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Presidente al desnudo

Las imágenes que se creó Camps se han derrumbado

Miquel Alberola
Camps, dirigiéndose a la comparecencia en la que anunció su dimisión.
Camps, dirigiéndose a la comparecencia en la que anunció su dimisión.Juan Carlos Cárdenas (EFE)

Uno de los libros que más han marcado a Francisco Camps es Tiempo de silencio, del psiquiatra Luis Martín-Santos. Lo confesó en una recepción navideña ante un grupo de periodistas, tratando de aparentar normalidad mientras ardía por dentro. Camps había aprendido que el silencio no consistía solo en callar, sino que tenía otra expresión no menos feroz: el monólogo interior, uno de los procedimientos narrativos con los que Martín-Santos innovó el panorama literario español.

Durante los dos últimos años, con los jueces en los talones y su cartel de presidente honrado arrugado, esas dos expresiones del silencio han sido el mástil que le permitía navegar mientras la realidad zarandeaba su nave. Camps ha vivido en un mundo paralelo que no solo ha sido producto de su imaginación. Le ayudó sobre todo Mariano Rajoy, que le permitió llevar su deriva hasta el paroxismo. Pero también sus preceptores: Juan Cotino y Rita Barberá, que le han estado haciendo creer que de este laberinto se podía salir por la puerta grande. Ayer, esas dos expresiones entraron en contacto y se pusieron incandescentes como un filamento de tungstato antes de fundirlo.

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Camps, pese a su tenebroso fondo de armario, quedó ayer desnudo ante sí mismo. Había llegado a la presidencia de la Generalitat en 2003 para moralizar la institución después de los sospechosos años de Eduardo Zaplana y ahora sale de ella apestando a corrupción. Y no solo por el hedor que le ha impregnado Gürtel, que se le metió hasta la médula de su casa y la farmacia de su esposa, Isabel Bas. Bajo su mandato, además de esta trama, que salpica a la cúpula del PP valenciano, también han engordado los casos Fabra y Brugal o el saqueo de la empresa pública Emarsa, en la que el juez investiga el pago de 15 millones por trabajos no realizados.

Tampoco ha sobrevivido la imagen de hombre afable, tolerante y liberal que ha intentado transmitir estos años. Camps se ha demostrado como un hombre implacable de partido que ha preferido la fulminación a la integración. Ha logrado la unificación del partido en la Comunidad Valenciana con mano dura, a costa de aplastar el zaplanismo y marginar a los herederos de Carlos Fabra.

Pero si ha sido implacable con los suyos, con los adversarios ha excedido los límites sin ningún complejo. Dejó frío el hemiciclo el día que recuperó el lenguaje de la Guerra Civil ante el acoso parlamentario al que lo sometía la oposición. Le espetó al entonces portavoz del PSPV-PSOE, Ángel Luna, que lo que lo que les gustaría a los socialistas sería recogerlo en una camioneta al amanecer y que luego lo encontraran en una cuneta. Incluso en privado se refería a ellos como “las hordas marxistas”.

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En ese sentido, Camps mantuvo una gran sintonía con el difunto arzobispo Agustín García-Gasco, azote de Zapatero y considerado por los sectores progresistas de Iglesia valenciana como un obsoleto nacional-catolicista. Nunca como en los ocho años de Camps al frente del Consell, la Iglesia ha obtenido tantas prebendas de la Administración valenciana. En virtud de esa cordialidad, Camps involucró a la Generalitat en la organización y financiación de la visita del Papa a Valencia con motivo del V Encuentro Mundial de las Familias, en 2006, parte de cuya gestión está siendo investigada por los tribunales porque de los 14,5 millones de euros que Canal 9 adjudicó para cubrir ese acontecimiento, sin mediar concurso, más de la mitad fueron para una empresa tapadera de la trama Gürtel.

Camps también había llegado al Palau de la Generalitat tocado con el yelmo dragonado de Jaime I. Para ello se leyó el libro gordo del padre Robert Ignatius Burns sobre el monarca y acomodó su agenda a la estela del conquistador, cargando de significado y solemnidad cada acto que protagonizaba. Sin embargo, esa imagen también se le ha estropeado en el transcurso de su mandato. Una de las primeras medidas de la legislatura que no terminará fue liquidar la Ley de Uso y Enseñanza, una norma nacida del consenso en 1983 y que ha servido para encauzar la enseñanza del valenciano sin fricciones.

En estos años ha reducido, asimismo, su valencianismo primario y expansivo a un victimismo irritante contra el Gobierno central, que ha explotado en todos sus frentes hasta la extenuación. Con Camps, la afirmación de la Comunidad Valenciana se ha producido más en la confrontación que en la puesta en valor de sus capacidades y posibilidades. El abuso de ese discurso ha forjado la imagen de una Generalitat reducida a organismo subalterno y menesteroso (incapaz de lograr sus prestaciones sin un Gobierno central del mismo color) que tuviera más responsabilidad que pedir y quejarse.

Y lo más grave: todos lo que no se ajustaran a ese concepto no eran valencianos, sino enemigos de la Comunidad Valenciana. Todas las imágenes que Camps se ha creado para su propio escaparate se derrumbaron ayer ya solo perviven en la pantalla de Canal 9.

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Sobre la firma

Miquel Alberola
Forma parte de la redacción de EL PAÍS desde 1995, en la que, entre otros cometidos, ha sido corresponsal en el Congreso de los Diputados, el Senado y la Casa del Rey en los años de congestión institucional y moción de censura. Fue delegado del periódico en la Comunidad Valenciana y, antes, subdirector del semanario El Temps.

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