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Tribuna
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Desaparece la tarjeta, no el paciente

En épocas duras como ésta, cuando no podemos olvidar los principios a los que nos debemos

Aquí no hay rastro de demagogia: detrás de las leyes, escritas en el inevitable lenguaje frío y neutro, están las historias en caliente de aquellos y aquellas con problemas de salud que experimentan el vértigo de la incertidumbre; detrás de los eufemismos está la tragedia real del paciente joven con una enfermedad crónica que vino un día a nuestro país, que trata hoy de abrirse camino y que no puede aguantarse las lágrimas cuando cuenta que ya está advertido en su centro de que su médico no podrá atenderle en la que debería ser la próxima cita.

La entrada en vigor de la norma promulgada por el Gobierno español (Real D 16/2012) deja sin prestación sanitaria a personas que hasta ahora habíamos atendido en nuestras consultas porque su situación es irregular. Y no deberíamos mirar hacia otro lado, olvidarnos de nuestra lealtad al paciente y esperar a que las aguas se calmen. Los médicos de familia, los que trabajamos en los centros de salud, en la puerta del sistema y vemos a diario a muchos pacientes, no podemos dejarles, de un día para otro, abandonados a su suerte por culpa de una ley que vulnera gravemente los principios éticos de beneficencia, justicia y no maleficencia. Habrá nuevos extranjeros y esa ya es otra historia porque deberán conocer las nuevas condiciones legales y atenerse a las consecuencias. Pero a los que ya hemos atendidos eran y son nuestros pacientes.

Y subrayo lo de “nuestros” porque cuando una persona entra por la puerta y se sienta frente a ti es, desde ese momento, tu paciente independientemente del color de su piel, de su poder adquisitivo o de si tiene o no los papeles en regla. No hay gradación posible: como médico todos ellos son tuyos y lo son en la misma medida desde el preciso instante en que empiezan a contarte lo que les pasa. Y es que hasta donde sabemos todos son personas y nuestra posición sobre este asunto la venimos repitiendo, casi como un mantra, desde hace meses: tratamos personas, no asegurados.

Cabe preguntarse si la asistencia sanitaria es o no un derecho fundamental de las personas

Una manera de oponerse a lo que consideramos una medida inmoral e injusta pasa por ejercer nuestro derecho a la objeción de conciencia. Como presidente de una sociedad científica que representa a unos 20.000 profesionales de Atención Primaria de toda España y que anima públicamente a objetar, creando incluso una red de médicos objetores, confieso que me conmueve comprobar que cada vez más colegas hacen suyas frases del documento de objeción: “Mi lealtad con los pacientes hace que no sea posible faltar a mi deber ético profesional e incurrir en el abandono (…) Es mi voluntad poder seguir atendiendo a las personas que son mis pacientes y que no tienen permiso de residencia”. Un documento que vamos a enviar al Colegio de Médicos Provincial, al Servicio de Salud correspondiente (excepto Andalucia, Asturias, Catalunya y Euskadi) y a la Organización Médica Colegial (OMC).

El mismo día que el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, acudió al Congreso de los Diputados para informar de una nueva batería de recortes, subidas y supresiones, nosotros, los médicos de familia, presentamos un documento titulado “Análisis Ético ante la retirada de asistencia sanitaria a inmigrantes sin permiso de residencia”, elaborado por el Grupo de Trabajo de Bioética de la Sociedad Española de Medicina de Familia y Comunitaria (semFYC).

Hago notar esa casual coincidencia porque en nuestro análisis se indica precisamente que si bien entendemos que hay una legitimidad por parte del Gobierno a la hora de establecer criterios para distribuir o priorizar las políticas públicas, lo cierto es que los objetivos sociales generales incluidos en el preámbulo del Real Decreto Ley chocan frontalmente contra una importante limitación: deben respetar los derechos fundamentales de los individuos, aquellos que hacen referencia a la igual consideración y respeto. Cabe por eso preguntarse si la asistencia sanitaria es o no un derecho fundamental de las personas. Si es así, habrá que determinar cuál es entonces su alcance. Y si no lo es, entonces la cuestión es cómo puede limitarse.

