que han decidido. Y tampoco sería satisfactoria esa autocrítica, ni la autoflagelación de los etarras, para la caverna mediática, cuya decepción por la noticia ha sido retratada con pulcritud por José María Izquierdo: “Desde la decencia, ¿por qué les molesta tanto que ETA no mate?”.

En cambio, entre demócratas, la falta de autocrítica por quienes piden el voto para el 20-N a los depositarios de la soberanía nacional, a fin de ejercer, en representación de ellos, el poder político, debería rechinar en el electorado, tanto como el usual “más eres tú” con que se obsequian entre sí los candidatos o sus secuaces. Sería curioso ¡y revolucionario! averiguar que los votantes fueran proclives a otorgar su representación a seres humanos capaces de admitir que no actuaron correctamente o que se equivocaron.

La gimnasia de la autocrítica debería ejercitarse también entre la ciudadanía, reacia igualmente a manifestar sus deficiencias. Los estudios de audiencia que apuntan al éxito cuantitativo de la telebasura o de programaciones audiovisuales que muy poca gente reconoce oír o ver, merecen ser tenidos en cuenta por los usuarios reales de tales productos, para hacérselo mirar por un especialista.

E igual cabe decir de una parte importante del electorado que, según las encuestas, parece prematuramente decantada para el 20-N en un determinado sentido, sin que, seguramente, haya realizado un análisis autocrítico de los pros y los contras de su decisión. Italia resulta paradigmática: ¿No debería ser autocrítico el electorado que sostiene en el poder a Silvio Berlusconi?

El talante deliberativo con que están actuando en España los indignados del 15-M, internacionalizados en el 15-O, con la impagable ayuda de Internet y las redes sociales, puede servir de ejemplo. Sobre todo, si son capaces de avanzar en la autocrítica, como lo han sido al acertar en la exposición pacífica de sus pretensiones y en la actuación contundente para impedir desahucios y dotar de utilidad social a inmuebles desocupados.

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Frente a la reclamación de democracia directa y participativa, desde la derecha se acusa a los indignados de atentar contra la “democracia de las urnas” y se esgrime frente a ellos nuestro modelo constitucional de democracia representativa. Curiosamente, fue la derecha personificada por Manuel Fraga la que más abogó, durante el debate constituyente, en favor de una participación populista, mediante facilidades a la iniciativa popular para promover leyes, convocar el referéndum y reformar la Constitución.

Fueron la izquierda, los centristas y los nacionalistas quienes lograron restringir esa iniciativa popular, por entender —a la vista de lo ocurrido particularmente en Italia— que la derecha pretendía contrarrestar o anular desde la calle las normas progresistas que emanarían de las cámaras legislativas. Pero además de Fraga y los suyos, también defendieron una iniciativa popular parecida a lo que hoy reclama el 15-M el diputado republicano Heribert Barrera y el senador independiente Lluís María Xirinacs, ambos catalanes, ya fallecidos. Este último, que había propugnado la participación ciudadana “mediante referéndum, asambleas, manifestaciones...”, puso el dedo en la llaga cuando dijo —como auténtico precursor en 1978 de los indignados de hoy— que “los partidos tienen miedo al pueblo y lo quieren amordazar”.

Xirinacs calificó la democracia directa de tema maldito, porque “después de 40 años de prohibición de la democracia representativa, en la que los protagonistas son los partidos, estas asociaciones políticas tan importantes, e incluso, a mi juicio —precisó—, imprescindibles, han salido de sus jaulas como fieras hambrientas por causa del prolongado ayuno”. Y añadió: “Están crispados, son devoradores, especialmente los partidos de izquierda, por ser los más reprimidos”.

Acaso los constituyentes que sobreviven tendrían que hacer autocrítica por aquel exceso de celo, que limitó la participación popular, y avalar hoy una reforma constitucional en la línea que piden los indignados. El PP, si se dejara asesorar por Fraga, y si el veterano político no ha cambiado de criterio, debería estar de acuerdo.

Pero la autocrítica no es del gusto de los políticos. El 20 de octubre último, antes de que ETA hiciera público su comunicado, Carles Francino pidió en la SER a la abogada e integrante de la izquierda abertzale Jone Goirizelaia, una autocrítica sobre la actuación de Batasuna. La interpelada contestó con un socorrido “como todo el mundo”. Se me ocurre sugerir a Francino una mesa redonda en la que solo se admitan intervenciones autocríticas. Merecería la pena.

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