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Tribuna
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Fronda

Los barones han optado por neutralizar a Zapatero para impedir que sus imprudencias agraven la hemorragia electoral

Enrique Gil Calvo

Las elecciones del 22-M están suponiendo un desastre político de incalculables consecuencias, tras estallar como una bomba de relojería cuyos efectos retardados no han hecho más que empezar. Algo no muy extraño, si tenemos en cuenta que la campaña previa estuvo distorsionada por interferencias tan influyentes como la disputa del Tribunal Constitucional sobre la legalización de Bildu y la ocupación de las plazas mayores por las acampadas del Movimiento 15-M. Y si las vísperas electorales estuvieron eclipsadas por acontecimientos distractivos que las silenciaron, lo mismo ha ocurrido después con el análisis de sus resultados, que ha quedado sepultado bajo la unánime atención mediática prestada al estallido de la fronda socialista: el desafío de los barones contra la autoridad de su secretario general.

Respecto a los resultados mismos, el mensaje ha sido inequívoco: arrolladora victoria del PP por dos millones de votos y aplastante derrota del PSOE, que pierde un millón hacia su derecha y otro medio millón hacia su izquierda (entre IU y los votos blancos o nulos). Datos que resultan sorprendentes por partida doble, pues las encuestas no preveían tamaña diferencia que además se distribuyó de forma homogénea por toda la geografía. Y esto es extraordinario porque, en unas elecciones locales, los resultados suelen surgir como un mosaico fragmentario y discontinuo distribuyéndose al azar de cada localidad, lo que arroja pequeñas diferencias al agregarse a escala estatal: justo lo contrario de lo que sucedió el 22-M. ¿Qué quiere eso decir? Pues que la naturaleza de los comicios se distorsionó, y en lugar de ser locales en la práctica se convirtieron en generales, al fundirse los votantes en un solo cuerpo electoral integrado a escala estatal.

¿Cómo puede explicarse semejante cohesión de los votantes? Sin duda por dos razones que se potenciaron entre sí: el voto de protesta contra las secuelas de la crisis y el consiguiente voto de castigo a su principal responsable, el presidente del Gobierno. Por ello, los comicios del 22-M se convirtieron en un plebiscito negativo contra quien conjuró toda la ira popular al decretar unas políticas de ajuste que han empobrecido injustamente a los españoles, sin por eso contribuir a superar una crisis que por el contrario continúa destruyendo el tejido laboral y productivo. En este sentido, la incapacidad de explicar con alguna convicción el giro copernicano de la política social resultó determinante. Y el plebiscito resultó tanto más negativo cuanto el propio presidente Zapatero pretendió inútilmente hurtarse a él, cuando anunció antes de los comicios que renunciaba a presentarse a su reelección esperando eludir así el voto de castigo que los sondeos le auguraban. Una retirada preventiva que solo consiguió agravar todavía más el castigo a recibir. A todo lo cual se vino a añadir la definitiva desautorización moral sufrida con las masivas movilizaciones del 15-M.

En consecuencia, el plebiscito contra Zapatero ha sido tan negativo que significa no solo la mayor derrota histórica del PSOE sino algo que puede ser peor todavía, como es un cambio de ciclo. Hasta ahora nuestro sistema político era de tipo bipartidista, alternándose en el poder los dos grandes partidos en una equilibrada oscilación pendular. Pero a partir del 22-M, parecería como si ese alternante equilibrio de poder hubiese quedado roto, con lo que nuestro anterior bipartidismo podría evolucionar hacia un nuevo sistema de partido hegemónico dominante, liderado por un PP que ocuparía todo el espacio desde el centro hasta la derecha extrema, y donde la izquierda se fragmentaría en formaciones dispersas hasta quedar reducida a la impotencia. Una deriva que se inició el año pasado con las elecciones catalanas y que ha quedado ahora más que confirmada con las municipales, amenazando con convertirse en irreversible en las próximas generales.

De ahí que el vuelco electoral parezca mucho más alarmante de cuanto revela la aritmética del voto. Por eso resulta explicable el viento de fronda que ha llevado a los barones socialistas a desautorizar a su secretario general, a fin de neutralizarlo antes de que sus imprudencias (como la de enrocarse tras la ministra Chacón para salvar la cara, embarcando al partido en unas primarias a riesgo de dividirlo) agraven todavía más la incontenible hemorragia electoral. A partir de ahora será el incombustible Rubalcaba quien lleve las riendas. Pero quizá sea ya demasiado tarde, pues si no se adelantan las elecciones a otoño, en que las cifras del paro habrán mejorado algo, la primavera que viene puede ser mucho peor. Pues entretanto el Gobierno tendrá que proseguir con el trabajo sucio de ajuste en beneficio de la derecha, mientras su coste electoral solo recae sobre las espaldas del PSOE.

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