El derecho a la protección de la salud, tal como figura en el artículo 43 de la Constitución, no constituye un derecho fundamental, pero sí se establece que serán los poderes públicos quienes, con el objeto de protegerla, adopten las medidas oportunas para eliminar las deficiencias de salud, prevenir enfermedades y fomentar la educación en estas materias. Hasta la fecha se ha procedido así con los ciudadanos extranjeros que arrastran una situación administrativa irregular, ya sea voluntaria o sobrevenida.

Los criterios utilizados no han respetado los mínimos de la Organización Mundial de la Salud

Por tanto, nada que objetar al Gobierno de Rajoy cuando decide acotar la asistencia sanitaria hasta dar con la cantidad que considera más adecuada. Sin embargo, los criterios utilizados para imponer dichas limitaciones no han respetado unos mínimos, que según la Organización Mundial de la Salud (OMS), deben contemplar atención urgente sí, pero también de prevención, medidas de salud pública, servicios especiales para discapacitados y acceso a medicamentos esenciales. Cumplir esos mínimos nos parece una propuesta razonable y… económica. Porque a los que ya atisban en esta propuesta un aumento del gasto me apresuro a aclararles que pueden estar tranquilos: aparte de que se conseguirían más garantías de protección para el resto de la sociedad en relación a procesos infecciosos, se evitarían colapsos en los servicios de urgencia y se disminuiría el gasto siempre mayor que supone derivar a los dispositivos urgentes, que son más caros que la atención primaria o la prevención.

Los médicos no sólo conocemos la crisis por los medios; sabemos de ella también porque la traen los pacientes a las consultas e incluso porque está afectando directamente a nuestros bolsillos. Pero precisamente es en épocas duras como ésta, cuando no podemos olvidar los principios a los que nos debemos. Ahora que los profesionales vivimos como un verdadero conflicto el choque entre la lealtad que debemos al Servicio de Salud y la que merece nuestro paciente, optar por la segunda nos parece lo más justo; de lo contrario, estaremos pasando por alto los valores que definen la labor que venimos realizando desde el primer día que nos pusimos la bata frente a un paciente.

Falta muy poco para que los inmigrantes irregulares que han sido nuestros pacientes se queden sin tarjeta sanitaria. Pero que desaparezca la tarjeta sanitaria y las prestaciones que conlleva por orden del Gobierno no significa que ellos, los pacientes, nuestros pacientes, también desaparezcan. No podemos permitirlo. No hay presunción alguna en esto: tenemos la fuerza, el coraje y la voluntad para cambiar las cosas y vamos a tratar de hacerlo.

Las noticias sobre nuestro deseo de hacer prevalecer la lealtad al paciente por encima de cualquier otra consideración genera, como era de esperar, reacciones de distinto signo. Afortunadamente muchas son de adhesión. Pero también las hay que nos animan a salir de la consulta y actuar por nuestra cuenta y riesgo si tan éticos nos mostramos. No somos una ONG y tampoco creemos en la caridad. Me he acordado estos días de Plácido, la gran película de Luis García Berlanga. En aquella historia, que se desarrollaba en una provincia española en los primeros años sesenta, celebran en nochebuena una campaña cuya nombre lo dice todo: Siente a un pobre en su mesa. Los ejemplos de hipocresía se suceden durante el metraje y cada uno piensa exclusivamente en lo suyo. Es una película de hace cincuenta años pero la vigencia de su mensaje es indudable: aquí no se trata de echar una mano, de tener grandes gestos, de ser caritativos con los que hasta ayer eran nuestros pacientes. Eso sería hipócrita e interesado; se trata simplemente de ser justos.

El Doctor Josep Basora es presidente de la Sociedad Española de Medicina de Familia y Comunitaria (semFYC)

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